Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El canto del dinosaurio


Reconstrucción de un dromaeosaurus
en el Museo Jurásico de Asturias.
Fotografía: Mauricio-José Schwarz

Estamos más cerca que nunca de poder decir que los dinosaurios no se extinguieron, sino que viven y prosperan junto a nosotros.

¿Nos fascina el canto de los dinosaurios? ¿Comemos dinosaurios asados? ¿Nos entretiene criar dinosaurios parlantes? ¿Contemplamos fascinados las migraciones de dinosaurios voladores?

Cada vez hay más evidencias que nos permiten responder "Sí" a esas preguntas, indicando que todo el grupo de las aves se origina no en reptiles similares al cocodrilo, como se sostuvo durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, sino de los dinosaurios. O, más claramente, que las aves son dinosaurios, del grupo de los terópodos, al que también pertenecían el tiranosaurio y el velociraptor (no confundir con los terápodos), pero que no se extinguieron hace 65 millones de años como sus parientes más grandes.

Las crecientes evidencias no son, sin embargo, decisivas. Pero son sin duda sumamente importantes, y se espera que nuevos hallazgos fósiles nos enseñen si las aves y los dinosaurios se separaron independientemente de los reptiles, si las aves son dinosaurios o, incluso, si la explicación se encuentra en otra serie de relaciones aún desconocida.

En la ciencia, cosa con frecuencia mal entendida, prácticamente todo conocimiento es provisional, es decir, se obtiene a partir de los hechos conocidos en el momento, pero puede revisarse, alterarse, afinarse, delimitarse o incluso desecharse completamente a la luz de nuevos descubrimientos y hechos antes no conocidos.

Cambios de idea

La teoría de la gravitación universal de Newton se vio delimitada cuando la cuántica y la relatividad establecieron que sus ecuaciones dejaban de describir la realidad en los niveles microscópico y macroscópico, los de lo muy pequeño y lo muy grande. Las leyes enunciadas por Newton siguen siendo válidas y nos sirven para calcular edificios, aviones, barcos, grúas, etc., a niveles donde no es necesario tener en cuenta aspectos relativistas ni cuánticos. La teoría de Newton y sus leyes se delimitaron como un caso especial de un comportamiento más complejo de la materia.

Pero, ¿por qué los paleontólogos, los taxónomos, los biólogos evolutivos o los anatomistas consideran que tienen numerosos datos para rechazar la hipótesis anterior y aceptar como "mejor hipótesis provisional" la que coloca a las aves dentro de la gran familia de los dinosaurios?

El famoso "bulldog de Darwin", el biólogo Thomas H. Huxley ya había sugerido parecidos entre los esqueletos de las aves y el coelurosaurio, pero su observación fue olvidada a favor de teorías basadas en descubrimientos posteriores. A fines de la década de 1960, John Ostrom, de la universidad de Yale, identificó 22 similitudes en estructuras óseas, las que mejor se fosilizan, como la fúrcula o clavícula peculiar de las aves, que está también presente en los terópodos y en ningún otro grupo. Hoy, los biólogos evolutivos cuentan en total 85 similitudes esqueléticas ave-dinosaurio, demasiadas para no llamar la atención. La ocasional fosilización de otros tejidos ha dado fuerza a la hipótesis, en particular la presencia de plumas en diversos restos de dinosaurios y, por supuesto, en el Archaeopteryx, una de los más antiguas aves, de 145 millones de años de antigüedad.

Sangre caliente

Otros estudios apuntan a la posibilidad de que los dinosaurios fueran animales de sangre caliente, homeotérmicos, lo que facilitaría que dieran lugar a un grupo como las aves, que necesitan tener sangre caliente para poder volar, y que los dinosaurios terópodos más pequeños se parecen más a las aves que los mayores, sugiriendo que la miniaturización fue una condición para la aparición de las aves en la tierra.

Estos descubrimientos han llevado a quienes hacen las reconstrucciones de dinosaurios a repensar la tradición, carente de bases científicas, de representar a los dinosaurios con piel escamosa y poco colorida, semejante a la de los reptiles, y que se originó en el siglo XIX, cuando se pensaba que los dinosaurios eran precisamente reptiles, y que no se abandonó cuando se demostró que estos animales eran un grupo totalmente nuevo e independiente de los reptiles que le dieron origen. Por eso hoy, en cada vez más museos, podemos ver reconstrucciones de dinosaurios cubiertos de pluma y plumón, siguiendo lo que nos van enseñando los fósiles.

