Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Los alimentos transgénicos

La idea de la modificación transgénica de los organismos ha adquirido una connotación negativa alejada de lo que realmente puede significar para nuestra especie, sus ventajas y riesgos.

Arroz común y arroz dorado, adicionado con genes
vegetales para producir betacaroteno, un precursor
de la vitamina A.
(foto CC de International Rice Research Institute,
vía Wikimedia Commons
Todos los organismos están genéticamente modificados. De hecho, nosotros mismos somos organismos genéticamente modificados, ya que la evolución implica la constante modificación genética de las poblaciones para adaptarse al terreno, al clima, al resto del ecosistema e incluso a su sociedad.

En algunos casos, como los animales y plantas domésticos, los seres humanos los hemos modificado lentamente para que se ajusten a nuestras necesidades y deseos: trigo más grande, vacas que den más leche, ovejas más lanudas, perros más pequeños o "bonitos", etc. Nuestra influencia sobre el medio ambiente va más allá de los problemas ecológicos más evidentes, como la desaparición de algunas especies, ya que en el proceso hemos alterado más allá de todo posible reconocimiento otras muchas especies.

El conocimiento de la genética nos ha permitido realizar más aceleradamente este proceso y, sobre todo, conseguir, mediante la "ingeniería genética", la incorporación en un organismo de genes procedentes de otro organismo distinto. Esta incorporación de genes ajenos o exógenos se llama "transferencia horizontal de genes", y ocurre en la naturaleza de modo relativamente infrecuente, no sujeto a control humano y, hasta donde sabemos, sobre todo entre organismos unicelulares. La transferencia horizontal de genes artificial es lo que se conoce como modificación transgénica de un organismo. Así, por ejemplo, se puede tomar un gen humano dedicado a producir insulina e incluirlo, mediante diversos métodos de laboratorio, en el código genético de un organismo unicelular, que ya no sólo producirá las proteínas necesarias para su vida normal, sino que usará parte de su energía en la producción de insulina que puede ser utilizada para el alivio de la diabetes.

Por supuesto, esta posibilidad es tan claramente positiva que difícilmente se le podría criticar. Sin embargo, el procedimiento tiene capacidades que igualmente pueden ser utilizadas de modo cuestionable e, incluso, peligroso.

Por ejemplo, un cultivo genéticamente modificado para resistir mejor las plagas, el maíz "Starlink", contiene una forma de la proteína Bt que se digiere más lentamente que las del maíz que normalmente consumimos, y por tanto podría causar que un pequeño número de personas desarrollara una reacción alérgica. Ya sea debido a la polinización cruzada con cultivos no modificados o por otras causas, hubo maíz con esta proteína Bt modificada que llegó al consumo humano, produciendo una reacción social de alarma quizá desproporcionada, pero no injustificada, que llevó a su retirada del mercado a principios de este siglo.

El riesgo del cruzamiento con organismos no modificados es una legítima preocupación, como lo es el uso de las posibles semillas llamadas "terminator", que producirían semillas estériles, lo que obligaría a los agricultores a adquirir semillas patentadas en cada ciclo agrícola. Evidentemente, en este caso el problema no es genético, sino de prácticas comerciales y de negocios. Pero esta posible aplicación de la tecnología de productos estériles (misma que aún no está disponible comercialmente) tiene su contraparte en el hecho de que ese procedimiento también podría aplicarse para impedir, precisamente, los cruzamientos indeseados con organismos no modificados.

En el debate sobre los organismos transgénicos, la propaganda por parte de los promotores (muchas veces con intereses comerciales) y los opositores (muchas veces con más convicciones que información científica) se está resolviendo en un enfrentamiento de propaganda en el que se busca convencer a la opinión pública para conseguir apoyos sociales y políticos antes que informar para ayudar a la formación de un criterio razonado, con bases sólidas y que considere todas las opciones.

El desarrollo de alimentos adicionados con nutrientes necesarios, organismos que puedan producir de manera económica medicamentos que resultan costosos hoy en día, cultivos resistentes a plagas o que se desarrollen mejor en zonas proclives a las sequías o que se conserven mejor en condiciones ambientales adversas, bacterias con genes capaces de identificar y atacar enfermedades, o la posible curación de afecciones genéticas son posiblidades reales que deben tenerse en cuenta en el debate, tanto como el riesgo que pueden representar los organismos modificados.

