Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Planeta desconocido

Explorar un planeta desconocido es una de las principales tareas de la ciencia que han creado los seres humanos. Nuestra vida puede depender de ello.

Constantemente pensamos en mundos nuevos. Cyrano de Bergerac se imaginó imperios en el Sol y en la Luna. Ray Bradbury nos relató estremecedoras historias de una civilización agonizante en Marte. La ciencia ficción ha llenado nuestras inquietudes con planetas desconocidos de todo tipo, gigantes y enanos, ardientes y helados, lejanos y cercanos, con habitantes extraños y asombrosos. Multitud de relatos, novelas y obras cinematográficas han estimulado nuestra imaginación mientras que la ciencia empieza a encontrar planetas en otros lugares del universo. Todo esto a veces parece ocultar el hecho de que no tenemos ningún planeta conocido. Es decir, que no conocemos realmente nuestro propio planeta, apenas hemos arañado su superficie... literalmente.

El agujero más profundo que ha perforado el ser humano es el de la península de Kola, al norte de Rusia, abierto entre 1970 y 1994 con propósitos científicos, de 12,2 kilómetros de profundidad. Con un radio medio de 6.731 kilómetros de profundidad, esto significa que faltarían 6.719 kilómetros para llegar al centro de nuestro planeta. Todo lo que hay debajo de esos 12 kilómetros lo sabemos indirectamente: los primeros 35 kilómetros forman la corteza terrestre, y por debajo están el manto superior, el manto, la astenósfera, el núcleo exterior y, ocupando más de 1200 kilómetros de radio, el núcleo interno, sumamente denso y con una elevadísima temperatura. Se piensa que el calor del centro de nuestro planeta se debe a la desintegración radiactiva de elementos tales como el potasio-40, el uranio-238 y el torio-232. La geología, la vulcanología, el estudio de la deriva continental o tectónica de placas y otras disciplinas nos han permitido tener una idea bastante clara, una buena aproximación, de cómo es el interior de nuestro planeta.

Pero igualmente es cierto que profundizar, de nuevo literalmente, en nuestro planeta, nos deparará muchas sorpresas, porque el conocimiento indirecto nunca es tan completo y detallado como el directo, del que aún carecemos no sólo respecto de la parte sólida de nuestro planeta, sino también de su cubierta líquida.

El planeta Tierra, decía el explorador e inventor del buceo autónomo Jacques-Yves Cousteau, debía llamarse “Agua”, considerando que, al menos superficialmente, es la característica más notable que exhibe. Poco más del 70% de su superficie está cubierto de agua, y casi toda ella es el agua salada de los océanos. La profundidad media de los océanos es de 3.794, más de cinco veces la altura media de los continentes sobre el nivel del mar.

De esa vastedad líquida sabemos, en realidad, muy poco. Se trata de un ambiente sumamente hostil para el ser humano no sólo por la falta de aire, sino porque es en su mayoría un sitio oscuro, a donde no llega la luz del sol. El buceo comenzó alrededor del 4500 antes de nuestra era, principalmente en China y Grecia para obtener alimentos preciados e incluso para algunas acciones de guerra. Pero durante miles de años el hombre se desplazó principalmente sobre la superficie de las aguas de la Tierra, suponiendo que las profundidades marinas albergaban diversos seres fantásticos, amenazas atroces y tesoros fabulosos. La edad de la exploración, entre el primer viaje de Colón y el siglo XIX, permitió finalmente al hombre hacer un mapa de la superficie de nuestro mundo.

Las profundidades son otra cosa. Desde la escafandra diseñada por Leonardo Da Vinci hasta los submarinos y los sistemas de buceo, apenas hemos explorado una mínima parte de los océanos, enfrentando sus profundidades con máquinas capaces de resistir las atroces presiones que se experimentan a grandes profundidades. Así, en los últimos años el ser humano ha hecho importantes descubrimientos en las profundidades, seres singulares más extraños que los imaginados por la ciencia ficción, ya sea por su extraño aspecto, sus capacidades de generar luz mediante distintas formas de bioluminiscencia o, muy especialmente, las bacterias que viven alrededor de los chorros hidrotermales del océano profundo y que obtienen su energía de la reducción de los sulfuros de su medio ambiente y no del sol. Estas bacterias nos han permitido plantear nuevas posibilidades para la vida en otros planetas.