Sin embargo, pese a estas similitudes, otros científicos, como Alan Feduccia y Larry Martin, destacan aparentes diferencias entre los dinosaurios y las aves, señalando que ponen en duda la hipótesis dinosáurica. Han mencionado el aparato respiratorio de los terópodos y las aves, y los huesos que dieron origen a las alas de las aves, distintos de los que dieron lugar a las extremidades de los terópodos, observaciones que por su parte han rebatido los proponentes del origen dinosáurico. La hipótesis de Feduccia y Martin es que las aves proceden de un reptil más antiguo aún desconocido.

Mientras ese ancestro no aparezca en el registro fósil, no será posible confrontar esa teoría con los hechos. El registro fósil, en general, es sumamente incompleto, cosa fácil de explicar si calculamos la superficie de nuestro planeta y el porcentaje, verdaderamente minúsculo, que se ha excavado en busca del pasado. Entretanto, hoy en día la mayoría de los paleontólogos y biólogos evolutivos aceptan la hipótesis provisional del origen dinosáurico de las aves.

En el fondo, en el mundo de la poesía que no está tan lejos de la ciencia como suponen algunos, tiene un peculiar encanto pensar que el gorrión de ciudad, la paloma, la gallina, el cisne, el ruiseñor y el avestruz sean dinosaurios, testimoniando la capacidad de la vida para sobrevivir a un desastre como el que acabó con la dominación de los dinosaurios sobre la tierra y abrió las puertas para que los mamíferos tuviéramos turno para jugar en la ruleta de la evolución.

La degradación de un depredador


El Tirannosaurus rex acercándose al vehículo en Parque Jurásico, haciendo temblar el agua en el vaso, dejó honda impresión en el público. Sin embargo, podría no ser precisa, como no lo era el tamaño de los velociraptores del filme, animales que en realidad apenas tenían el tamaño de un pavo grande.

Uno de los asesores de esa película, el paleontólogo Jack Horner, propone enérgicamente que los tiranosaurios no eran feroces depredadores como gusta verlos la cultura popular, sino simples carroñeros que se ocupaban de robarle sus presas a otros dinosaurios. Para Horner, los datos paleontológicos dicen que el gran tiranosaurio rey era, en realidad, poco más que una poderosa hiena, y ni siquiera acepta el acuerdo salomónico de que fuera un carroñero que a veces cazaba o un cazador que a veces comía carroña. De ser cierto, sería sin duda el ocaso de una estrella de cine.

Y, además, emplumado.

Epidemia, pandemia

Imaginemos un imperio razonablemente grande y anterior a la era de la medicina con bases científicas, con grandes núcleos de población y constante intercambio comercial con sus alrededores, donde, repentinamente y sin causa aparente, los ciudadanos empiezan a enfermar, con los mismos síntomas, y se empieza a extender una ola de muerte indetenible.

Si la enfermedad provoca temor incluso conociendo su origen, sus causas, y disponiendo de un arsenal cada vez mayor para combatirla, la enfermedad colectiva en un medio en el que no se conoce nada de los orígenes de la afección ni de la forma de controlarla, es fuente de un verdadero terror masivo, y en general solía mover a las víctimas a buscar un culpable a modo.

En la epidemia de peste bubónica de la Europa medieval, los judíos fueron frecuentemente señalados como "culpables", ya fuera como castigo divino a las sociedades que los toleraban o, directamente, señalando que ellos envenenaban el agua de algunas poblaciones ocasionando la enfermedad.

Por supuesto, el hecho de que los judíos enfermaran y murieran en la misma proporción que el resto de la población no se consideraba un hecho relevante. Culpables fueron considerados, en diversos momentos, los extranjeros, las brujas o los dioses enfurecidos, desde la primera epidemia registrada históricamente con cierta fidelidad, la que sufrieron los atenienses entre el 430 y el 426 antes de nuestra era, durante la Guerra del Peloponeso, responsable de la muerte de Pericles, el creador de la era de oro griega, y que fue cronicada puntualmente por Tucídides, que la sufrió y sobrevivió a ella.

Desde el punto de vista médico, una epidemia es la alta incidencia de una enfermedad, conocida o desconocida, en un área geográfica importante, como un continente. Cuando la enfermedad ocupa más de un área así, se considera una "pandemia", o epidemia generalizada, que es lo que hoy ocurre con el sida, presente en todo el mundo aunque sus mayor incidencia se ha concentrado en África por una desafortunada superposición de elementos, desde la falta de información y medios preventivos hasta el accionar de grupos que desalientan la prevención por motivos religiosos.