Pero la mayor parte del debate parece estarse centrando en los anaqueles de frutas y verduras, con un sector social luchando por impedir que lleguen a ellos alimentos genéticamente modificados por el solo hecho de serlo. El principal riesgo que señalan es que en el proceso de modificación genética para obtener una característica deseada se pueden introducir inadvertidamente otras modificaciones indeseables y nocivas para la salud humana, y esta preocupación merece indudablemente ser atendida mediante regulaciones que exijan pruebas a fondo de los cultivos transgénicos para consumo humano.

Sin embargo, no debe perderse de vista que, desde que se introdujo el primer cultivo transgénico comercial en 1994 (un tomate con resistencia aumentada a la putrefacción), no se ha registrado ni un caso en el que los alimentos transgénicos resultaran claramente nocivos para los consumidores, que existen requisitos muy estrictos para la autorización de cada nuevo cultivo y que en estos años se han realizado cientos de estudios sobre dichos cultivos y su consumo, según los cuales no hay diferencias peligrosas respecto de sus parientes no modificados.

Como ocurre con cualquier conocimiento nuevo, es su aplicación la que debe preocuparnos, su reglamentación y su uso tecnológico, y que el control de los mismos esté en manos principalmente de la sociedad, ya que es imposible volver en el tiempo y olvidar un conocimiento ya adquirido.

El arroz dorado


Un ejemplo de los riesgos del debate mal llevado es el del "arroz dorado", un arroz transgénico creado por Peter Beyer e Ingo Portrykus con dos genes añadidos que le dan un contenido aumentado de provitamina A en la forma de beta caroteno (que le da su color dorado). El objeto de este arroz es ser distribuido gratuitamente en sociedades asiáticas cuya dieta tiene como base el arroz y en las que entre 250.000 y 500.000 niños quedan ciegos cada año, según datos de la OMS, por deficiencia de vitamina A. Desde 1999, cuando se anunció el proyecto, varias organizaciones no gubernamentales importantes han luchado por impedir que llegue a los agricultores y consumidores porque su línea política es oponerse a todos los organismos genéticamente modificados, independientemente de cualquier otra consideración.

La historia que cuentan las piedras

La geología abarca estudios sobre el origen y evolución de la vida, la formación de las montañas, el movimiento de los continentes, los volcanes y los terremotos... y no sólo en nuestro planeta.

Pocas cosas parecen tan sólidas como el suelo que pisamos. El habla popular consagra la roca como esencia de la dureza y la perdurabilidad, de lo que confiablemente no cambiará. "Sólido como una roca" es un lugar común recurrente.

Pero las rocas, el suelo que pisamos y el planeta todo sí cambian, de modo incesante, a veces con cambios graduales y suaves como la erosión del río que forja un cañón o el lento movimiento de los continentes que pliega la corteza terrestre para crear cordilleras como el Himalaya o los Pirineos, a veces de modo brutal y catastrófico como en las erupciones volcánicas o los choques de asteroides. Y todo ello es el dominio de la geología, que desafortunadamente algunos siguen identificando únicamente con interminables variedades de minerales de nombres largos y aburridos (al menos hasta que se sabe para qué sirve cada uno).

Definida como la ciencia y estudio de la materia sólida de un cuerpo celestial, lo que incluye su composición, estructura, propiedades físicas, historia y procesos que le dan forma, la geología es una disciplina de enorme amplitud que echa mano abundantemente, a su vez, de la física y la química. Así, la geología es esencial para minería, es ciencia auxiliar de la paleontología y la paleoantropología, es fundamental en los programas espaciales, se propone algún día poder predecir las erupciones volcánicas y los terremotos para salvar vidas y bienes, es fundamental para la industria de la construcción y ayuda a explicar el origen del universo, del planeta y de la vida.

