Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Cocina: gusto y ciencia

En estas épocas, cuando nos reunimos con la familia a comer, que no es otra cosa que la celebración de la abundancia que disfrutamos y deseamos seguir disfrutando en el año nuevo, vale recordar que la estirpe humana controló el fuego hace apenas algunos miles de años. La capacidad de tener fuego daba seguridad en las noches y calor en clima frío, pero también permitió cocinar alimentos que, de otra forma, no podían aprovechar nuestros ancestros. Sus dientes y mandíbulas, evolucionados a partir de los de primates arborícolas que comían hojas suaves y frutas, no estaban diseñados para arrancar la carne de los huesos de grandes animales y su aparato digestivo tampoco podía tratar trozos de carne tragado sin masticar que es la forma en que los consumen depredadores como los lobos y grandes felinos. Pero la carne cocinada era fácil de masticar y tragar, y de ella nuestro aparato digestivo podía extraer muchos más nutrientes. Sin contar con que la carne asada en el fuego tiene un gusto mucho mejor que la carne cruda.

Para muchos paleoantropólogos, este paso que representó para nuestra especie la gran oportunidad de hacer evolucionar un cerebro complejo, que demanda grandes cantidades de nutrientes para formarse y mantenerse. El excedente proteínico y de grasas de la carne sería así el detonador de la inteligencia humana junto con el fósforo procedente del consumo de pescados y mariscos que tampoco habían estado en la dieta de los primeros humanos.

¿Por qué ocurre esto? Al cocinar la carne, las moléculas de proteína se "relajan" de su forma apretadamente enrollada en espiral alrededor de otras moléculas, separándose entre sí para después recombinarse con otras moléculas o coagularse formando paquetes que nuestro aparato digestivo puede aprovechar. Al mismo tiempo, la grasa responsable del sabor, se funde y dispersa por la carne, se evapora parte del agua que contiene la carne. Además, los aminoácidos y las azúcares de la carne expuestos a la mayor cantidad de calor (generalmente los de la superficie), experimentan la llamada Reacción Maillard, un proceso químico similar a la caramelización que crea el sabroso dorado de la carne y es responsable igualmente del tostado del pan y otros productos de masa, procesos como la fermentación de la cerveza y el whisky, y el tostado del café. Finalmente, el colágeno de la carne se funde convirtiéndose en gelatina.

Comer bien pasó pronto de significar “comer suficiente” para nutrirse a comer alimentos que proporcionaran placer al paladar, y en el 330 antes de nuestra era aparece el primer libro de cocina y guía gastronómica, el primer antecedente de la Guía Michelin, un poema didáctico y humorístico del escritor griego Arquestratos de Gela, intitulado Vida de lujos, que señala los alimentos más sabrosos, el orden de su consumo y dónde obtenerlos, con algunos detalles de su preparación. La gastronomía se volvió así parte esencial de la cultura, desde los platos más complicados y selectos hasta el humilde pan, presente en todas las culturas en formas muy distintas, desde el baozi chino hasta el lavash armenio, la pitta árabe, las arepas venezolanas y las tortillas o tortitas mexicanas.

El pan se puede definir, en todos los casos, como resultado de cocinar una mezcla de granos molidos y agua. Algunos llevan polvo de hornear (bicarbonato de sodio) o levaduras, que son hongos unicelulares que se alimentan de las azúcares que contiene la harina para fermentar la masa y hacer que el pan se levante y se vuelva esponjoso y delicado. Tanto el polvo de hornear como las levaduras liberan bióxido de carbono que crea las burbujas en la masa que se convierten en la textura del pan. Las burbujas de bióxido de carbono son contenidas por el gluten de la harina, que se hace flexible y fácil de estirar mediante el amasado, de modo que se llena con miles de burbujas de bióxido de carbono. Finalmente, el almidón de la masa libera azúcares y fortalece al gluten además de absorber agua durante el horneado.