Entre las epidemias memorables, la de peste bubónica o "muerte negra" en Europa durante el siglo XIV (1347-51) provocada por la bacteria Yersinia pestis es quizá la más conocida, y sus efectos al causar la muerte de un tercio de la población europea se cuentan entre los más dramáticos. Menos difundido está el hecho de que la primera erupción de esta enfermedad se dio entre el 541 y el 542 de nuestra era. Conocida como la "Plaga Justiniana" y que padeció el propio emperador Justiniano en Constantinopla, recorrió Europa mortalmente. Igualmente poco conocido es el hecho de que esa misma epidemia causó estragos en el Oriente Medio y en Asia Central.

Las epidemias más relevantes en este siglo han sido la de influenza de 1918, que, según los expertos, causó más hospitalizaciones que las de todos los heridos en la Primera Guerra Mundial, la de la poliomielitis de los años 50 y la de sida. Menos conocidas, pero no menos letales, son epidemias como la de poliomielitis que hoy mismo está asolando África Central y Occidental.

Toda epidemia, desde las de la antigüedad hasta las actuales, tiene una serie de requisitos para poderse extender, entre ellos la falta de medidas preventivas, la existencia de grandes centros urbanos que le permitan a la enfermedad perdurar en el tiempo ya que la población susceptible de ser infectada no está expuesta simultáneamente a ella; el intercambio comercial intenso, que permite su difusión geográfica, y la incapacidad científica, médica o gubernamental para responder con la rapidez suficiente. "Medidas preventivas" y "responder a una epidemia" son acciones que el hombre no pudo emprender durante la mayor parte de su historia. Aunque ya Hipócrates recomendaba, en el 350 a.N.E., hervir el agua para "filtrarla de impurezas", no fue posible pensar en prevenciones y curaciones sino hasta fines del siglo XIX, cuando Louis Pasteur formula la teoría de la enfermedad provocada por seres vivos microscópicos, de los cuales identificó a varios como el estafilococo (causante de la osteomielitis y muchas infecciones de la piel), el estreptococo (causante de enfermedades olvidadas en el mundo desarrollado como la fiebre puerperal, la fiebre escarlata y la erisipela, y de muchas infecciones de garganta) y el neumococo (responsable de ciertos tipos de neumonía).

Tener identificada la causa y comprender el proceso de las enfermedades permitieron la producción de medicamentos capaces de curar a las víctimas de algunas epidemias, y la creación de formas de prevención del contagio que van desde la vacuna hasta medios físicos como el condón.

Pero la capacidad de respuesta ante afecciones no conocidas previamente, como el sida, cuyas víctimas hace apenas 20 años estaban irremediablemente condenadas a una muerte pronta y certera, y hoy tienen mucho mejores oportunidades de supervivencia, no ha impedido que se busquen "culpables" (como la homosexualidad) o que se hable de "castigo divino", como sigue haciéndose entre algunos grupos religiosos al tratar el tema del VIH.

Sin embargo, la lucha contra la mayoría las epidemias ya no es hoy esencialmente un problema médico o farmacológico, sino que se ha convertido en un tema esencialmente político y económico. Acelerar la investigación para erradicar el sida o aplicar las vacunas necesarias para detener la epidemia de poliomielitis en África son acciones que dependen de la voluntad política y de los cálculos del costo monetario que tendría emprender las acciones necesarias. Y, por desgracia, sigue sin haber un antídoto eficaz contra la epidemia de insensibilidad ante el dolor ajeno tan frecuente en las altas esferas del poder.

¿Un imperio por una epidemia?


Al salir las escasas tropas de Hernán Cortés de la capital del imperio azteca, México-Tenochtitlán durante la que se conoce como "Noche triste", los europeos dejaron atrás un aliado inesperado: la viruela. Esta enfermedad, inexistente en el nuevo mundo y ante la cual no tenían ninguna defensa los indígenas, diezmó a la población durante la epidemia que se desató en noviembre de ese año. Los efectos de la epidemia ayudaron en gran medida a que las fuerzas de Cortés, españoles e indígenas que buscaban liberarse del yugo de los aztecas, consiguieran la toma de la ciudad en agosto de 1521, iniciando los trescientos años del gran imperio colonial español en América. Y esa misma epidemia de viruela viajaría entonces por Centroamérica y llegaría al imperio inca hacia 1525, a tiempo para ser, también, aliada de Pizarro en su conquista del Perú.