No fue sino hasta el siglo XVII cuando se empezaron a sistematizar las observaciones acerca de la estructura y composición de nuestro planeta. Nicolaus Steno (o Niels Stensen), estudioso danés, sentó por entonces las bases de la geología científica, interés que nació cuando identificó como dientes de tiburón fosilizados a ciertas rocas, llamadas por entonces "piedras de lengua", a las que se atribuían orígenes fabulosos. Plinio el Viejo, por ejemplo, había afirmado que caían del cielo o de la Luna. Pero estas piedras, una vez explicadas, llevaron a Steno a enfrentar un verdadero misterio. Estos dientes se encontraban a veces dentro de otras piedras, así como había muchos objetos sólidos que se encontraban igualmente dentro de otros sólidos. Este fenómeno atrajo el interés de Steno no sólo hacia los fósiles, sino hacia distintos tipos de minerales, incrustaciones, cristales, vetas y esas aparentes placas o capas de roca que hoy conocemos como estratos. Para que haya un sólido dentro de otro, razonó, el sólido externo debe haber sido fluido en el pasado y solidificarse después. Sencillo, elegante... y a nadie se le había ocurrido.

Resultado de los estudios de Nicolaus Steno fueron los principios esenciales para entender nuestro planeta, principalmente la idea de que los estratos de la superficie terrestre se crean uno sobre otro, y que ninguno se podía crear debajo de otro ya existente, algo que hoy puede parecer obvio, pero que no lo era en 1669. Sobre esas bases, George Cuvier y Alexandre Brongniart formularon el principio de la sucesión estratigráfica de las capas de la Tierra. Descubrimos así que los estratos que podemos observar son el registro de la historia del planeta, y al conocer su antigüedad por diversos métodos físicos y químicos, conocíamos la de los objetos, como fósiles o restos de meteoritos, que se encuentran incrustados en ellos.

Durante el siglo XIX, la geología debatió intensamente un punto esencial: la edad de nuestro planeta. Los datos que se podían extraer de la Biblia sugerían que la Tierra (y el universo todo) tendrían unos 6 mil años de antigüedad, pero ya en 1779 el Conde de Buffon observó que la evidencia parecía indicar una antigüedad mucho mayor, idea apoyada seis años después por James Hutton. Pero no fue sino hasta el siglo XX cuando se contó con datos suficientes acerca de nuestro planeta para poder calcular su edad, con una certeza razonable, en unos 4.600 millones de años, aproximadamente la tercera parte de la edad del universo. La geología demostró además que los continentes no están fijos en la superficie terrestre, sino que se han movido en una deriva continental a lo largo de miles de millones de años. Esta sorprendente idea propuesta por Alfred Wegener en 1912 no fue demostrada de manera definitiva sino hasta la década de 1960, y dio pie a la tectónica de placas, según la cual la corteza superior de nuestro planeta, la litosfera, está dividida en 7 placas o fragmentos mayores y varios menores, que se mueven lentamente sobre un manto llamado astenosfera.

El área más novedosa de la geología es la astrogeología o geología de cuerpos celestes distintos de la tierra, disciplina fundada en 1961 por el geólogo y astrónomo Eugene M. Shoemaker (descubridor también del cometa Shoemaker-Levy 9, que chocó con Júpiter en 1994). En ella, lo que sabemos sobre los materiales que componen la tierra, sus procesos y reacciones, se aplica a lo que podemos observar de otros cuerpos celestes para determinar su composición y posible historia. La aplicación del conocimiento geológico a la superficie de Marte, por ejemplo, es esencial para determinar las posibilidades de que este planeta haya albergado vida en un pasado lejano.

La astrogeología demuestra que lo que ha ocurrido en nuestro planeta es consistente con lo que vamos descubriendo del resto del universo a nuestro alrededor mediante observaciones telescópicas y sondas como las enviadas a Marte, los Voyager o el Deep Impact que impactó con el cometa Tempel 1 en julio de 2006. Y el día en que una misión humana finalmente llegue a Marte, seguramente incluirá entre sus integrantes a un geólogo dispuesto a comprender cómo es el planeta rojo y qué fuerzas lo hicieron así.