Ciertamente, durante gran parte de la historia humana, no sabíamos lo que comíamos, y nos guiábamos sólo por el gusto y un cierto empirismo, además de las consejas populares, con frecuencia muy desacertadas, pues si bien en todo momento se tuvo claro que hay relación entre la alimentación y la salud, el tipo de relación y sus causas son conocimientos relativamente recientes. Así, por ejemplo, los romanos utilizaban como endulzante de su vino la “sapa”, un mosto de uva que se convertía en jarabe hirviéndolo. Cuando se le hervía en recipientes de plomo como lo sugerían muchos autores, se producía acetato de plomo, llamado también “azúcar de plomo”, un endulzante con todas las propiedades venenosas del plomo, que se mezclaba con la sapa. Esto, así como el uso medianamente extendido de tuberías de plomo para abastecer de agua a Roma, ha llevado a que algunos estudiosos sugieran que la locura de emperadores como Nerón y Calígula, el descenso en la natalidad en los últimos años del esplendor imperial, y las decisiones cuestionables que en su conjunto contribuyeron fuertemente a la decadencia del imperio romano, fueron producidas por saturnismo, nombre que se da al envenenamiento por plomo que, se sabe, es causante tanto de alteraciones neurológicas como de infertilidad. Situaciones así, de conocerlas, seguramente nos ayudarían a explicar la caída de muy diversas culturas.

La cultura gastronómica, que hoy parece estar al alza, se está beneficiando cada vez más de la investigación científica sobre los procesos fisicoquímicos que ocurren en nuestras cocinas, en el horno, en la cazuela o en la nevera. Algunos mitos han caído en el proceso, mientras que otros se han validado, pero al unirse la ciencia al arte en las cocinas, lo que seguramente mejorará será la parte realmente subjetiva del buen comer: el disfrute de su consumo, como lo hemos vivido en estas fechas festivas.

Geografía y alimentación


En la Alta Edad Media se fijaron las pautas de alimentación que hoy podemos seguir apreciando en Europa. La zona norte, con clima frío, abundante leña, espacios suficientes para mantener grandes hatos de ganado lechero y la dificultad de acceder al comercio exterior, creó la cocina de fogata encendida todo el día, asado en espita sobre las llamas y calderos suspendidos sobre el fuego donde se preparaban espesos potajes, salsas y sopas de prolongados tiempos de preparación, empleando como grasa generalmente la mantequilla. La zona del Mediterráneo, con su abundancia de olivos, escaso combustible, clima más benévolo y acceso a productos de oriente, generó una cocina más ligera, rápida de hacer, donde la grasa para cocinar es el aceite de oliva y las principales herramientas son la sartén y la cacerola. Vaya, la diferencia entre el pescado frito y la fabada.

La ciencia en 2007

Resumir la ciencia de todo un año es cada vez más difícil por la velocidad y diversidad de los avances, y ni siquiera los expertos saben si una noticia será o no trascendente en el futuro. Así, esta selección de algunas noticias prometedoras en distintos campos del conocimiento es, forzosamente, subjetiva y corre el riesgo de omitir lo que, en el futuro podría demostrar haber sido el punto más relevante de la ciencia este año.

Diversos equipos científicos consiguieron crear células madre pluripotentes a partir de células de la piel humana. Si estos conocimientos se convierten en técnicas comunes de laboratorio, habrá desaparecido una de las fuentes principales del debate que han emprendido diversas jerarquías religiosas contra quienes estudian las células madre procedentes de embriones humanos y pretenden utilizarlas para curar las más diversas enfermedades. En una noticia relacionada, científicos británicos consiguieron obtener tejido de una válvula cardiaca a partir de células madre procedentes de la médula ósea, con la esperanza de poder construir válvulas cardiacas para trasplantes a la medida de cada paciente.

Un grupo de astrónomos informó de la mayor explosión estelar, o supernova, jamás observada. Por primera vez, los científicos vieron la violenta muerta de una estrella entre 100 y 200 veces más grande que nuestro Sol, lo que ayudará a entender el desarrollo de las estrellas en los primeros tiempos del universo.

Un cráneo de alrededor de 36.000 años de antigüedad hallado en 1952 fue estudiado con las nuevas técnicas al alcance de la paleoantropología y demostró ser la primera evidencia fósil de una de las más viables hipótesis del origen del hombre, la que sitúa la aparición de nuestra especie en el África Subsahariana, de donde partió hace entre 65.000 y 25.000 años para poblar el planeta.