Las piezas que faltan de Egipto

Lo mucho que sabemos de la cultura de este país es lo que hace aún más enigmático e interesante lo que seguimos ignorando.

Sabemos con certeza la secuencia de hechos importantes en la historia de Egipto desde el 3000 antes de nuestra era (A.N.E.), y hay bastante información acerca de al menos 200 años antes, hasta su fin como reino independiente con la muerte de Cleopatra en el 32 A.N.E. y hasta nuestros días, lo que convierte a esa civilización en la más duradera de forma ininterrumpida en la historia humana. Por contraste, la civilización mesopotámica, origen de la escritura y de la historia misma, tiene una existencia más agitada, con divisiones y subdivisiones, y desaparece como tal seiscientos años antes que la egipcia.

Egipto, quizá gracias a su continuidad lingüística, religiosa y cultural de tres mil años, alcanzó logros que han cautivado a quienes los han conocido, desde Herodoto hasta Napoleón y esos "cuarenta siglos" que, decía, contemplaban a sus soldados (un cálculo bastante preciso), pasando por Alejandro Magno, cuyo general Ptolomeo fundó la última dinastía egipcia. En esa fascinación es esencial la preservación que hacen los egipcios de su realidad, ese primer concepto del devenir colectivo humano, tan claro que la egiptología moderna aún acude a la división en dinastías establecida por el sacerdote Menatón, en la historia de Egipto que escribió poco después del 300 A.N.E.

Sobre este país, pese a su dispersión a lo largo de más de 1.500 kilómetros bordeando el Nilo, contamos con información que no tenemos de culturas de otras más recientes y localizadas, como la de los etruscos, igualmente víctima de la Roma conquistadora. El reciente descubrimiento de una nueva tumba en el Valle de los Reyes, llamada KV 63, la primera desde el hallazgo de la de Tutankamón en 1922, con cinco momias al parecer intactas en su interior, pertenecientes a la realeza, aunque no a reyes o reinas, invita a un repaso a lo que aún se espera averiguar gracias a las excavaciones y estudios que continúan.

Así, sabemos que hubo un intenso intercambio cultural entre Egipto y Mesopotamia, pero aún no hay datos suficientes para saber si los egipcios desarrollaron su propio sistema de escritura independiente o tomaron la idea de los babilonios. Cualquiera que fuera la respuesta, no sólo arrojaría luz sobre los primeros siglos de la cultura faraónica, sino que daría material a los lingüistas para seguir desentrañando el proceso mediante el cual el hombre generó el peculiar sistema de escribir. Sabemos, sin lugar a dudas, que lo que conocemos como Egipto estuvo habitado durante cientos de miles de años, gracias al descubrimiento de hachas de mano y poblados paleolíticos de 300.000 años de antigüedad, así como vestigios de comunidades de cazadores y recolectores anteriores al año 5.000 A.N.E., pero aún no sabemos si la cultura egipcia surgió de tales comunidades o bien éstas fueron invadidas por otras civilizaciones procedentes de Mesopotamia. También sabemos que Akhenatón, padre de Tutankamón, fue un hereje monoteísta que provocó una grave conmoción durante su reinado, y que a su muerte muchas de las inscripciones referidas a él fueron borradas o mutiladas tratando de ocultar a la posteridad la existencia del faraón y de negarle la inmortalidad, incluso el destino final de su cuerpo es desconocido. Muchos datos indican la posibilidad de que se trate de un cuerpo encontrado en la tumba KV 55, pero esta cuestión no está del todo comprobada. Quizá algún día podamos ver el rostro del faraón que, como dijera algún estudioso, «quiso cambiar el curso de la historia y la religión humanas».

El relato bíblico de la esclavitud de los israelitas en Egipto no parece corresponder a la realidad, y cada vez más estudiosos, incluso bíblicos, están dispuestos a aceptar que el relato del Éxodo es una alegoría o un mito cohesionador de la tribu de Israel, por otro lado nada infrecuente en las culturas humanas. Lo que no sabemos es por qué fue Egipto el elegido para la historia moralizante y unificadora de Moisés, qué elementos de la influencia del imperio de los faraones alcanzaron a la modesta población israelita situada en Palestina para fijarse en el faraón (nunca se aclara cuál) como el más importante enemigo al cual vencer para su historia fundacional como cultura. Pero los grandes monumentos, la omnipresencia de los faraones, hombres y mujeres que eran dioses, la obsesión por lo preternatural y la vida después de la vida, dejan acaso el más importante hueco en nuestro conocimiento del antiguo Egipto, el de la vida cotidiana de su gente.