Lo mucho que falta


El hombre ha viajado al fondo del mar y ha enviado sondas espaciales que ya han abandonado el sistema solar. Pero por cuanto a nuestro planeta, apenas hemos podido penetrar algunos kilómetros en su capa más superficial. La mina más profunda de la Tierra, la "Western Deep Levels", en Sudáfrica, tiene unos 4 kilómetros de profundidad, un rasguño minúsculo en el radio total de nuestro planeta, de unos 6370 kilómetros, y minúsculo incluso para los 100 Km. de espesor que tienen las placas tectónicas de la litosfera.

El conocimiento de lo que ocurre dentro de nuestro planeta se ha obtenido mediante observaciones indirectas, mediciones y cálculos, pero una sonda hacia las capas más profundas del planeta, resolvería numerosas cuestiones pendientes y, seguramente, abriría muchas nuevas interrogantes.

Altibajos del premio Nobel

Codiciados, criticados, dudosos, prestigiosos y a veces desprestigiados, los premios que estableció el inventor de la dinamita siguen siendo centro de atención tres meses al año.

El Museo Nobel en Estocolmo
(foto CC de Holger Ellgaard, vía Wikimedia Commons
Alfred Bernhard Nobel, químico sueco del siglo XIX, bien podía haber sido recordado principalmente como el inventor de la dinamita, como fabricante de armas y quizá, incluso, como hijo del inventor de la madera contrachapada. La dinamita original, el gran descubrimiento del químico nativo de Estocolmo, no es sino la mezcla de la nitroglicerina, explosivo altamente inestable, con tierras diatomáceas (es decir, arcilla con alto contenido de diatomeas, un tipo de algas unicelulares) que tienen la propiedad de estabilizar la nitroglicerina y volver más seguro y sencillo su manejo, transporte y aplicación. La adición posterior de otras sustancias y un conocimiento sólido de los explosivos traducido en más de 500 patentes que explotaba en sus propias fábricas le permitieron amasar una cuantiosa fortuna.

Pero hoy Nobel es más conocido por los premios que llevan su nombre. La leyenda cuenta que un diario francés recibió la noticia de la muerte del hermano de Alfred Nobel en 1888 y, creyendo que el fallecido era Alfred, la anunció con el titular "El mercader de la muerte ha muerto", agregando que el químico se había hecho rico encontrando formas de matar más gente más rápidamente que nadie en la historia. Esta visión de su obra y de la memoria que dejaría le afectó profundamente, y por ello decidió dejar la mayor parte de su fortuna en un fideicomiso para la entrega anual de un premio destinado a reconocer trabajos destacados en cinco áreas de la actividad humana: la física, la química, la medicina o la fisiología, la literatura y la promoción de la paz. El dinero que inició los premios era algo más de 4 millones de dólares de 1896, una verdadera fortuna a precios de hoy.

Sin embargo, el premio que empezó a concederse finalmente en 1901, cinco años después de la muerte de su fundador estuvo desde sus inicios sujeto a debates. El testamento de Nobel era bastante general, sólo una página, y dejaba algunos puntos en la oscuridad que han sido debatidos durante ya 105 años. Por ejemplo, Alfred Nobel no dejó claro si los premios de ciencia debían otorgarse sólo a la investigación pura o si pensaba también en la tecnología, pensando no sólo en galardonar a investigadores científicos, sino también a ingenieros y tecnólogos. Esta duda ha llevado a que, si bien no se premian los logros tecnológicos, tampoco se otorga el premio a los logros de ciencia pura, por grandes que sean, sino que se dedican a descubrimientos con alguna aplicación práctica. Precisamente por eso, Albert Einstein no recibió el Nobel por la teoría de la relatividad que revolucionó nuestra forma de ver el universo, sino por su más humilde descubrimiento del efecto fotoeléctrico que se aplica incluso en cosas tan cotidianas como las puertas de los ascensores.