Los avances derivados de la secuenciación del genoma humano dominaron 2007. Por primera vez este año ha sido posible hacernos un sencillo estudio para determinar nuestros orígenes genéticos, algo antes inimaginable. Igualmente, el estudio de pequeñas variaciones genéticas llamadas polimorfismos nucleótidos únicos ha permitido estudiar a grupos de personas con y sin ciertas enfermedades, y saber qué variaciones genéticas, en su caso, se relacionan con alguna enfermedad, como los de la diabetes tipo 2 identificados en 2007. Hoy es fácil conocer las diferencias genéticas entre cada individuo, lo que abre la puerta para la medicina genómica personalizada, adaptada a las características de cada uno de nosotros, a nuestro potencial y limitaciones genéticos.

Un aspecto seguramente inolvidable del año que termina fueron las desafortunadas declaraciones del Premio Nobel James Watson referentes a cierta “inferioridad” de los africanos comparados con un “nosotros” indefinido. Los comentarios le costaron a Watson el rechazo y la jubilación anticipada, pero la ironía definitiva fue que, poco después, un análisis realizado al genoma del científico demostró que éste tenía un muy elevado 16% de genes africanos, lo que lo habría calificado, según muchas leyes raciales del pasado, como negro, o al menos un científico afroamericano.

Diez libros para navidad

Guía del cielo 2008, Pedro Velasco y Telmo Fernández, Espasa (Barcelona) 2007. Es común la publicación anual de almanaques astronómicos que sirven a los especialistas a estar al tanto de las fechas de eclipses, solsticios, lluvias de estrellas y otros fenómenos de su interés. Lo que hace muy especial a este almanaque es que está dirigido al público en general, tanto así que se presenta como una guía para la observación del cielo a simple vista, de modo que no hace falta ningún aparato para realizar una serie de observaciones astronómicas, como se hizo durante milenios antes de la invención del telescopio.

La historia de El origen de las especies de Charles Darwin, Janet Browne, Debate (Barcelona) 2007. Historiadora de la ciencia y una de las máximas expertas en Darwin, cuya correspondencia editó, Janet Browne aborda una verdadera biografía de este libro que, en más de un sentido, cambió el mundo. Desde la concepción de la idea por parte de Darwin hasta la publicación y el debate que la rodeó, en el que Darwin guardó silencio mientras Thomas H. Huxley actuaba como defensor público de la teoría de la evolución, llegando al debate actual de los creacionismos antidarwinistas, Janet Browne condensa la historia de un libro único.

Ciencia a la cazuela, Carmen Cambón, Soledad Martín y Eduardo Rodríguez, con un prólogo de Ferrán Adriá, Alianza Editorial, 2007. En medio del furor por la cocina que está viviendo gran parte del mundo, aparece este volumen dedicado a dar al público una introducción a la ciencia a través de la cocina. Así, los autores, especialistas en áreas como química, bioquímica y biología, explican clara y detalladamente los fenómenos que ocurren continuamente cuando cocinamos, y permiten ver la cocina como un laboratorio de física y de química, así como realizar prácticas y ver los principios en acción.

El viaje del hombre: una odisea genética, Spencer Wells, Océano, México-Madrid 2007. En sólo 60.000 años, los descendientes de un solo homínido que vivió en África, el verdadero “Adán" de la evolución, hemos cubierto el planeta y desarrollado una gran diversidad de tallas, colores y otros elementos externos que permiten que sobreviva la esencia misma de lo que es la humanidad. La epopeya de la evolución humana desde el punto de vista de la genética se convierte en el relato de un viaje apasionante, realizado, de una u otra manera, por todos nosotros.

El espejismo de Dios, Richard Dawkins, Espasa-Calpe, Madrid, 2007. En este libro, Richard Dawkins expone con rigor metodológico, lo que la ciencia, el conocimiento y la experiencia nos dicen acerca de la posibilidad de la existencia de alguna deidad en nuestro universo, y relata la contraposición que históricamente se ha desarrollado entre la ciencia y las religiones, el conocimiento y las creencias, resumiendo los argumentos del agnosticismo lógico. Los no creyentes encontrarán a un brillante coequipero en este libro, y los creyentes podrán entender esa forma distinta de ver el mundo de quienes no creen en ninguna deidad.

