Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Un planeta en movimiento

Alfred Wegener nos legó una de las más revolucionarias teorías del siglo XX... y también una de las menos conocidas a nivel popular.

Las placas tectónicas de la corteza terrestre.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
La Tierra, el planeta y su superficie, las rocas y suelo, parecen tremendamente sólidos, tanto que los seres humanos hasta hace muy poco consideraron que toda su morfología era esencialmente la misma desde su formación en la nube de polvo de la que surgió el sol y todo nuestro sistema solar. Cierto, algunas tensiones y fricciones acá y allá provocaron la aparición de cordilleras, y ocasionalmente hay terremotos y erupciones de volcanes o de agua caliente y gases, recordándonos que bajo nuestros pies sigue habiendo un núcleo candente.

Pero nada más.

Había algunas cuestiones cuando menos curiosas, pero que bien podían ser simples coincidencias, como la observada ya en el siglo XVI, que las siluetas del continente suramericano y del africano se correspondían como dos piezas de un puzle, pero ello no bastaba, lógicamente, para cambiar la idea que teníamos del mundo, y que la ciencia consideraba razonablemente aceptable en el momento, la llamada teoría geosinclinal, establecida desde mediados del siglo XIX, según la cual la corteza terrestre era un todo constante, y sólo algunos movimientos verticales de la misma provocaban la aparición de características geológicas como las cordilleras o fallas. La teoría era coherente con la edad que se calculaba entonces que tenía la Tierra, entre 18 y 400 millones de años.

Alfred Wegener, científico y meteorólogo alemán, observó en 1911 que aparecían fósiles idénticos en ciertos estratos geológicos que ahora están separados por océanos enteros y no le convenció la idea de que habían surgido y desaparecido “puentes de tierra” que permitieron la migración de animales y plantas. Por el contrario, le pareció posible que fueran los continentes mismos los que se hubieran movido con el paso del tiempo, lenta pero inexorablemente. Planteó así, en 1912, la teoría de la “deriva continental”, proponiendo que los continentes podían haber estado unidos originalmente y con el tiempo habrían “derivado” a sus actuales posiciones. Llamó a ese supercontinente originario “Pangea”, que significa “toda la tierra”.

La idea era tan singular que no sería aceptada fácilmente por la ciencia, que demandaba, lo que por otra parte es lógico, evidencia muy sólida de que los hechos apoyaban a la teoría. Wegener reunió una buena cantidad de evidencia circunstancial, pero no suficiente, y a su muerte sus ideas quedaron en suspenso.

Los cálculos del siglo XIX no tenían modo de suponer que existía la radioactividad, y que la Tierra tenía elementos radiactivos que generaban calor, de modo que el planeta no se había venido enfriando de modo constante desde su origen, y era dable que fuera mucho más antiguo y aún así mantuviera un núcleo lo bastante caliente como para ser líquido. Esta idea, y las evidencias de que la dirección del campo magnético variaba en rocas de distintas edades que se recopilaron en las décadas de 1950 y 1960, llevaron a la reconsideración de a hipótesis de la deriva continental de Wegener y a lo que hoy conocemos como tectónica de placas, considerada uno de los grandes avances del siglo XX junto con la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y las neurociencias.

Según la tectónica de placas, la Tierra consta de diversas capas. La más interior, que se hundió por su propio peso, es principalmente de hierro fundido y forma el núcleo interno del planeta. Sobre él está el núcleo exterior, de una mezcla menos densa de níquel y hierro e igualmente líquido, y el manto sobre el cual se extiende la corteza terrestre. Pero no es una corteza uniforme e inmóvil. Se trata de una delgada capa rocosa quebrada en numerosos trozos o placas (de ahí el nombre) que “flotan” sobre el núcleo y se mueven debido a las corrientes de convección que crea el propio calor del núcleo terrestre.

Las placas tectónicas son trozos de corteza con un espesor de unos 100 kilómetros. Para comparar, la mina más profunda excavada por el ser humano, la Tau Tona, mina de oro en Sudáfrica, es de 3,6 kilómetros, profundidad a la cual la temperatura es de 55 grados centígrados. Se mueven de modo sumamente lento, entre 10 y 160 milímetros por año, pero esos pocos milímetros se suman a lo largo de millones de años. Conocemos la existencia de nueve grandes placas y algunas más pequeñas: la del Pacífico (la mayor), Norteamericana, Suramericana, Eurasiática, Africana, Australiana y Antártica. Entre las pequeñas tenemos la India, la Caribeña, la de Nazca, la de Cocos y la Filipina

El lento, pero inexorable movimiento de estas placas explica algunas de las principales características geológicas de nuestro planeta. Por ejemplo, el choque de la placa Indoaustraliana con la Euroasiática, al norte de la India, es el responsable del surgimiento de la impresionante cordillera de Los Himalayas, con las montañas más altas del mundo. Por supuesto, algunas placas se están separando de otras, mientras que algunas están chocando con otras, en colosales pulsos en los que la menos sólida acaba debajo de la más firme, en un proceso llamado “subducción”. Los movimientos de estas subducciones son los causantes de buena parte de los terremotos, siempre según la tectónica de placas.

Un caso singular es cuando las placas no chocan ni se alejan entre sí, sino que se deslizan horizontalmente una respecto de la otra. Es lo que ocurre en el punto donde se encuentran la placa Pacífica (en movimiento hacia el norte) y la Norteamericana (en movimiento hacia el sur), la llamada Falla de San Andrés. Por otro lado, el movimiento de la placa Pacífica explica la existencia del “cinturón de fuego” en sus bordes.

Así, hoy sabemos que nuestro planeta está en continuo movimiento. Los continentes se mueven, y al menos en dos ocasiones en nuestro pasado distante estuvieron reunidos en un solo supercontinente. Y como en tantos otros aspectos del conocimiento, el cambio es lo único cierto incluso en la aparentemente confiable “tierra firme” que pisamos.

La tectónica de placas extraterrestre


Las condiciones de la corteza de nuestro planeta son tan singulares que los científicos apenas se atreven a especular sobre la posibilidad de que este mecanismo exista en otros planetas. Venus, por ejemplo, no muestra ninguna actividad tectónica, pero hay datos que indican que pudo haberla tenido en un pasado distante. Por su lado, Marte, con volcanes dispuestos en arcos como los que podemos ver en nuestro planeta, y la existencia de variaciones en la dirección del campo magnético en su suelo hacen pensar que tiene o tuvo actividad tectónica. Hay especulaciones también sobre los más grandes satélites de Júpiter y Titán, la mayor luna de Saturno.