Queda, también, la capa gaseosa de la Tierra, el aire sin el cual no vivimos. Pero tampoco la conocemos a fondo. Nuestros globos aerostáticos y cohetes nos han enseñado mucho acerca de sus capas, cuya composición conocemos con gran precisión, pero su dinámica, valga decir, su comportamiento, sigue siendo una enorme colección de misterios. Más de 200 años después de que Benjamín Franklin demostrara que los relámpagos son descargas de electricidad estática, sabemos mucho sobre cómo son los relámpagos, pero aún no sabemos con exactitud cómo se da el fenómeno de separación de las cargas que producirán el relámpago, y hay varias hipótesis al respecto aún por someter a prueba. No sabemos, tampoco, cuál es el elemento clave para que se desencadene la descarga. Apenas en los últimos años se ha podido observar, gracias al vídeo de alta velocidad, que cada relámpago está formado de un grupo de descargas, 3, 4 o más.

Igualmente, ha sido sólo en los últimos años cuando se ha podido confirmar la existencia de los llamados “eventos luminosos efímeros”, descargas eléctricas de varios tipos que ocurren en las zonas superiores de la atmósfera. Los “sprites”, chorros y ELVES son algunos de estos fenómenos que apenas se están estudiando y que podrían estar implicados en accidentes de aviones e incluso en los transbordadores espaciales.

Los sistemas dinámicos de tormentas, vientos, huracanes y otros fenómenos atmosféricos siguen siendo colecciones de grandes misterios, cuyo comportamiento sigue siendo impredecible, trayendo consigo igual lluvias que sequía, destrucción o buenos tiempos para los pescadores.

El nuestro sigue siendo el planeta más apasionante, y es el que más debemos conocer para poder aprovechar sus recursos sin destruirlos, crecer con él y prevenir desastres, así como encontrar nuevas fuentes de energía y materia primas para la aventura humana en éste que sigue siendo un planeta desconocido.

Nuevas especies


Día tras día, los biólogos descubren nuevas especies animales, vegetales y unicelulares, algunas veces con gran cobertura mediática, pero las más de las veces pasando casi desapercibidos. Tenemos identificadas alrededor de 1,8 millones de especies animales, lo cual no quiere decir que ya las hayamos estudiado todas a fondo, pero los cálculos indican que puede haber entre 30 y 50 millones de especies animales en nuestro planeta, literalmente ante nuestros ojos, esperando ser descubiertas.

Las enfermedades infrecuentes

Algunas afecciones son padecidas por un número tan pequeño de pacientes que sus esperanzas de cura, o incluso de mejora, es pequeña debido a que pocos estudiosos y pocos recursos se dedican a ellos.

En los orígenes de la civilización humana, se creía que las enfermedades eran pocas y sus causas igualmente limitadas. La consecuencia lógica de tal pensamiento fue con frecuencia la búsqueda de unas pocas terapias que pudieran encargarse de todas las enfermedades o, incluso, de una sola fuente de curación para todo, la “panacea”, nombre que proviene de Panakeia, la diosa griega de la curación, hija de Esculapio, dios de la medicina y nieta de Apolo, dios, entre otras cosas, de la cicatrización. En la edad media, los alquimistas buscaron una sustancia u objeto prodigioso que lo curara todo y prolongara la vida indefinidamente, la “panacea” o “curalotodo”. Aún en nuestros días es sencillo encontrar en el mundo de la pseudomedicina afirmaciones sobre sustancias o prácticas que “sirven para todo”.

Cuando se imaginaba que toda la enfermedad era producto de algo tan sencillo como un desequilibrio entre los cuatro humores que, se creía, conformaban el cuerpo (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla), las solución parecía bastante evidentes. Si el sanador dictaminaba que el paciente tenía “exceso de sangre”, se le provocaban hemorragias o se le aplicaban sanguijuelas hasta que se curara o muriera. Pero desde la aparición de la medicina con base en evidencias a partir del trabajo de Louis Pasteur y teorías de la enfermedad contrastables y verificables, el conocimiento cada vez más detallado de los numerosísimos procesos de nuestro cuerpo nos ha enseñado los alcances de nuestra complejidad, a veces apabullante. Miles de genes, miles de sustancias en delicado equilibrio, y como consecuencia muchos distintos problemas y enfermedades que pueden presentarse, algunos tan altamente especializados que nuestro arsenal de medicamentos y procedimientos terapéuticos, incluida la cirugía, crece sin cesar.

En este panorama de gran complejidad hay una gran cantidad de afecciones que sólo tienen un puñado de víctimas y un arsenal terapéutico mucho más limitado. Hay desarreglos autoinmunes, de la sangre, del cerebro y el sistema nervioso, cánceres desusados, problemas en los cromosoma, desórdenes inmunes, infecciones y otros varios tipos de enfermedades infrecuentes.