El ecologista escéptico, Bjorn Lomberg, Espasa-Calpe, Madrid, 2005. Este “clásico instantáneo” ha originado incesantes debates por poner en tela de juicio algunos de los supuestos más extendidos sobre el medio ambiente mundial. El autor, antiguo miembro de Greenpeace, afirma que se exagera sobre algunos aspectos del calentamiento global, la sobrepoblación, la disminución de los recursos energéticos, la deforestación, la pérdida de especies, la escasez de agua y otros problemas que carecen de un análisis sólido de los datos relevantes. Publicado en danés en 1998, es imprescindible para entender el debate ecológico actual.

El mundo y sus demonios, Carl Sagan, Planeta, 2005. Quinta edición del último libro de Carl Sagan publicado en vida del autor, cuyo subtítulo en inglés, “la ciencia como una vela en la oscuridad” define con exactitud el volumen y su vigencia once años después de su publicación. Más que ningún otro de sus libros, éste es una apasionada invitación a conocer y usar el método científico y el pensamiento crítico y cuestionador. El autor afirma: “La ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una forma de pensar”, y considera fundamental que el público en general la conozca para no ser rehén de los que detentan la tecnología.

¡Bang!, Brian May, Patrick Moore, Chris Lintott, Ed. Crítica, Barcelona, 2007. No es frecuente tener un libro de cosmología firmado por una estrella de rock como Brian May, guitarrista de “Queen”, que estuvo a punto de doctorarse en astronomía y ha seguido promoviéndola. En este libro, los conocimientos de los dos conductores del programa mensual de la BBC The Sky at Night (El cielo de noche), escriben con el famoso músico un libro destinado a popularizar de la forma más clara y divertida, pero profunda y detallada, la historia de nuestro universo y de nuestro conocimiento sobre él.

La saga humana, Juan Luis Arsuaga, EDAF, Madrid, 2006. Complemento ideal de El viaje del hombre, este libro, el cuarto escrito por el codirector de los trabajos de excavación de Atapuerca, retoma el relato de la historia de la humanidad y sus ancestros y parientes, como el hombre de Neanderthal, y cómo era el mundo en las distintas épocas en las que vivieron, desde otra perspectiva, la de la paleoantropología y el conocimiento de las culturas que se han sucedido en el tiempo, todo en forma de un atractivo álbum de imágenes creadas con atención a su belleza tanto como a la veracidad de sus representaciones según la reconstrucción paleoantropológica.

Monstruos, Eduardo Angulo, 451 editores, Madrid, 2007. El público siempre ha querido leer relatos de monstruos, y así lo demuestran los “libros de maravillas” tan demandados en la Edad Media y el Renacimiento, donde se contaba la existencia de todo tipo de seres inverosímiles, humanos y animales de formas fabulosas. El avance de la ciencia, sin embargo, ha relegado a los monstruos al terreno de la llamada “criptozoología”, seudociencia que afirma estudiar animales cuya existencia no está demostrada. Raras veces la criptozoología es abordada por científicos capaces de separar los mitos y los hechos y arrojar luz sobre el conglomerado de creencias que se refieren, por igual, al monstruo del Lago Ness, al Yeti, al Bigfoot y al Kraken. Eduardo Angulo, profesor de biología en la Universidad del País Vasco, aborda la tarea con conocimiento de causa y pasión por estos seres míticos y por quienes se ocupan de ellos. Sin dejar de lado el rigor científico, Angulo relata con habilidad y gusto, involucrando al lector en las historias que se van desarrollando acerca de los monstruos que todavía la imaginación humana se plantea que puedan existir en este mundo tan explorado y en el que las maravillas de la biología no suelen ser tan espectaculares como un plesiosaurio sobreviviente de la extinción de hace 150 millones de años. El libro se complementa con una serie de magníficas ilustraciones que cuentan la visión humana de esos seres maravillosos que, incluso no existiendo en realidad, viven en los espacios de la más viva fantasía humana.

La biología de las sociedades

Desde las sencillas colonias coralinas hasta sociedades jerarquizadas como la de los lobos, unirse en algún tipo de sociedad parece una tendencia natural de la vida.