Pocas obras literarias, como la historia de Sinhué, nos permiten profundizar en la realidad de los egipcios comunes, de los hombres y mujeres de vidas anónimas y duras y de modestas tumbas, apenas recordados por los suyos. El hecho de que la escritura estuviera reservada a los cortesanos dictaba en gran medida su temática, y aunque existe literatura y poesía que nos permiten algunos atisbos de la vida diaria de los habitantes del imperio, seguimos sabiendo muy poco sobre el pueblo que hizo posibles los logros que hoy sobreviven del antiguo Egipto.

Quizá la microhistoria, las recetas de cocina, las costumbres educativas, las conversaciones al anochecer, sean un interés reciente en el registro del devenir humano. Sin embargo, no es difícil imaginar que para cualquiera de nosotros sería más fácil identificarnos con un trabajador de las pirámides de Giza que con un dios rey adolescente con máscara de oro.

Las pirámides


Desde la primera pirámide escalonada de Dyoser hasta las grandes pirámides de Giza hay una línea ininterrumpida de construcciones cada vez más altas y complejas que dejan de construirse al cambiar las costumbres funerarias de los faraones, y que dejan pocas dudas sobre la autoría de estos monumentos.

Los estudios probarán o refutarán las diversas hipótesis sobre cómo se realizó la construcción, pero el descubrimiento de una ciudad de trabajadores al este de la pirámide de Keops en 1980 sí permitió demostrar sin duda que sus constructores no fueron esclavos, como escribió Herodoto en un mito que se perpetuó, sino trabajadores libres que se trasladaron con sus familias desde muchos puntos de Egipto. Esto ha llevado a su descubridor, el encargado de la arqueología egipcia, Zahi Hawass, a sugerir la posibilidad de que no sólo los egipcios construyeron las pirámides, sino que las pirámides, al darle un objetivo compartido a gente venida de todo el reino, sirvieron para construir la permanencia e identidad de Egipto. De ser cierta, esta hipótesis multiplicaría la importancia histórica y social de estos monumentos, como una de esas grandes obras humana que cambian, para siempre, a sus creadores.


(Publicado el 15 de marzo de 2006)

Células madre, investigación y promesas

Trasplantes sin rechazo o tratamientos para afecciones degenerativas y crónicas, son algunas promesas de la biomedicina a comienzos del siglo XXI.

En 2004, seis pacientes ciegos debido a retinitis pigmentosa o degeneración macular -dos afecciones hasta entonces incurables- recuperaron parcialmente la vista gracias al trasplante de células de la retina obtenidas en el laboratorio. En abril de 2005, se anunció que, gracias a intervenciones experimentales en el hospital británico Queen Victoria, cuarenta pacientes dejaron de ser ciegos gracias a la regeneración de sus córneas con terapia celular. El elemento clave de estas curaciones, y de cada vez más historias similares, son las células madre, células no diferenciadas que al reproducirse pueden dar como resultado células de distintos tejidos del cuerpo.

Todo ser vivo comienza, en realidad, como una sola célula madre, un óvulo fecundado que se subdivide en otras células que, a lo largo del desarrollo del individuo y como respuesta a diversas señales, comienzan a diferenciarse en los distintos órganos y tejidos que conforman el cuerpo. El control de esta nos permitirá desarrollar tecnologías para reemplazar células enfermas o inútiles por células nuevas sanas y funcionales, algo que ya se aplica a afecciones como ciertos tipos de cáncer o la enfermedad de Parkinson, y es una gran promesa para la diabetes, las lesiones de la médula espinal y otras afecciones. Incluso sería posible crear en el laboratorio órganos completos para trasplantes, con lo que los pacientes que los necesitan dejarían de estar a expensas de los donantes.

Las células madre son de distintos tipos según pueden o no convertirse en otras: totipotentes (se convierten en cualquier tejido), pluripotentes (se convierten en cualquier célula excepto una totipotente), multipotentes (se convierten en células de un grupo relacionado de tejidos, como distintos tipos de células de la piel) y unipotentes (que pueden producir sólo un tipo de células además de renovarse a sí mismas). Estas células también se diferencian por su origen. Las que proceden de seres ya formados, o somáticas, suelen ser multipotentes. Otras proceden de la sangre de la placenta y del cordón umbilical de bebés recién nacidos. Finalmente, las embrionarias se obtienen de la masa celular interna de embriones de 4 o 5 días de edad.