En el caso de la literatura, la situación era aún más vaga por cuanto que Nobel hablaba de obras "idealistas", y esto se ha interpretó primero como un "idealismo" filosófico (opuesto al materialismo), aunque después se ha considerado el "idealismo" como "compromiso con los ideales", lo que ha permitido premiar a otro tipo de autores. Nobel hablaba de dar el premio por una sola obra especialmente influyente del año anterior, la Academia Sueca ha optado generalmente por distinguir el trabajo de toda una vida y no sólo un libro. Aún así, las exclusiones de personajes clave como León Tolstoi y Jorge Luis Borges han incidido en la credibilidad de los premios. Por su parte, el premio Nobel de economía instituido en 1969 y único que se otorga por un comité noruego, ha sido incluso más debatido, y los herederos de Nobel consiguieron que desde 2001 se llamara "en memoria de Alfred Nobel", distinguiéndolo así de los premios instituidos por su antecesor.

Pero, si bien como asunto humano sería casi imposible que el Premio Nobel no estuviera sujeto a todas las fragilidades de nuestra especie, incluidos los odios y aprecios personales, la política y las presiones individuales e institucionales, entre otros, ello no ha obstado para que el premio siga siendo considerado el más alto galardón en sus especialidades, y que incluso la presión social y mediática sobre los comités encargados de concederlos hayan permitido enderezar el curso en más de una ocasión.

El 10 de diciembre de 2006 será la ceremonia de entrega de los premios de este año.

Física: John C. Mather y George F. Smoot, cuyos descubrimientos acerca de la radiación de fondo que tiene nuestro universo permitieron consolidar la teoría del Big Bang como origen del universo.

Química: Roger D. Kornberg, por su trabajo sobre las bases moleculares que permiten que los genes que forman el ADN se comuniquen con el exterior del núcleo para la creación de proteínas y la realización de funciones celulares.

Medicina y fisiología: Andrew Z. Fire y Craig C. Mello, por su descubrimiento de la interferencia del ARN, uno de los mecanismos que controlan el flujo de información genética dentro de la célula desactivando genes específicos.

Literatura: Orhan Pamuk, por sus obras en las que se descubren "nuevos símbolos del choque y entrelazamiento de culturas".

Paz: Muhammad Yunus y el banco Grameen, en reconocimiento sus esfuerzos por crear desarrollo económico "desde abajo" al haber creado los microcréditos como forma de lucha contra la pobreza.

Economía: Edmund S. Phelps, por su trabajo sobre la curva de Phillips (la relación inversamente proporcional entre la inflación y el desempleo), la dinámica del desempleo a corto plazo y el concepto de la tasa natural de desempleo.

Los que lo rechazaron


Sólo dos personas han rechazado voluntariamente el Premio Nobel que les fuera concedido. El filósofo existencialista y escritor Jean-Paul Sartre se negó a recibir el premio de literatura que le fue concedido en 1964, argumentando que siempre había rechazado los honores oficiales. El líder Le Duc Tho, representante de Vietnam del Norte en las pláticas con Henry Kissinger que llevaron a los acuerdos de paz de 1973 en la guerra de Vietnam se negó a recibir el premio junto con Kissinger porque, pese a los acuerdos, en su país aún no había paz.

Pero otros lo han rechazado presionados por sus respectivos gobiernos. El nazismo impidió a los investigadores Richard Kuhn, Adolf Butenandt y Gerhard Domagk recibir oportunamente los premios de química y medicina en 1938 y 1939, e hizo lo mismo para que Otto Heinrich Warburg no recibiera su segundo premio Nobel de medicina (el primero lo obtuvo en 1931). Por su parte, el escritor ruso Boris Pasternak fue obligado por las autoridades soviéticas a rechazar el premio de literatura de 1958.

Malaria: una antigua maldición

Una enfermedad conocida de antiguo sigue cobrándose millones de víctimas en los países tropicales. Esta tragedia, tanto médica como humana y política, podría acabar muy pronto.

El cáncer (que es una clase de enfermedades más que una enfermedad en sí) mata a unos 7 millones de personas al año en todo el mundo. Es una afección que tiene la atención de los medios y en cuya curación, prevención y erradicación se invierten miles de millones de euros al año en todo el planeta. Por contraste, la malaria es una sola enfermedad que sin embargo afecta al 10% de la población humana y mata cada año a unos tres millones de personas y que sin embargo no es relevante en los medios y en la conciencia occidental, debido principalmente a que sus víctimas suelen ser habitantes de países de lo que solía llamarse "el tercer mundo", y que no es sino el mundo de la pobreza, y la mayoría de sus víctimas, alrededor de dos millones al año, son niños porque a edad temprana los seres humanos tenemos menos defensas contra el organismo causante de la malaria. Esto la convierte en una de las más comunes y mortales enfermedades infecciosas junto con el SIDA y la tuberculosis.

