Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

La muerte, esa extraña presencia permanente

El miedo a la muerte es el gran motor de muchas acciones y pensamientos humanos, una preocupación constante en un mundo en el que ni siquiera sabemos qué es la vida.

Uno de los elementos que utilizan los paleoantropólogos para considerar a una sociedad humana son los rituales funerarios. En un punto de la evolución, nuestros antepasados se hicieron conscientes de la existencia de la muerte, de que era un estado similar al del sueño pero que era definitivo, que nunca se volvía al estado de vigilia y que, además, era algo que iba a ocurrirle a todos y cada uno de los vivos.

Gran parte de la historia del pensamiento humano se ve determinada por la preocupación por la muerte. Las religiones, dicen los no religiosos, han sido respuestas humanas para darle trascendencia a la vida y manejar el enorme miedo a dejar de ser que implica la muerte sin un esquema religioso. Lo mismo pasa con la filosofía y las dudas sobre el significado de la existencia humana, el deseo de jugar un papel importante en un universo grande, complejo y amenazante en el que existe algo tan tremendo como la muerte.

Esto ha determinado que, a lo largo de la historia, sea una preocupación especial saber cuándo ocurre realmente la muerte, en qué momento un ser, especialmente un ser humano, deja de estar vivo. La definición de la vida no es tan clara como quisiéramos, sino que, por el contrario, conforme más sabemos más problemas presenta. Incluso, en el transcurso de la búsqueda del conocimiento los seres humanos nos hemos visto enfrentados al hecho de que hay organismos o entidades como los virus que no es fácil saber si están vivos o no, y que desafían las definiciones más simplistas.

La muerte y los procesos que le siguen llevaron a la existencia de numerosas leyendas y supersticiones. Así, por ejemplo, el hecho de que un cadáver no se corrompiera según se creía que debía hacerlo, especialmente si parecía incorrupto, fue uno de los elementos que llevó a la creencia en el vampirismo. Lo mismo pasaba con cuerpos que, al ser exhumados semanas después de la muerte, mostraran sangre en la nariz y la boca, producto de que los gases de la descomposición impulsan la sangre por estos orificios, pero que se interpretaba como sangre de la que se habían alimentado los vampiros. Los movimientos y ruidos producidos por la acumulación de gases en los cuerpos en descomposición influían igualmente en esta creencia. Hoy sabemos valorar nuestra ignorancia general acerca de los procesos posteriores a la muerte y apenas estamos empezando a estudiar a fondo los procesos de la descomposición.

En una época, y durante mucho tiempo, se consideró que la muerte ocurría al detenerse el latido cardiaco y la respiración. Sin embargo, esto comportaba dos problemas importantes. En primer lugar, que no es fácil saber con precisión si el corazón ha dejado de latir o la respiración se ha detenido. Como se ha podido documentar, puede haber pulso y respiración difíciles de percibir, de allí que se utilizaran algunos sistemas como el de colocar un espejo ante las fosas nasales de la persona, para determinar si hay vapor de agua producto de una respiración imperceptible. En segundo lugar, y sin duda alguna más importante, el avance del conocimiento y las técnicas médicas han permitido invertir algunos procesos que antes se consideraban definitivos. La resucitación cardiopulmonar, los desfibriladores eléctricos, la respiración artificial, el uso de sustancias como la epinefrina y otros procedimientos pueden hacer volver a latir el corazón o funcionar los centros respiratorios. Del mismo modo, la experiencia médica ha reunido ejemplos notables sobre personas que pueden recuperar todas sus funciones después de sufrir potentes descargas eléctricas o de ahogarse en aguas heladas, especialmente en el caso de niños.

Por ello, hoy en día se considera a la parada cardiorrespiratoria sólo como “muerte clínica”, que es reversible al menos en algunos casos y en sus primeras etapas.

Así, desde mediados del siglo XX, fue necesario utilizar otra definición para la muerte, ésta referente a la llamada “muerte cerebral” o “muerte biológica”, que se considera que ocurre cuando su cerebro deja de tener actividad eléctrica, lo que llamamos el “electroencefalograma plano”. Esto supone que esta actividad eléctrica es lo que define o denota la conciencia y por tanto la calidad de “humano” o “persona” que tenemos, pues una vez detenida la actividad del cerebro (o al menos la del neocórtex cerebral, la parte que consideramos la sede de las funciones cognitivas superiores) de modo irreversible, lo que consideramos la “personalidad” no puede volver nunca a reactivarse. La mayoría de los países occidentales incluyen a la muerte cerebral como la definición legal de muerte, aunque para ciertas religiones el asunto siga siendo dudoso y pongan por tanto obstáculos a actividades como los transplantes de órganos, cuya realización depende puntualmente del momento en que se pueda determinar, médica y legalmente, que el donante ha muerto.

Ciertamente, sólo algunas expresiones sumamente claras e irreversibles pueden ser consideradas como una señal certera de la muerte. Entre tales expresiones se consideran algunas lesiones tremendamente graves como la decapitación o la incineración del cuerpo, o bien la presencia de signos como el rigor mortis, la rigidez que se presenta unas tres horas después de la muerte y que dura unas 72 horas, ocasionada por cambios químicos en los músculos como producto de la muerte. Otro signo claro es el livor mortis, la lividez producto de la acumulación de la sangre en las partes de menor elevación del cuerpo. Y, por supuesto, la descomposición.

Nada de lo que hemos aprendido sobre la muerte y cómo vencerla al menos parcialmente aumentando la duración y calidad de la vida humana ha servido, sin embargo, para poder enfrentar de mejor manera el miedo a la muerte, ese miedo que por un lado paraliza y aterra y, por otro lado, ha impulsado el pensamiento y el arte, como uno de los elementos clave de todas las culturas humanas sin excepción.

¿La criogenia permite superar la muerte?


A principios de la década de 1960, basada en libros de Evan Cooper y Robert Ettinger, se ha difundido ampliamente, sobre todo en Estados Unidos, la idea de que si se congela a una persona inmediatamente después de su muerte, se conservarían su personalidad, ideas y memoria, y podría esperar, en un estado que los cómics solían llamar “animación suspendida”, a que los científicos de un futuro lejano la resucitaran, curaran sus afecciones y le dieran una nueva vida. Desde 1967, se ha congelado (o “criogenizado”) a unos pocos cientos de personas, pese a que las objeciones científicas a la criogenia han aumentado al paso del tiempo, poniendo en duda que los cerebros congelados conserven la información que los hace humanos, y la posibilidad misma de la descongelación futura, que nadie, ciertamente, garantiza.