Las células madre somáticas se emplean ya para tratar más de un centenar de enfermedades, muchas veces sin que sepamos que son células madre. Por ejemplo, la médula ósea está formada por células madre multipotentes que pueden producir distintos tipos de células sanguíneas. La médula se trasplanta desde hace décadas para tratar la leucemia o ayudar a la recuperación de pacientes sometidos a quimioterapia. La sangre umbilical contiene células madre que ya se usan sobre todo en el tratamiento de enfermedades infantiles, como los síndromes de Hunter y de Hurler, la enfermedad de Gunther y, especialmente, la leucemia linfocítica aguda. En estos tratamientos, lo ideal es usar sangre del propio paciente, pues al no haber rechazo del tejido, el tratamiento tiene más posibilidades de éxito.

En el centro del debate

Pero son las células madre embrionarias, que son las totipotentes, las que se encuentran en el centro del debate bioético, religioso y político, ya que se obtienen de embriones creados en el laboratorio, con sistemas de fertilización in vitro. Éstas son las que encierran más promesas de extraordinarios avances en el tratamiento de muy diversas afecciones, desde el cáncer hasta la recuperación de daños a la médula de la columna vertebral y usos tan importantes como la prueba de los efectos de ciertos medicamentos o procedimientos diagnósticos en el laboratorio, disminuyendo el uso de animales en la experimentación, así como las fases más arriesgadas de tales estudios en voluntarios humanos. Al tratarse de un área de estudio joven, es imposible predecir con certeza hacia dónde nos llevará y todo lo que puede ofrecer al ser humano.

El debate incluye también el uso de la clonación terapéutica para obtener células madre, técnica en la que se sustituye el material genético de un óvulo por el del donante o paciente, activándolo para que se comporte como un óvulo fecundado y dando como resultado un blastocisto con células totipotentes que pueden usarse para recrear cualquier parte del organismo del donante sin que se produzca un rechazo al trasplantarlas.

Hacer realidad todo el potencial de la terapia celular a partir de células madre requiere todavía de una intensa experimentación para poder determinar no sólo cómo se puede causar que se conviertan en células sanas de uno u otro tejido, camino que apenas se ha empezado a andar, sino también para determinar sus riesgos y cómo evitarlos. La inyección de células en un ser vivo no es asunto trivial, y sólo debe hacerse con una certeza razonable de que el proceso está bajo control. Esta investigación inicial es la que hoy se enfrenta a la oposición de grupos e individuos con intereses no relacionados con la ciencia.

Tan sólo aprender a cultivar y hacer que se reprodujeran las células madre en el laboratorio sin que se diferenciaran espontáneamente requirió veinte años de trabajo. Se necesitarán muchos años más, el acceso a cantidades suficientes de tejido y un apoyo sólido de la sociedad y los gobiernos del mundo para que esta área de la investigación avance tan rápidamente como sea posible. El precio de no hacerlo así se paga diariamente en la disminución de la calidad y cantidad de vida de miles y miles de personas.

Células madre y clonación


La clonación no es nueva en la naturaleza. Hay insectos que se reproducen por clonación, y al comer patatas o cebollas estamos con frecuencia comiendo clones, ya que ésta es una forma de reproducción asexuada común en el mundo vegetal.

El tratamiento de la clonación en la literatura y en el cine, desde Los niños de Brasil de Ira Levin, así como casos como el de la oveja Dolly, han creado la percepción popular de que el objetivo de la clonación es producir a un ser humano, la llamada clonación reproductiva.

Pero hoy sabemos que la clonación reproductiva tiene serias desventajas, demostradas por la vejez y muerte prematura de Dolly, y sabemos que dos células idénticas no dan como resultado personas idénticas, ni siquiera lo son los gemelos univitelinos, con los mismos genes. Todos somos irrepetibles.

Los genes, en la atinada metáfora de Richard Dawkins, no son un "plano" del ser a crear, donde cada elemento se corresponde uno a uno con el resultado. Es más bien como una receta: los genes indican qué se debe hacer, y el medio ambiente determina qué se hará finalmente, según los elementos disponibles, como la alimentación de la madre, el medio químico, la temperatura, etc. Así, el método de reproducción tradicional lleva ventaja en la creación de nuevos seres, dejando a la clonación el espacio terapéutico donde tanto puede aportar.