La malaria muy probablemente ha acompañado siempre al ser humano, y ya en el año 2700 antes de nuestra era, en China, se le documentó por primera vez. La provoca, con diversa severidad, la infección de una de cuatro especies de protozoario parásito del genus Plasmodium, el Plasmodium vivax, el falciparum, el ovale y el malariae. Estos parásitos, se nos suele enseñar en clase de biología, son transmitidos principalmente por la picadura de la hembra del mosquito anófeles. Los parásitos van primero al hígado, donde se multiplican sin causar síntomas durante hasta 15 días. Entonces, el parásito puede hacer dos cosas. Una es invadir de inmediato el torrente sanguíneo de la víctima, atacando los glóbulos rojos o hematíes y provocando síntomas que incluyen fiebre, anemia, escalofríos, dolor en las articulaciones, vómito, afecciones de tipo gripal, convulsiones y, en los casos más graves, un coma que puede ocasionar la muerte. La otra es entrar en un estado durmiente durante meses o, incluso, años, antes de activarse nuevamente. Se han visto así casos de personas que desarrollan la malaria incluso después de décadas de haber estado expuestos a la infección.

El estudio científico de la malaria data de los trabajos del médico militar francés Louis Alphonse Laveran, que en 1880 identificó al plasmodium como causante de la enfermedad. Poco después, en 1898, el británico Sir Ronald Ross probó que el transmisor (o "vector") de la enfermedad eran los mosquitos. Los primeros esfuerzos contra la malaria, antes de que existieran los antibióticos, se centraron en el control del vector, es decir, en los mosquitos, mediante el uso de mosquiteros, repelentes de insectos e insecticidas. Una acción especialmente eficaz fue la neutralización de los pantanos y otras aguas estancadas, que es donde los mosquitos depositan sus huevos y donde se desarrollan sus larvas hasta eclosionar como adultos. Así, por ejemplo, el relleno sanitario de pantanos y áreas húmedas, y la aplicación de petróleo en la superficie de las que no se podían rellenar (lo que impide que las larvas reciban oxígeno) se unieron a la fumigación para disminuir sensiblemente las muertes por malaria y fiebre amarilla entre los trabajadores del Canal de Panamá a principios del siglo XX.

La malaria, además, puede prevenirse o curarse con diversos medicamentos, el más conocido de los cuales es la quinina. Sin embargo, el uso indiscriminado de algunos de estos medicamentos, como la cloroquina, llevó a que el parásito desarrollara resistencia, exigiendo el desarrollo de nuevas sustancias capaces de controlar al protozoario. Y allí está una de las claves de la tragedia. Quienes viajan hoy desde países no tropicales hacia zonas donde existe la malaria, deben tomar diariamente medicamentos preventivos desde unos días antes de su viaje, durante todo el tiempo que dure éste y durante varios días, hasta 4 semanas, después de volver. Estos medicamentos tienen costos que puede absorber un viajero de un país opulento, pero que resultan prohibitivos para utilizarlos como preventivos para la población depauperada de las zonas donde la malaria es endémica. Incluso el más barato, la doxiciclina, tiene un costo de unos dos euros a la semana, prohibitivo para quienes viven con menos de un euro al día, ya no se diga la más eficaz combinación preventiva, la mezcla de atovaquone y proguanil, que cuesta más de 30 euros a la semana. Los medicamentos utilizados para tratar la malaria (algunos de los cuales son los mismos que los preventivos) tienen costos similarmente inaccesibles para quienes más los necesitan.