Todos nosotros somos, individualmente, la suma de los billones de células que componen nuestro cuerpo y que están diferenciadas para cumplir funciones específicas. Somos un buen ejemplo de que a los individuos les conviene vivir en sociedad.

La vida comenzó, según sabemos, con seres unicelulares que poblaron en solitario el planeta desde hace unos 4.500 millones de años, hasta hace unos 1.200 millones de años, cuando se dio el singular paso de los seres unicelulares a los multicelulares. Este revolucionario cambio lo conocemos por un alga roja que es el fósil multicelular más antiguo que hay hoy. Como esta transformación ocurrió en una época en la que los organismos prácticamente no tenían estructuras rígidas, el registro fósil es escaso y este paso sigue siendo un enigma para nosotros. Los científicos han propuesto varias hipótesis de cómo ocurrió, posibles explicaciones que no son excluyentes, sino que, probablemente, fueron distintos caminos que siguió la vida en distintos momentos para llegar a los seres complejos. Así, los seres multicelulares podrían provenir de la simbiosis entre seres unicelulares de distintas especies, colaborando y dividiéndose el trabajo, como ocurre en los líquenes, o bien podría ser que los seres unicelulares crearan compartimientos en el interior de sus células que se fueron convirtiendo asimismo en células, mientras que el tercer camino posible implica la unión de seres unicelulares de la misma especie, empezando como colonias del tipo de los corales, para que paulatinamente se diera la especialización de las células en distintas tareas vitales para la totalidad del organismo.

Muy pronto, los seres multicelulares descubrieron que ellos también podían unirse en sociedades o grupos, de modo que su complejidad como organismo se multiplicó en otro nivel: la asociación con otros seres de su propia especie o de otras especies, con grandes ventajas para la supervivencia pero que, al mismo tiempo, abren todo un nuevo abanico de posibilidades de conflicto. Para crear una sociedad no es necesario siquiera que los integrantes puedan identificarse individualmente, basta con que los demás los puedan identificar como miembros del grupo. Tal es el caso de las sociedades de insectos como las hormigas, las termitas o las abejas. Las señales químicas forman la identidad del grupo, y señales distintas o desconocidas pueden provocar el rechazo o, incluso, los ataques. En las sociedades de ratas esto se hace evidente con un peculiar experimento: se toma a una colonia de ratas y se divide en dos que no tienen contacto durante largo tiempo, de modo que el olor de cada grupo cambie de modo distinto. Al volverlas a reunir, no se reconocen como antiguas compañeras, sino que atacan a las del otro grupo como adversarios y competidores en la explotación de los recursos que necesitan para sobrevivir y reproducirse.

Las sociedades pueden dar cobijo a sus miembros si ocupan el lugar de presas, como ocurre en el caso de cebras, bisontes o búfalos, obligando, por la presión de selección, a que los depredadores se concentren en los animales más débiles. De una parte, esto implica la selección de los animales viejos o enfermos, dejando mayores recursos para los componentes sanos y jóvenes de la manada, y de otra exige mayores cuidados maternos para unas crías que son, también, bocado favorito de los depredadores. Esto se muestra claramente en sociedades muy complejas como las de babuinos y otros primates de la sabana. Al estar amenazados por el ataque de un depredador, como sería un leopardo, la banda de monos se organiza en una serie de círculos concéntricos: en el anillo exterior, los viejos y fuertes líderes de la banda, después los jóvenes machos y las hembras sin crías y, en el centro, protegidas al máximo, las hembras y las crías del grupo, que gozan de la mejor seguridad, pues resultará muy difícil que un depredador llegue hasta ellas. Otro caso diferente es el de las sociedades de cazadores o depredadores, como los lobos y los delfines, que utilizando complejas pautas de comportamiento, división del trabajo y relevos consiguen hacerse entre todos con grandes presas cuya cacería no se podría plantear un individuo por sí mismo.