(Publicado el 15 de marzo de 2006.)

El espejo del chimpancé

Nuestro pariente más cercano, el chimpancé, es un maestro, a veces incómodo, que nos enseña mucho sobre la conducta y genética humanas.

Chimpancé (Pan troglodytes)
(Foto GFDL de Thomas Lersch
vía Wikimedia Commons)
El paleoantropólogo Louis Leakey, que ayudó a establecer el origen africano del ser humano, llevó en 1957 como asistente en un viaje a Kenya a la joven secretaria Jane Goodall, interesada en el estudio de los primates. Con el apoyo del científico, la joven empezó a observar a los chimpancés de Gombe, en 1965 obtuvo su doctorado en etología (ciencia del comportamiento) en Cambridge y, para la década de los 70, se convirtió en la máxima experta en chimpancés del mundo, lo que sigue siendo hasta hoy, a los 72 años.

Desde 1957, Jane Goodall ha demolido, sin proponérselo, muchos grandes mitos sobre el ser humano y sus parientes, los simios. No, el ser humano no era el único que usaba herramientas. No, no era el único que comía carne o cazaba. Y no, tampoco era el único en hacer la guerra contra sus congéneres. Los estudios de Jane Goodall, así como su fundación, tienen propósitos científicos y conservacionistas, pero también se han convertido en elemento clave de varios debates filosóficos sobre lo que realmente significa la palabra "humano" y han obligado a muchos a aceptar una posición bastante más humilde que la de "cumbre de la creación" que con tanta alegría algunos han adjudicado a nuestra especie.

El interés del ser humano por los primates, en especial los monos y muy especialmente los grandes simios, tiene una explicación sencilla: es imposible cerrar los ojos a las similitudes que tienen con nosotros. Simplemente la presencia en estos animales de manos capaces de realizar manipulaciones finas, con uñas en lugar de garras, resulta tremendamente llamativa. Hubo quien quiso ver en el pasado a los chimpancés como "humanos degenerados", pero el estudio de la evolución estableció con enorme certeza que el chimpancé y el ser humano proceden de un ancestro común que vivió hace unos 6 millones de años. A partir de ese momento, las dos especies tomaron caminos evolutivos distintos. La especie del chimpancé se dividió además hace 2,5 millones de años en dos especies: los chimpancés "verdaderos", Pan troglodytes y los "chimpancés pigmeos" o bonobos, Pan paniscus, conocidos por su pasión por el sexo.

Asombro y conocimiento

Los estudios del genoma humano han permitido probar definitivamente esta cercanía al determinar que el ser humano y el chimpancé comparten más del 99% de su material genético. Para ser precisos, los cromosomas 1, 4, 5, 9,12, 15, 16, 17 y 18 de los humanos tienen invertidos grandes tramos de código si los comparamos con los cromosomas homólogos de los chimpancés, y el cromosoma humano 2 es el resultado de la fusión de dos cromosomas que siguen separados en todos los demás grandes antropoides, por lo que los humanos tenemos 23 pares de cromosomas, mientras que los chimpancés y otros grandes primates tienen 24.

Esta cercanía genética ha sido clave para que los estudios con chimpancés ofrezcan grandes avances en áreas de estudio como el VIH-SIDA -los chimpancés son los únicos animales, aparte de nosotros, que pueden ser infectados por el VIH-, y al desarrollo de la vacuna contra la hepatitis B, así como en la profundización de nuestro conocimiento sobre patrones sociales, conductuales y sexuales que compartimos con estos simios. Además, el estrecho parentesco del ser humano y el chimpancé se ha convertido en tema de gran preocupación entre los grupos integristas que promueven el creacionismo. El que un tramo de código genético se invierta no es poco habitual, y se ha podido observar en animales de la misma especie, donde una línea de descendencia tiene un tramo de código invertido respecto de otra. Hay indicaciones de que la fertilidad es menor entre los individuos que tienen esa diferencia y entre los que no la tienen, y por ello algunos científicos consideran que la inversión de código es parte del proceso de separación de las especies.