Algunas de estas afecciones, como el síndrome de Apert, son producto de mutaciones genéticas. Esta enfermedad provoca graves malformaciones en sus víctimas: el cráneo se fusiona prematuramente, el tercio medio de la cara da un aspecto de hundimiento y los dedos de manos y pies están fusionados. En casos así, la ciencia se empeña, en lo posible, en la detección temprana del problema en el feto y en paliar los efectos del desarreglo genético.

Otras enfermedades como el síndrome de Klippel-Feil, son de origen aún desconocido. En esta afección, la víctima tiene algunas vérteberas cervicales fusionadas, muestra la línea de nacimiento del cabello muy baja y un cuello corto. La enfermedad es congénita, pero no se ha demostrado que sea genética, sólo que aparece en etapas tempranas del desarrollo fetal. En los casos graves, las víctimas pueden requerir una aproximación quirúrgica. Otra afección congénita poco frecuente es el síndrome de Moebius, en el que los nervios craneales 6 y 7 no están bien desarrollados, por lo que los pacientes carecen de expresión facial y tienen los movimientos oculares laterales limitados. Su origen es desconocido y el tratamiento ataca los principales problemas resultado de la enfermedad, con variadas terapias y cirugía.

Las organizaciones especializadas en enfermedades infrecuentes como NORD en los Estados Unidos, cuentan con bases de datos de más de 1.500 enfermedades distintas, entre las cuales las más angustiantes son las que atacan a los niños, avanzan de modo constante y carecen de tratamiento todavía. Son las llamadas “enfermedades huérfanas”, las que no tienen la atención de universidades o laboratorios farmacéuticos, ya que las pocas víctimas que tienen no ameritan, a sus ojos, la inversión en el estudio de las enfermedades, sobre todo cuando el financiamiento para la investigación médica es limitado, cosa por demás frecuente. NORD mantiene un programa de subsidios para investigar enfermedades tan extrañas como el síndrome APECED, una afección genética llamada también síndrome poliglandular autoinmuine de tipo 1, que afecta a niños y adultos menores de 35 años con una letal combinación de síntomas, desde el funcionamiento insuficiente de las glándulas paratiroideas hasta insuficiencia de las glándulas renales, fácil infección de hongos en las membranas mucosas y las uñas, anormalidades en el sistema inmune y baja producción de algunas hormonas, que puede poner en riesgo la vida de las víctimas.

En general, se considera que una enfermedad es infrecuente o huérfana en los Estados Unidos si tiene menos de 200.000 víctimas. En la Unión Europea, el criterio es de menos de 5 víctimas por cada 100.000 personas. Los expertos estiman que hay un total de entre 5.000 y 8.000 enfermedades huérfanas, algunas con una sola víctima. En gran medida gracias a las movilizaciones de padres y familiares de pacientes con enfermedades desusadas, la Agencia Medicinal Europea estableció en el año 2000 el Comité sobre Productos Medicinales Huérfanos, dedicado a supervisar el desarrollo de medicamentos para enfermedades huérfanas en la UE. El Consejo Europeo ofrece además incentivos diversos para el desarrollo de medicamentos para estas afeccioens, como el perdón de las cuotas relacioandas con el proceso de aprobación del marketing, la garantía de un monopolio de 10 años para los pioneros de medicamentos huérfanos, autorización de comercialización en toda la UE y asistencia en el desarrollo de protocolos de investigación. Estas disposiciones, igual que otras en los Estados Unidos, ofrecen nuevas esperanzas a las víctimas de estas afecciones y han incrementado notablemente el desarrollo y comercialización de medicamentos para enfermedades huérfanas, aunque aún queda mucho por hacer.

La gente azul


Una de las más peculiares afecciones es la de las personas cuya piel adquiere una tonalidad gris-azulada debido al consumo de plata coloidal, una sustancia a la que algunas formas del curanderismo o seudomedicinas alternativas le adjudican propiedades de panacea. El consumo continuado de esta sustancia provoca la llamada “argiria”, dando a sus víctimas una notable coloración, pero además causa daños cerebrales, convulsiones y la muerte o un estado vegetativo persistente. Una horrenda paradoja en la busca de la salud.

La sabiduría científica de la antigua China

En China surgieron muchos de los avances tecnológicos clave de la humanidad, más de los que tradicionalmente conocemos. Avances cuyo origen olvidó durante mucho tiempo todo el mundo, incluidos los chinos.

