Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Rarezas y sorpresas en el cielo

Uno de los primeros anuncios científicos de este año estuvo a cargo, de nuevo, de observaciones realizadas por el telescopio espacial Hubble. La astrónoma Duilia de Mello anunció que con el Hubble se habían descubierto inesperadas “burbujas azules”, cada una con un peso de decenas de miles de veces la masa de nuestro Sol, en el punto donde tres galaxias chocaron hace unos 200 millones de años. Acercándose, el Hubble vio que eran grupos de hasta 20.000 estrellas cada uno, y algunas de sólo 10 millones de años (nuestro Sol, por comparación, tiene una antigüedad de 4.600 millones de años). Hasta este momento, los astrónomos consideraban que el gas en los bordes de la galaxia no era lo suficientemente concentrado como para disparar la creación de estrellas, además de poder haber jugado un papel relevante en los primeros tiempos de nuestro universo. Es la última (hasta hoy) rareza que nos ofrece el universo en el que vivimos.

Al mirar al cielo, los que tenemos poca experiencia en la observación de cuanto ocurre sobre nuestras cabezas podemos extrañarnos –e incluso alarmarnos- al ver ciertos fenómenos que son, sin embargo, totalmente naturales. En su día, incluso cuando ya se podían predecir, los eclipses de sol y de luna eran dotados de significados mágicos, sobrenaturales y con frecuencia temibles, y más grave era la situación de los cometas, cuya aparición no es fácilmente predecible (salvo los casos excepcionales de cometas de apariciones periódicas en relativamente poco tiempo, como el Halley, que vuelve a pasar cerca del sol cada 75-76 años). En prácticamente todas las civilizaciones los cometas eran augurio de calamidades diversas.

No fue sino hasta que se inventó el telescopio y se desarrolló la comprensión del universo a partir de las ideas de Nicolás Copérnico que empezamos a entender genuinamente algunos aspectos del espacio que nos rodea, y con ello empezamos a encontrarnos con objetos que fueron, todos, rarezas en su momento. Las manchas del sol y las lunas de Júpiter, dos descubrimientos de Galileo, simplemente cambiaron de golpe y para siempre la idea del cosmos como un lugar que reflejara uno u otro esquema mitológico o religioso. Ideas falsas pero atractivas como la de la “música de los astros” y la relación geométrica entre las órbitas de los planetas quedaron atrás rápidamente. Entendimos que otros planetas pueden tener satélites, que nuestro sol es una estrella y que otras estrellas pueden tener planetas, que las estrellas se agrupan en galaxias de distintas formas y características y, sobre todo, vimos los enormes alcances de nuestra ignorancia, lo mucho que nos quedaba por saber sobre nuestro universo. Para seguir conociéndolo, a los telescopios de luz visible se añadieron otras herramientas como los radiotelescopios, los telescopios de infrarrojos y de microondas, los telescopios que huían de las distorsiones causadas por nuestra atmósfera para hacer observaciones más precisas desde una órbita alrededor de la Tierra.

Con todas estas herramientas la humanidad ha confirmado la visionaria afirmación realizada en 1927 por el brillante genetista y biólogo evolutivo J.B.S. Haldane: “No tengo dudas de que en realidad el futuro será muchísimo más sorprendente que cualquier cosa que yo pueda imaginar. Ahora, mi propia sospecha es que el universo no es sólo más extraño de lo que suponemos, sino que es más extraño de lo que podemos suponer”, y lo ha hecho encontrando asombrosas rarezas en el universo, objetos enormes, reales y que nos permiten hacernos muchas nuevas preguntas.

En 1950, se empezaron a descubrir fuentes de radio que no tenían un objeto visible correspondiente. Pero no fue sino hasta 1962 que se encontró la primera contraparte visible de estos extraños objetos, bautizados en 1964 como “cuásares”, objetos cuasi estelares. Siguió a esto la búsqueda de una explicación a su enorme potencia pese a su enorme lejanía cósmica, lo qeu se logró en 1970, y en 1979 se demostró mediante observación que las emisiones de los cuásares sufrían el efecto de “lente gravitacional” predicho por la relatividad einsteiniana. Hoy, hay consenso en considerar, salvo nuevos datos, que los cuásares son los discos de acreción o acumulación de materia que existen alrededor de los agujeros negros supermasivos presentes, al parecer, en todas las galaxias, o en la mayoría de ellas.

En 1967, en un observatorio británico, Jocelyn Bell y Antony Hewish detectaron en los rastros de datos del radiotelescopio una señal de radio que era perfectamente regular en su duración, el ciclo de su repetición y su procedencia. La primera idea que tuvieron fue que se trataba de ruido aleatorio, pero pronto vieron que no podía serlo y propusieron como otra explicación que la señal podría ser un radiofaro o una comunicación de una civilización extraterrestre, de modo que llamaron al emisor de la señal LGM-1, donde LGM son las siglas de Little Green Men, pequeños hombres verdes, tomándose un poco a chanza la posibilidad que ellos mismos sugerían. Pronto se determinó, sin embargo, que era otra cosa. Los astrónomos Thomas Gold y Fred Hoyle sugirieron que se trataba de una "estrella de neutrones" que giraba rápidamente. La idea de una estrella formada principalmente por neutrones, como resultado de la explosión de una estrella masiva en el cataclismo estelar que conocemos como supernova, había aparecido apenas en 1934. Los estudios demostraron, finalmente, que LGM-1 era efectivamente una estrella neutrónica girando rápidamente (una vez cada 1,377 segundos) y su movimiento era el responsable de la señal pulsante, por lo que se dio el nombre de pulsares a este tipo de estrellas que hoy sabemos que son la mayoría de las estrellas neutrónicas.

Y podemos estar muy seguros de que, al paso del tiempo, encontraremos rarezas que dejarán atrás los sueños de la ciencia ficción, en un universo extraño pero fascinante.

Una idea convertida en realidad

El objeto estelar más extraño es el agujero negro. La probabilidad de su existencia se propuso por primera vez en 1783, pero hasta que tuvimos los conocimientos de la gravedad relativista se pudo dar un debate y estudios por los más relevantes físicos del siglo XX para determinar si podía o no haber agujeros negros, y cómo se comportarían. Lo que era sólo la hipótesis de un objeto tremendamente extraño, tan masivo y denso que ni la luz podía escapar de él, se fue perfilando como algo que debía existir en nuestro universo y algo que casi con certeza exista. Hoy, aunque no es posible detectar directamente un agujero negro, tenemos evidencias suficientes para considerar que hay uno en el centro de las galaxias más grandes... incluida la nuestra.