Pero las sociedades desarrollan también un elemento que parecería ir a contracorriente de los intereses evolutivos de la especie, el comportamiento desinteresado al que conocemos como "altruismo". El altruismo ciertamente incrementa el bien de un individuo a costa del bien de otro que se "sacrifica" disminuyendo incluso sus propias posibilidades de supervivencia. Esto parece un contrasentido, pero no lo es en términos del grupo completo y de la supervivencia del mismo, de modo que resulta evolutivamente útil para la cohesión y fuerza del grupo, y en último caso para los propios individuos que hoy hacen un sacrificio pero mañana pueden beneficiarse del altruismo de otros si éste se ha vuelto parte de su comportamiento genéticamente determinado o condicionado. Comer menos para darle de comer a un miembro debilitado del grupo puede ser un involuntario seguro de vida para cuando nosotros suframos una enfermedad o herida, lo cual redunda en beneficios para todos.

El estudio de las complejas sociedades humanas acude, como referencia, a los estudios sobre las sociedades animales. Con el tiempo hemos aprendido que algunos comportamientos aparentemente complejos, como el avance de una columna de hormigas, o los movimientos de una bandada de aves o una mancha de peces, responden a reglas más sencillas de lo que suponíamos antes. Pero en general, la complejidad de la cultura sobrepuesta a nuestro sustrato genético hace que sigamos muy lejos de comprender en profundidad la vida social de los humanos. Pero lo indudablemente cierto es que la estudiamos en grupo, en esa sociedad de búsqueda del conocimiento que llamamos ciencia.

El cuidado de los ancianos

El cuidado de los ancianos existe en el linaje humano desde hace al menos 1,77 millones de años de antigüedad. En 2005 se halló en el Cáucaso el fósil de un individuo completamente desdentado de bastante más de 40 años de edad, una verdadera ancianidad en su especie. Los paleoantropólogos han determinado que perdió la dentadura años antes de morir y, por tanto, no podía haber masticado la carne y los vegetales fibrosos que, se sabe, componían la dieta de su grupo. Alguien, su tribu, clan o, si lo prefiere usted, manada, cuidó de él, moliendo o masticando sus alimentos y conservándolo en el grupo en vez de sacrificarlo como hacen, inadvertidamente, las manadas de presas. Una lección de casi dos millones de años sobre el valor de las personas mayores.

Usted también es científico

La idea de que “la ciencia es difícil” está tan difundida que no nos damos cuenta de que todos nosotros aplicamos el método de la ciencia a nuestra vida diaria.

Quizá la culpa sea de las matemáticas. Ya sea por deficiencias en nuestros sistemas educativos o por alguna cuestión inherente al común de los seres humanos, para la mayoría de nosotros resulta difícil manejar el nivel de abstracción matemática a niveles por encima de la trigonometría y la geometría analítica, y este rechazo a una asignatura difícil se ha trasladado hacia toda la actividad científica porque, en mayor o menor medida, la ciencia utiliza como lenguaje precisamente las matemáticas. La conclusión a la que llegan muchas personas es que la ciencia es en sí una práctica difícil y los científicos personajes que hablan en un idioma poco comprensible para la mayoría de nosotros, aunque, por otro lado, lo mismo se podría decir del fútbol de alto nivel, de su práctica y de su lenguaje especializado. Pero, en realidad, las bases de la ciencia son algo que usamos día a día todos nosotros. Aplicamos sus métodos, razonamientos y procedimientos para enfrentar el mundo que nos rodea y superar sus desafíos. Ciertamente no podemos aspirar al premio nobel, pero también podemos jugar al fútbol sin aspirar al balón de oro.

La ciencia no es sino un método de adquirir conocimiento sobre el mundo que nos rodea, y no ha sido en modo alguno el único empleado por el ser humano. Para entender su valor, vale la pena recordar que el método científico sustituyó a las intuiciones, de la escolástica, que consideraba verdad, a modo de dogma, cuanto hubieran dicho o escrito los clásicos griegos y la Biblia, y pretendía llegar al conocimiento solamente mediante un razonamiento intuitivo apoyado en la autoridad de los grandes autores y en las verdades aceptadas. Así, una pregunta como “¿cuántas patas tiene una mosca?” se resolvería, antes del método científico, es decir antes del renacimiento, buscando fuentes de autoridad que mencionaran este dato. Así, daríamos con la famosa afirmación de Aristóteles de que las moscas tienen ocho patas. Si encontráramos algún otro autor que dijera lo contrario, deberíamos razonar dialécticamente y acudir a nuestra intuición o sentido común para resolver la contradicción. Pero, como ningún autor decía lo contrario, la humanidad occidental vivió cientos y cientos de años convencida de que las moscas tenían ocho patas. Si además el hecho podía sustentarse en la Biblia, quedaba convertido en verdad religiosa, y si alguien osaba contarle las patas a una mosca y veía que sólo tenía seis, lo más conveniente para su integridad y la de su hacienda habría sido concluir que esa mosca había perdido dos patas y declarar que dicho animalillo tenía, como dijo Aristóteles, ocho patas.