El que llamamos "triángulo de Pascal" en un
libro de Chu Shih-Chieh (o Zhu Shijie) de 1303.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Uno de los productos más longevos del colonialismo de las naciones de occidente sobre Asia, África y América ha sido una visión que niega a las culturas originarias de esas áreas geográficas la posibilidad de haber realizado avances y logros en su propio desarrollo. Incluso, ciertas formas de seudoarqueología pretenden asignar la responsabilidad de las grandes construcciones del mundo no occidental a civilizaciones míticas como la de la Atlántida o incluso a supuestos extraterrestres, negando así a los pueblos de lo que hoy es el tercer mundo la paternidad de las pirámides de Egipto y Mesoamérica, Macchu Pichu, los geoglifos sudamericanos, los moais de la Isla de Pascua o la ciudadela de Angkor Wat, por señalar algunas creaciones humanas víctimas de la supuesta disciplina llamada “astroarqueología”.

Esta visión un tanto paternalista, condescendiente e incrédula la ha sufrido también China, pese a que fue indudablemente la sociedad con mayor avance tecnológico del mundo desde el año 600 de nuestra era hasta el 1500, cuando la revolución científica recorrió Europa. Y es que las tecnologías, en muchas ocasiones, no dependen del conocimiento preciso de sus fundamentos, ni siquiera de un pensamiento científico y crítico. La brújula funciona igual si uno cree que la mueve la mágica fuerza del chi, indetectable y misteriosa, o si uno sabe que se mueve debido a las leyes físicas de nuestro universo. Tecnología no es ciencia.

Sin embargo, para algunos estudiosos incluso la revolución industrial que dio a nuestro mundo su forma actual fue, en cierto modo, producto de la tecnología china. El arado chino, con orígenes que se remontan a cuatrocientos años antes de nuestra era se introdujo en Holanda e Inglaterra en el siglo XVII, ayudando a desencadenar la revolución agrícola europea que, a su vez, desembocaría en la revolución industrial.

Más allá de los logros ya conocidos de la tecnología china, el papel (inventado el siglo II a.n.e.), la brújula (siglo XI), la pólvora (siglo IX) o el puente colgante (285 a.n.e.), la nómina de inventos originales chinos es abundante. A continuación señalamos algunos de los que podríamos considerar más asombrosos.

El hierro colado fue obtenido primero en China gracias a que esta civilización consiguió hace unos 2300 años crear un fuelle que dispensaba un flujo constante de aire con el cual pudieron hacer los primeros altos hornos capaces de fundir el hierro hasta que fluyera como agua.

Los chinos fueron la primera civilización que utilizó el gas natural como combustible además de haber desarrollado complejos sistemas de perforación a gran profundidad. Ya en el siglo I de nuestra era podían perforar hasta a 1500 metros de profundidad. Fue su búsqueda de depósitos de sal que los llevó a conocer el gas y aprender a guardarlo en barriles y quemarlo para evaporar agua marina y producir sal.

Las matemáticas chinas se desarrollaron con total independencia de las europeas. Un ejemplo de ellas es el llamado “triángulo de Pascal”, que lleva el nombre del matemático francés Blas Pascal que lo formuló en el siglo XVII. En este triángulo, cada número es la suma de los dos que están sobre él, y sirve para demostrar muchas propiedades matemáticas. Sin embargo, este triángulo ya había sido descrito ya en 1303 por Chu Shih-Chieh, en su libro Espejo precioso de los cuatro elementos, pero no deja de ser relevante que se le llame “el método antiguo”, pues se le conocía desde el 1100, cuando apareció en un libro hoy perdido del matemático Kiu Ju-Hsieh.

El uso del álgebra para la expresión de la geometría es también un logro chino independiente, como la la presentaba el libro Manual matemático isla del mar, que data del siglo III a.n.e. A partir de entonces, a lo largo de la historia china la geometría se consideró por medio del álgebra, con técnicas que se desplazaron a occidente donde fueron retomadas y perfeccionadas por famosos matemáticos árabes como Al-Juarismi, considerado el padre del álgebra y de cuyo nombre derivamos las palabras guarismo y algoritmo, y de allí pasaron a Europa.

Muchos otros logros, más o menos relevantes, distinguieron a China durante más de 1.500 años. Sin embargo, el proceso se detuvo y China no sólo no pasó por una revolución industrial ni científica, sino que llegó a olvidar que había sido la fuente de muchos grandes logros del pasado, algunos de los cuales volvieron a China como productos occidentales (por ejemplo, el reloj mecánico) sin que nadie estuviera consciente de que había llegado a Europa primero desde China.