En estas condiciones, la única esperanza para los millones de víctimas potenciales de la malaria en América Central y Suramérica, en el África subsahariana, en el sudeste asiático y en el Pacífico Sur es una vacuna contra el protozoario responsable de la infección, que si bien no puede resolver el problema por sí misma, puede ser el detonante necesario para fortalecer la aplicación de las otras estrategias necesarias. Aunque con pocos fondos (empresariales, caritativos y públicos), hay esfuerzos en Australia, Estados Unidos y la Unión Europea, aunque no coordinados, y se han estado realizando pruebas clínicas en Mozambique, Gambia, Malí y Ghana que permiten hoy esperar que pueda haber una vacuna viable para 2010. Aunque esperanzadora, esta fecha implica tolerar, entretanto, la muerte de varios millones de niños más. Pero, más aún, el desafío que enfrentan los científicos que trabajan hoy en el desarrollo de las posibles vacunas contra la malaria tiene una peculiaridad que no es habitual en el mundo de los laboratorios: deben crear una vacuna que sea efectiva y segura, pero sobre todo que sea económicamente asequible para que realmente sirva como arma contra la enfermedad.

Una vacuna difícil


Las vacunas que solemos usar nos protegen, generalmente, contra virus, como el de la viruela o la poliomielitis, o contra bacterias, como la de la tuberculosis o la difteria. Los virus son organismos sumamente sencillos, mientras que las bacterias son mucho más complejas. Pero el protozoario responsable de la malaria es un parásito, lo que implica una mucho mayor complejidad como organismo, con ciclos de vida variables y una asombrosa capacidad de enmascararse y ocultarse para evitar la respuesta inmune del organismo al que infecta. Por ello, la primera y más compleja tarea ha sido conocer a fondo la estructura y comportamiento del parásito, sólo así se ha podido intentar la que será, de tener éxito, la primera vacuna contra un parásito que haya desarrollado la ciencia.

La obsesión marciana

Las peculiaridades del planeta más parecido a la Tierra en el sistema solar lo han mantenido en el centro del interés y de la búsqueda de verdadera vida extraterrestre.

Alrededor de Marte hoy orbitan cuatro naves espaciales, Mars Global Surveyor, Mars Odyssey y Mars Reconnaissance Orbiter, de la NASA, y el Mars Express Orbiter, de la Agencia Espacial Europea, además de albergar a dos exploradores de superficie, el Spirit y el Opportunity de la NASA. El esfuerzo por llevar estos aparatos hasta Marte expresa la fascinación que el planeta rojo ejerce sobre el ser humano.

Marte es uno de los objetos más brillantes que se pueden ver en el cielo nocturno. Descontando a la Luna, sólo Venus y, ocasionalmente, Júpiter, son más brillantes que Marte, que además tiene un distintivo color rojo debido al mineral de hierro abundante en su superficie. Ese color llevó a los antiguos babilonios a identificarlo con Nergal, su dios guerrero, lo que se retomó en Grecia, donde era Ares, y en Roma, donde se le dio el nombre del dios latino de la guerra, Marte. Aunque otras culturas le dieron otros nombres y por tanto otros significados, es el latino el que perdura hasta nuestros días en occidente.

El interés por marte se debe a muchos otros factores. Su tamaño es algo más de la mitad del de la Tierra, su día dura un tiempo similar al nuestro, la inclinación de su eje que le permite tener estaciones y su órbita alrededor del Sol (o año marciano), de unos dos años terrestres, lo convierten en el planeta más parecido al nuestro en el sistema solar, además de ser el más cercano a nosotros. El interés se disparó a partir de dos observaciones ya con telescopios. La primera fue la variación estacional: en el verano marciano, los casquetes polares disminuyen y aparecen zonas oscuras, lo que podía indicar la fusión del hielo y la aparición de zonas con vegetación, lo que implicaba la existencia de vida extraterrestre. La segunda, a cargo del astrónomo Giovanni Schiaparelli a fines del siglo XIX, fue que en la superficie marciana parecía haber canales, líneas que parecían artificiales, producto de ingenieros marcianos inteligentes y avanzados. Esto fue retomado y difundido por el astrónomo estadounidense Percival Lowell. Tales hipótesis fueron tomadas con entusiasmo por la ciencia ficción, y pronto se popularizó la idea de los "marcianos", de sus posibles visitas a la Tierra, de culturas, posibilidades e, incluso, los peligros que consagraría de modo definitivo H.G. Wells en su novela La guerra de los mundos.

