Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Malaria: una antigua maldición

Una enfermedad conocida de antiguo sigue cobrándose millones de víctimas en los países tropicales. Esta tragedia, tanto médica como humana y política, podría acabar muy pronto.

El cáncer (que es una clase de enfermedades más que una enfermedad en sí) mata a unos 7 millones de personas al año en todo el mundo. Es una afección que tiene la atención de los medios y en cuya curación, prevención y erradicación se invierten miles de millones de euros al año en todo el planeta. Por contraste, la malaria es una sola enfermedad que sin embargo afecta al 10% de la población humana y mata cada año a unos tres millones de personas y que sin embargo no es relevante en los medios y en la conciencia occidental, debido principalmente a que sus víctimas suelen ser habitantes de países de lo que solía llamarse "el tercer mundo", y que no es sino el mundo de la pobreza, y la mayoría de sus víctimas, alrededor de dos millones al año, son niños porque a edad temprana los seres humanos tenemos menos defensas contra el organismo causante de la malaria. Esto la convierte en una de las más comunes y mortales enfermedades infecciosas junto con el SIDA y la tuberculosis.

La malaria muy probablemente ha acompañado siempre al ser humano, y ya en el año 2700 antes de nuestra era, en China, se le documentó por primera vez. La provoca, con diversa severidad, la infección de una de cuatro especies de protozoario parásito del genus Plasmodium, el Plasmodium vivax, el falciparum, el ovale y el malariae. Estos parásitos, se nos suele enseñar en clase de biología, son transmitidos principalmente por la picadura de la hembra del mosquito anófeles. Los parásitos van primero al hígado, donde se multiplican sin causar síntomas durante hasta 15 días. Entonces, el parásito puede hacer dos cosas. Una es invadir de inmediato el torrente sanguíneo de la víctima, atacando los glóbulos rojos o hematíes y provocando síntomas que incluyen fiebre, anemia, escalofríos, dolor en las articulaciones, vómito, afecciones de tipo gripal, convulsiones y, en los casos más graves, un coma que puede ocasionar la muerte. La otra es entrar en un estado durmiente durante meses o, incluso, años, antes de activarse nuevamente. Se han visto así casos de personas que desarrollan la malaria incluso después de décadas de haber estado expuestos a la infección.

El estudio científico de la malaria data de los trabajos del médico militar francés Louis Alphonse Laveran, que en 1880 identificó al plasmodium como causante de la enfermedad. Poco después, en 1898, el británico Sir Ronald Ross probó que el transmisor (o "vector") de la enfermedad eran los mosquitos. Los primeros esfuerzos contra la malaria, antes de que existieran los antibióticos, se centraron en el control del vector, es decir, en los mosquitos, mediante el uso de mosquiteros, repelentes de insectos e insecticidas. Una acción especialmente eficaz fue la neutralización de los pantanos y otras aguas estancadas, que es donde los mosquitos depositan sus huevos y donde se desarrollan sus larvas hasta eclosionar como adultos. Así, por ejemplo, el relleno sanitario de pantanos y áreas húmedas, y la aplicación de petróleo en la superficie de las que no se podían rellenar (lo que impide que las larvas reciban oxígeno) se unieron a la fumigación para disminuir sensiblemente las muertes por malaria y fiebre amarilla entre los trabajadores del Canal de Panamá a principios del siglo XX.

La malaria, además, puede prevenirse o curarse con diversos medicamentos, el más conocido de los cuales es la quinina. Sin embargo, el uso indiscriminado de algunos de estos medicamentos, como la cloroquina, llevó a que el parásito desarrollara resistencia, exigiendo el desarrollo de nuevas sustancias capaces de controlar al protozoario. Y allí está una de las claves de la tragedia. Quienes viajan hoy desde países no tropicales hacia zonas donde existe la malaria, deben tomar diariamente medicamentos preventivos desde unos días antes de su viaje, durante todo el tiempo que dure éste y durante varios días, hasta 4 semanas, después de volver. Estos medicamentos tienen costos que puede absorber un viajero de un país opulento, pero que resultan prohibitivos para utilizarlos como preventivos para la población depauperada de las zonas donde la malaria es endémica. Incluso el más barato, la doxiciclina, tiene un costo de unos dos euros a la semana, prohibitivo para quienes viven con menos de un euro al día, ya no se diga la más eficaz combinación preventiva, la mezcla de atovaquone y proguanil, que cuesta más de 30 euros a la semana. Los medicamentos utilizados para tratar la malaria (algunos de los cuales son los mismos que los preventivos) tienen costos similarmente inaccesibles para quienes más los necesitan.

En estas condiciones, la única esperanza para los millones de víctimas potenciales de la malaria en América Central y Suramérica, en el África subsahariana, en el sudeste asiático y en el Pacífico Sur es una vacuna contra el protozoario responsable de la infección, que si bien no puede resolver el problema por sí misma, puede ser el detonante necesario para fortalecer la aplicación de las otras estrategias necesarias. Aunque con pocos fondos (empresariales, caritativos y públicos), hay esfuerzos en Australia, Estados Unidos y la Unión Europea, aunque no coordinados, y se han estado realizando pruebas clínicas en Mozambique, Gambia, Malí y Ghana que permiten hoy esperar que pueda haber una vacuna viable para 2010. Aunque esperanzadora, esta fecha implica tolerar, entretanto, la muerte de varios millones de niños más. Pero, más aún, el desafío que enfrentan los científicos que trabajan hoy en el desarrollo de las posibles vacunas contra la malaria tiene una peculiaridad que no es habitual en el mundo de los laboratorios: deben crear una vacuna que sea efectiva y segura, pero sobre todo que sea económicamente asequible para que realmente sirva como arma contra la enfermedad.

Una vacuna difícil


Las vacunas que solemos usar nos protegen, generalmente, contra virus, como el de la viruela o la poliomielitis, o contra bacterias, como la de la tuberculosis o la difteria. Los virus son organismos sumamente sencillos, mientras que las bacterias son mucho más complejas. Pero el protozoario responsable de la malaria es un parásito, lo que implica una mucho mayor complejidad como organismo, con ciclos de vida variables y una asombrosa capacidad de enmascararse y ocultarse para evitar la respuesta inmune del organismo al que infecta. Por ello, la primera y más compleja tarea ha sido conocer a fondo la estructura y comportamiento del parásito, sólo así se ha podido intentar la que será, de tener éxito, la primera vacuna contra un parásito que haya desarrollado la ciencia.