Se han aducido motivos históricos, culturales, filosóficos y económicos para intentar entender por qué hubo el estancamiento y retroceso científico y tecnológico de China: la influencia de los jesuitas, la cerrazón de los mandarines, el marco filosófico no adecuado para el pensamiento crítico y la experimentación y la abundante mano de obra son algunas de las causas que pueden haber ocasionado este fenómeno. En lugar de los avances del conocimiento, en China sobrevivieron prácticas supersticiosas como el feng-shui, la acupuntura, la herbolaria y el qi-gong, disciplinas que no han podido demostrar que sus postulados sean válidos, ni la existencia de las fuerzas mágicas que, aseguran, mueven al universo y a los seres humanos. Hoy, en más de un sentido, China vive una segunda oportunidad de ser parte de la ciencia y la tecnología que, después de todo, se originó en su país, un imperio que se unificó hace dos mil años.

Antes de Leonardo, Shen Kuo

Shen Kuo, cortesano nacido en 1031, fue un temprano hombre del renacimiento que trabajó en campos que iban desde las matemáticas, la anatomía y la astronomía hasta la diplomacia, la poesía y la música, además de ser general del ejército, ministro de finanzas, jefe de la oficina de astronomía de la corte y prolífico escritor. Fue el primero en describir la brújula magnética, descubrió el concepto de “norte verdadero”, midiendo con precisión la distancia entre la estrella polar y el norte verdadero, esencial para una navegación precisa. Hizo el mapa de las rutas orbitales de la luna y los planetas describiendo el movimiento retrógrado, diseñó un reloj de agua, propuso una teoría de la formación de la tierra a partir del estudio de los fósiles marinos hallados tierra adentro y su conocimiento de la erosión y los sedimentos, convirtiéndose en pionero de la geomorfología, además de postular un cambio climático gradual, como pionero también de la paleoclimatología. Murió en 1095 pudiendo decir, como Terencio, “nada humano me es ajeno”.

El reloj de la vida

Los ciclos que conforman el gigantesco círculo de la vida y la muerte están regidos por nuestro entorno, pero también por un asombroso mecanismo interno: el reloj biológico de todos los seres vivos.

Nos despertamos y dormimos, igual que muchos animales con un sistema nervioso complejo, siguiendo un ciclo de 24 horas. Nuestra temperatura asciende y desciende en ciclos a lo largo del día. Seguimos patrones claros. Por ello, muchos científicos empezaron a cuestionarse si nuestro cuerpo únicamente respondía a los estímulos externos, al ciclo de luz y oscuridad, a las variaciones de temperatura durante el día, o si tenía un sistema propio para regular esos ciclos los llamados "circadianos", cercanos a la duración del día, los que son más cortos, como el de la respiración o el de la alternación de sueño profundo y sueño REM en una noche, llamados ultradianos, y los que son más prolongados, los infradianos, como el ciclo menstrual de las mujeres o el de la hibernación en algunos mamíferos.

En 1938, el padre del estudio científico del cerebro, Nathaniel Kleitman y su compañero investigador Bruce Richardson se internaron en la Cueva del Mamut en Kentucky, con el objetivo de cambiar su ciclo circadiano de 24 a 48 horas. Permanecieron aislados durante 32 días sin lograrlo, pero algunos problemas con el diseño experimental hicieron que los resultados no se consideraran concluyentes.

Por entonces, sin embargo, el fisiólogo y psicólogo alemán Jürgen Aschoff ya estudiaba la regulación de la temperatura en el ser humano, descubriendo que seguía un ciclo de variaciones de 24 horas. Estudiando en sí mismo, en sujetos aislados en un búnker subterráneo, en aves y en ratones, concluyó que el ritmo circadiano es innato, que no requiere la exposición a estímulos externos para darse. En otras palabras, los seres vivos tienen —tenemos— un ciclo circadiano interno, un reloj biológico interconstruido como parte de nuestra fisiología. Había fundado la disciplina de la cronobiología, el estudio de los ritmos cíclicos de los organismos.