Marte tiene muchos elementos que lo convierten en un objeto de interés, y que se siguen multiplicando conforme se estudia mas a fondo. Sus dos lunas, Fobos y Deimos, de forma irregular, son aparentemente meteoritos capturados por la fuerza gravitacional del planeta. Tiene la elevación montañosa más alta del sistema solar, el Monte Olimpo, un antiguo volcán de 27 kilómetros de altura, lo que equivale a más del triple de la altura del monte Everest, y el cañón más profundo de nuestro sistema, el Valle Marineris, de 4.500 km de largo, 200 km de ancho y una profundidad máxima de 7 km, imponentes cifras si se comparan con los 800 km de longitud, 30 km de ancho y profundidad máxima de 1,8 km del Gran Cañón del Colorado en Arizona.

Sin embargo, es la posibilidad de que Marte tenga o haya tenido vida la que más apasiona tanto a los científicos como al público en general. Aunque para la década de 1950 el uso de mejores telescopios demostró que los canales de Marte eran ilusiones ópticas, y en 1964 el Mariner 4 determinó que Marte carecía de vegetación, el conocimiento creciente acerca de este planeta sigue dejando abierta la posibilidad de que tuviera al menos alguna forma de vida muy sencilla o que, al menos, la hubiera tenido en el pasado. Por ejemplo, los casquetes polares marcianos resultaron no ser de agua, sino principalmente de bióxido de carbono (CO2) o "hielo seco", pero también se pudo determinar que la débil atmósfera marciana contenía rastros de oxígeno, considerado esencial para la vida, al menos tal como la conocemos en nuestro planeta. La mitología y el conocimiento se han ido apoyando así mutuamente para mantener el interés sobre Marte. La ilusión óptica de la "cara de Marte" aparecida en una fotografía del Viking I en 1976, que duró hasta que en 2001 fotografías con mayor resolución demostraron que no había tal cara, y el "meterorito marciano" cuyos aparentes rastros de bacterias fósiles se hicieron públicos a mediados de los 90, han sido combustible para este interés.

Es apenas ahora, con los aparatos de la Mars Express, que podemos decir con certeza que Marte tiene agua en forma de hielo que pudo haber estado en estado líquido, aunque ello habría ocurrido hace 4 mil millones de años. El Radar Avanzado de Marte para Sondeo Subterráneo e Ionosférico ha detectado en el último año y medio hielo de agua en muchas de las capas superiores de Marte, así como en las regiones polares e incluso, aunque esto está por confirmarse, hielo de agua a nivel superficial, en el cráter Vastitas Borealis. Otro aparato, un espectrómetro mineralógico, ha detectado arcillas que sólo se forman cuando hay una prolongada exposición al agua, que según los científicos podría haber fluído en Marte durante los primeros centenares de millones de años de la historia del planeta.

Si hubo agua líquida, pudo haber vida, aunque no la haya en la actualidad. Y si la vida pudo desarrollarse fuera de nuestro planeta, quizá no es una aberración, sino un acontecimiento que puede surgir y evolucionar comúnmente en otros lugares del universo. El significado filosófico y científico que tendría la confirmación de la vida en Marte es tan profundo que la pasión que despierta en nosotros el planeta rojo está más que justificada.

El Marte imaginario


Marte ha jugado un papel esencial en la ficción reciente. Desde la serie de "Barsoom" de William H. Burroughs, donde Marte alberga una cultura en decadencia que mezcla imperios antiguos y moderna tecnología hasta las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, que narran el final de la civilización marciana y la desaparición de sus melancólicos y poéticos habitantes. El planeta rojo ha resultado el recipiente ideal para verter en él los miedos, sueños e incluso protestas y propuestas sociales de numerosos autores. Pero también su humor. El caso más singular de la literatura marciana, es quizá el de los odiosos protagonistas de Marciano, vete a casa, de Fredric Brown, mil millones de marcianitos verdes que pueden entrar en cualquier casa, revelan los secretos íntimos de cada uno de nosotros, hacen comentarios desagradables y destrozan matrimonios, amistades y carreras políticas a diestro y siniestro. El Marte de ficción, aún sin tener relación con el planeta real, es sin duda un lugar apasionante y fascinante.