Las diferencias genéticas son una forma de confirmar lo que el registro fósil nos va desvelando, pues la alteración genética por mutaciones, inversiones, y otros elementos tiene una velocidad de aparición constante en el tiempo. A mayor diferencia en la constitución genética de dos especies, mayor es el tiempo transcurrido desde que se separaron a partir de un ancestro común. Si el tiempo de separación que nos indica la diferencia genética coincide con lo que indica el registro fósil y sus numerosos métodos de datación, hay razones muy sólidas para aceptar que hubo un ancestro común y, por tanto, una evolución de las dos especies que explicaría cómo cada una tomó su propio rumbo evolutivo en función de sus necesidades de supervivencia.

Si somos, como sugiere Jared Diamond, el "tercer chimpancé", formando una misma familia con chimpancés y bonobos, no cambiaría en nada la realidad de nuestra especie; pero puede cambiar nuestra percepción de nosotros mismos tanto como los chimpancés han permitido que mejore nuestra salud y nuestro bienestar. Es quizá por ello que muchos temen verse reflejados en el espejo del chimpancé, aunque otros muchos encuentren en ello motivo de asombro y conocimiento, además de recordarnos lo que puede hacer una secretaria decidida a conocer el mundo en el que vive.

Pablo Picasso y el pintor chimpancé

En 1957, el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres presentó una exposición de pintura abstracta que asombró e inquietó a más de uno, pues los autores de las obras eran chimpancés y las habían realizado como parte de un estudio del científico inglés Desmond Morris.

Ese mismo Desmond Morris, estudioso del comportamiento animal y pintor, protagonizaría en años posteriores un escándalo menor con su libro de divulgación El mono desnudo, que decía abiertamente que el ser humano era esencialmente un primate sin pelo, y nos asombraría en 1981 con El deporte rey (The soccer tribe), donde analiza el fútbol y cuanto lo rodea en términos de tribalismo esencial.

El orgullo de algunos se vio herido nuevamente por esos chimpancés capaces de pintar obras que no desagradaban a muchos críticos, mismos que resaltaron los trabajos de uno de los artistas en particular, llamado Congo, el favorito de Morris. La situación fue a peor cuando Morris publicó sus experiencias indicando, entre otras cosas, que los chimpancés pintores eran todos jóvenes, pues perdían el interés por el lienzo y las pinturas al dejar la adolescencia.

El gran avalista de Congo fue, sin embargo, Pablo Picasso. Cuando un reportero le sugirió al genio malagueño que el trabajo del chimpancé no era "arte", Picasso respondió mordiendo al periodista. Después de todo, no pocos encontraron ingenioso decir lo mismo de la obra de Picasso muchas veces.

Se dice, y no es descabellado, que Picasso adquirió una de las pinturas de Congo y la colgó en su estudio, que no es poco elogio para Congo… y para Pablo Picasso.

(Publicado el 8 de marzo de 2006.)

Presentación

Los artículos aquí reunidos han sido escritos especialmente para el suplemento Territorios del diario El Correo.

Después de su publicación, cada articulo se reproduce en este blog con la amable autorización del diario.

El nombre Los expedientes Occam pretende ser, primero, un guiño a los falsos misterios que se promueven como Expedientes X, Y o Z al tiempo que se aparta la vista de los verdaderos grandes misterios del universo y de la forma en que unos mamíferos bastante peculiares los han ido resolviendo realmente.

Pero es ante todo un mínimo homenaje al brillante lógico y filósofo inglés William of Occam (u Ockham), monje franciscano que en el siglo XIV utilizó y expresó un principio que hoy es esencial para la actividad científica y el método científico que se desarrollaría posteriormente, el Principio de la parsimonia, que indica que "no se deben multiplicar las entidades sin necesidad" o, dicho de otro modo, en la explicación de cualquier fenómeno debemos hacer cuantas menos suposiciones sea posible, eliminando aquéllas que no marquen una diferencia en las predicciones observables que haga una hipótesis o teoría. Este principio se conoce también como "La navaja de Occam", pues corta de raíz las fantasías innecesarias para el conocimiento certero, y está considerado una de las máximas de la heurística o forma en que se realizan los descubrimientos.

La ciencia ha sido en gran medida, el proceso de abandono paulatino de "entidades" o elementos explicatorios innecesarios y que sólo enturbiaban la capacidad humana de comprender efectivamente el universo a su alrededor. El flogisto, el horror al vacío, el éter, la fuerza vital o vis vitalis y otras muchas propuestas similares han caído bajo el filo certero de la navaja.

William of Occam, por cierto, dio su primer nombre al personaje central de El nombre de la rosa de Umberto Eco, William of Baskerville (el segundo nombre es un homenaje a Sherlock Holmes), y mucho del personaje se debe a este pensador medieval.