El campeón de los experimentos de aislamiento de estímulos externos es, sin duda, Michel Siffre, un geólogo francés que decidió experimentar qué pasaría si se aislaba totalmente de los estímulos externos (temperatura, luz, ruido) que pudieran actuar como indicadores de tiempo, denotados en psicología por el término alemán zeitgebers. En 1962, a los 23 años, Siffre pasó dos meses en un glaciar subterráneo en los Alpes marítimos franceses. En 1972 estuvo más de seis meses viviendo en una cueva en Texas y, finalmente, en 2000, a los 61 años, estuvo 73 días aislado bajo tierra.

La idea de estos experimentos era que la temperatura constante y la falta de otros estímulos externos (Siffre informaba a la gente de la superficie de su hora de dormir, de despertarse, sus horas de alimentos, etc., pero no recibía a cambio ninguna comunicación) harían que se expresara o no la regulación interna de los ritmos. En 1962, cuando salió, Siffre creía que era el 20 de agosto, cuando en realidad era el 17 de septiembre. El ciclo natural de Siffre se fue ampliando, llegando a ser de más de 25 horas. En los experimentos de 1972 y 2000 ocurrió lo mismo. Hoy sabemos que nuestro reloj natural o biológico tiene un ciclo de poco más de 24 horas, aunque algunas personas se han acomodado a ritmos de hasta 32 horas por cada “día”, manteniéndose despiertos durante 20 horas y durmiendo 12.

Los estudios relacionados con estos ciclos nos han permitido saber, por ejemplo, que la hormona del crecimiento humano, esencial para el desarrollo de los niños, se secreta principalmente durante las fases de sueño profundo, que la somnolencia de alrededor de las 3 de la tarde no depende del calor ni de la comida, sino que la siesta es un fenómeno natural del ciclo de vigilia-sueño, o que alrededor de las 5 de la tarde experimentamos la máxima fortaleza muscular del día.

Evidentemente, al igual que cualquier otro reloj, nuestro reloj biológico requiere sincronizarse o "ponerse en hora”, para lo cual utiliza los estímulos externos. Unas células especiales sensibles a la luz en la retina registran la alternación del día y la noche, e informan de ello a osciladores moleculares de las neuronas situadas en los puntos de nuestro cerebro conocidos como el núcleos supraquiasmáticos del hipotálamo, diminutas estructuras que yacen exactamente sobre el quiasma óptico, el punto en el que los nervios ópticos procedentes de ambos ojos se cruzan e intercambian la mitad de sus fibras nerviosas. Los núcleos supraquiasmáticos a su vez envían información a la glándula pineal, responsable de producir la melatonina, hormona que predispone al sueño, al caer la noche. Así, día a día nuestro reloj interno se pone en hora y se ajusta a la realidad de nuestro entorno.

Sin embargo, cuando estos estímulos externos entran en contradicción con nuestra actividad biológica (como en los cambios de horario al principio y al final del verano, cuando trabajamos a turnos o cuando hacemos viajes que nos llevan a zonas horarias muy distintas de la de origen), podemos sentir niveles importantes de malestar, desorientación e incapacidad para funcionar correctamente. Lo que un tiempo se consideró una exageración o imaginación de los viajeros, el jet lag hoy se conoce como una afección real que incluye entre sus síntomas la falta de apetito, dolores de cabeza, sinusitis, fatiga, desorientación, insomnio, irritabilidad, irracionalidad y depresión leve... nada que sea lo ideal para alguien que viaja por motivos importantes de trabajo o de cuestiones diplomáticas o de estado. Por ello, cada vez más las empresas y gobiernos buscan que sus enviados tengan un tiempo adecuado de adaptación en viajes a zonas horarias lejanas. Se calcula que se requiere un día por cada zona horaria de cambio.

Nuestra vida está regida por relojes biológicos que son el resultado de millones de años de evolución en los que el medio ambiente y el movimiento de la Tierra alrededor del Sol y la Luna alrededor de la Tierra nos han moldeado con gran eficacia para estar idealmente adaptados a nuestro entorno, algo que no deja de ser una notable hazaña.

Los medicamentos y nuestro reloj


El conocimiento cada vez más detallado de nuestros ciclos vitales y su expresión en todo nuestro cuerpo ha llevado al desarrollo de la cronofarmacología, una disciplina aún poco conocida que estudia cómo cambia el efecto de los medicamentos con respecto de los ciclos internos del cuerpo. Hoy sabemos que la hora a la que se administra una sustancia determinada puede ser de enorme importancia en cuanto a su efectividad... o falta de ella, no sólo por el ciclo de nuestros relojes, expresado en secreción de hormonas, temperatura, etc., sino también por los ciclos de los causantes de la enfermedad, como bacterias y protozoarios.