Evidentemente, en este método no importa tanto la verdad como la opinión compartida o generalizada, es decir, la creencia más aceptada, y la observación del mundo se veía siempre filtrada por lo previamente dicho por las autoridades y libros importantes. Este método fue el que se sustituyó por una serie de procedimientos nacidos para conocer la realidad directamente, y que hoy conocemos como el “método científico”.

Supongamos que tenemos un aparato desconocido del que no tenemos el manual (o, simplemente, no estamos por la labor de leer el manual, que es lo más frecuente). Para enfrentarlo, lo primero que haremos será observarlo y buscar aspectos de él que tengan similitud con otros aparatos de nuestra experiencia. Si tiene un botón con un círculo (O) y una línea vertical (|), lo reconoceremos como un interruptor de alimentación, y podemos concluir con cierta certeza que con él podemos encender o apagar el aparato. Veremos si tiene compartimiento para pilas, y en caso afirmativo comprobaremos que estén en buenas condiciones, o bien si tiene cable de alimentación, y si está enchufado correctamente. Con base en esas observaciones, podemos emitir una conjetura razonable, una hipótesis: que al pulsar el interruptor, el aparato se encenderá. A continuación, podemos poner a prueba nuestra hipótesis o experimentar: pulsamos el botón y vemos qué pasa. Si se enciende, podemos concluir que efectivamente ese botón es el encendido y, sobre todo, podemos predecir que en el futuro pulsarlo alternará al aparato entre los estados de encendido y apagado, si todos los demás elementos se mantienen iguales.

Todo ello es, sin más, ciencia pura. La observación sustentada en la experiencia, la hipótesis, la experimentación y la predicción son elementos comunes en la ciencia, aunque haya algunas disciplinas, como el estudio de la astronomía y la cosmología, que no se prestan a la experimentación, y que deben someter a prueba sus hipótesis echando mano de observaciones abundantes y modelos matemáticos. Pero ni siquiera en el pasado los seres humanos se atuvieron a métodos no científicos. Así, aunque la actividad agrícola o ganadera podían tener elementos no científicos, la experiencia pasada y la observación de los hechos eran fundamentales, ya que de ellos dependía la supervivencia del grupo. La astronomía, la botánica y la genética tienen sus fundamentos en las labores humanas destinadas a la alimentación.

Definir las cuestiones, obtener información sobre ellas mediante la observación directa o indirecta, crear hipótesis, experimentar, analizar e interpretar los resultados para confirmar o desechar las hipótesis y reiniciar el ciclo a la luz de los nuevos conocimientos no es sino lo que hacen los científicos en todos los laboratorios del mundo. Es lo que hacemos al aplicar nuestro conocimiento en la cocina, en la conducción de autos o en el aprendizaje de nuevas habilidades y capacidades para nuestra vida. Es precisamente por ello, porque es un método adecuado, que nos permite obtener conocimientos certeros, que el método científico funciona efectivamente para ir conociendo nuestro mundo, eso que hacemos todos.

La replicación en ciencia

Las conclusiones a las que llegan los científicos, sobre todo cuando son en extremo revolucionarias, son puestas a prueba por otros científicos. Es por ello que los artículos o papers científicos son tan tremendamente detallados en cuanto a los pasos dados, se trata de que su experiencia pueda ser replicada por cualquiera que lo desee. Porque, pese al cuidado que se pueda tener, cualquiera, científico o no, puede hacer una observación equivocada, un experimento no válido o interpretar incorrectamente los datos. Pero al ser una labor colectiva, la ciencia, como ninguna otra disciplina, está sujeta a su constante autocorrección y afinación por parte de las demás personas que se ocupan de su estudio, algo que sin duda a veces convendría que ocurriera en otras facetas de nuestra vida.