Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

El estrés: más que una incomodidad


Los efectos físicos del exceso de tensión que llamamos estrés pueden ser graves en tal medida que pongan en peligro nuestra vida, y según los estudiosos del estrés, enfrentarlo es más fácil de lo que creemos.

El estrés es una de las posibles causas de muchos síntomas físicos que podemos padecer y cuyo origen no se descubre fácilmente: dolores de cabeza, de espalda y del pecho, afecciones cardiacas, arritmia, alta tensión arterial, disminución en la respuesta inmune del cuerpo (lo que algunos llaman “bajas defensas”), problemas digestivos y problemas del sueño.

A esto se deben añadir problemas de conducta que también pueden estar relacionados con el estrés, como comer en exceso o demasiado poco, los estallidos de ira, el abuso del alcohol o las drogas, fumar más, aislarse socialmente, llorar sin motivo aparente y, por supuesto, los conflictos en nuestras relaciones interpersonales, con familia, amigos y pareja.

Existen incluso métodos para tratar de medir objetivamente los acontecimientos estresantes de nuestra vida, entre ellos la escala del estrés de Holmes y Rahe, que a partir de estudios con pacientes probaron que los acontecimientos vitales que los pacientes consideraban estresantes coincidían de modo significativo con algunas enfermedades. Esta escala va desde acontecimientos poco estresantes como una multa de tráfico hasta los más estresantes, como la muerte de la pareja. Sumando la puntuación de los acontecimientos que causan estrés, podemos saber qué riesgo de enfermedad corremos.

Hoy en día, los estudios científicos han demostrado efectos del estrés que ya había entrevisto la cultura popular: el grano que aparece antes de una importante actividad social, la caída del cabello o incluso la velocidad a la cual nuestro cabello encanece, tienen explicación en el estrés. Los altos niveles de cortisol cuando sufrimos estrés aumentan la producción de grasa en la piel, facilitando la aparición del acné, mientras que en condiciones de tensión nuestro cuerpo puede prescindir del cabello con objeto de concentrar sus fuerzas en la lucha contra la causa del estrés.

No entender correctamente el estrés puede llevar a diagnósticos incorrectos y tratamientos ineficientes, especialmente entre llamadas “medicinas” alternativas que funcionan principalmente en un mundo subjetivo. Así, por ejemplo, la palabra estrés suele asociarse a los aspectos negativos de la vida moderna como una consecuencia inevitable de un mundo que nos ofrece, del lado positivo, avances tecnológicos, una vida más larga y de mejor calidad, comodidades y entretenimiento más allá de lo que nunca hubieran podido imaginar nuestros ancestros de hace apenas 200 años.

Condenar a la vida moderna no es una solución incluso si estuviéramos dispuestos a abandonarla, retirarnos a vivir comiendo hierbas en el Amazonas, dejar el trabajo y arriesgarnos a morir por sufrir infecciones, lesiones y enfermedades sin cuidado médico. Y es que el estrés, nos dicen los médicos, no es una conclusión inevitable de la vida moderna, ni exclusivo de este tiempo. El estrés es producto de una relación conflictiva entre el mundo exterior y nosotros.

De hecho, el estrés, según algunos autores no es sino la reacción ante el Síndrome General de Adaptación (SGA), que incluye la alerta al estímulo amenazante que dispara la decisión de “lucha o huida”. ¿Debe el organismo luchar para salvar la vida? ¿Es mejor huir para conseguirlo? Incluye también la etapa de resistencia, cuando el fenómeno estresante persiste, creando un conflicto continuo, y finalmente el agotamiento, cuando los recursos del cuerpo para enfrentar al fenómeno estresante se agotan y el sistema inmune se descompensa.

Esto implica una serie de procesos cerebrales que están bien identificados, desde la respuesta inicial que implica una descarga de adrenalina que nos pone en estado de alerta, hasta las reacciones del hipotálamo y la glándula pituitaria y una variedad de nuestros circuitos neurológicos entran en acción para resolver el conflicto que se nos presenta. Es una reacción natural y saludable ante el estrés.

Para los seres humanos, la “lucha” puede ser empeñar más tiempo y esfuerzo en el trabajo o en alguna otra actividad, como las deportivas, o preocuparse más por tener una buena imagen profesional, o estudiar una carrera u oficio, mientras que la “huida” puede ser desde la dimisión del empleo hasta el divorcio de la pareja. En todo caso, el reflejo “lucha o huida” no es forzosamente malo, nos plantea desafíos e incluso participa en diversiones o actividades que provocan la descarga de adrenalina en nuestro torrente sanguíneo, como las atracciones de feria y la participación en deportes de competición. Es decir, el estrés puede ser positivo y sólo es negativo cuando avanza hasta la tercera fase.

Con este concepto, cualquiera puede sufrir estrés, incluso un mítico pastor que supervisa a su rebaño mientras sopla una flauta de carrizo en un paisaje utópico. La aparición de una manada de lobos en la zona, la caída de los precios del mercado de corderos, las tensiones con la pareja, el hijo rebelde o una plaga que afecte los pastos pueden generarle un nivel de estrés similar al del igualmente mítico oficinista atrapado en las redes de la administración y el miedo al paro.

Pero así como su origen se puede explicar fácilmente, manejarlo es algo totalmente distinto. Distintas técnicas de relajación, que incluyen el yoga, el tai-chi o la meditación (sin necesidad de los aspectos místicos o religiosos de estas prácticas), el ejercicio, los pasatiempos, la resolución de los conflictos, la administración del tiempo y otras opciones se enumeran frecuentemente como formas de manejar o gestionar adecuadamente el estrés, sobre todo cuando no depende de nosotros eliminar sus causas. La pertenencia a redes sociales, como clubes, asociaciones o grupos de actividades es también un elemento que ayuda a manejar el estrés.

Pero quizá la práctica esencial está en nosotros mismos, en no tratar de ser perfectos ni desvivirnos por responder a las expectativas que otros tienen sobre nosotros, ser realistas y, cuando la tensión sube, hacer un poco más de ejercicio relajado y frecuente.


El origen de la palabra


El término “stress”, que significa tensión o fatiga de los materiales, fue utilizado por primera vez en 1930 por el endocrinólogo canadiense Hans Selye para denotar a las respuestas fisiológicas en los animales de laboratorio. Más adelante, amplió y popularizó el concepto incluyendo en él las percepciones y respuestas de los seres humanos al tratar de adaptarse a los desafíos de la vida diaria. El término se extendió a partir de la década de 1950 y, retomado por la psicología en la década de 1960, llegó al español donde se ha castellanizado en su forma “estrés”.