Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Evidencias y dudas sobre el calentamiento global

Previsiones del calentamiento global según
8 distintas instituciones científicas.
(Imagen CC de Robert A. Rohde para
Global Warming Art, vía Wikimedia Commons)
Más allá de los intereses creados, del temor de las grandes industrias o el entusiasmo de algunas organizaciones ciudadanas, de la propaganda y las afirmaciones no siempre muy precisas de los medios, es importante conocer los datos reales sobre el calentamiento global, datos que nos dan bases sólidas para tomar posición en un debate más mediático que científico.

El clima es un conjunto de condiciones meteorológicas con complejas interrelaciones entre las que están la temperatura, las lluvias, el viento, la humedad, la presión atmosférica, la irradiación solar, la nubosidad, y la evapotranspiración (la suma de la evaporación del agua y la transpiración de las plantas hacia la atmósfera), promediadas a lo largo del tiempo.

El clima nunca ha sido constante en la historia de nuestro planeta. En ese sentido, la frase “cambio climático” podría ser considerado una obviedad.

Dada la complejidad del sistema meteorológico de nuestro planeta, son numerosos los factores que pueden influir en la forma que adopte este cambio: los ciclos solares, como el del aumento y disminución de las manchas solares, la deriva continental, la dinámica del océano y sus corrientes, las erupciones volcánicas, las variaciones en la órbita de la Tierra o los niveles de gases de invernadero en nuestra atmósfera.

Los cambios del clima ocurren sobre todo a escalas de tiempo muy grandes, y nuestro registro del clima en distintos puntos del planeta es relativamente reciente. Tenemos datos previos a que hubiera mediciones precisas gracias al estudio de aspectos como las morrenas o restos dejados atrás por los glaciares al retirarse o el hielo de la Antártida, que nos ha permitido conocer la composición de la atmósfera en otros tiempos.

Existe, pues, un enorme acervo de conocimientos sobre un sistema enormemente complejo, pero en modo alguno se podría decir que conocemos perfectamente nuestro clima y su dinámica.

A escalas más humanas, tenemos informes relevantes acerca del clima. Por ejemplo, en la época medieval hubo un período cálido de temperaturas cercanas a la media histórica, y a continuación hubo un notable descenso en la temperatura que se ha llamado, como metáfora únicamente, la “pequeña edad del hielo” europea. Hacia 1300, los veranos dejaron de ser tan cálidos en el norte de Europa. Entre 1315 y 1317, las torrenciales lluvias y las bajas temperaturas hicieron fracasar las cosechas disparando una terrible hambruna y en 1650 se llegó a una temperatura mínima que desde ese momento empezó a subir.

Y ese ascenso es precisamente lo que se ha llamado “calentamiento global”.

La observación de las temperaturas a nivel mundial durante el siglo XX ha determinado que existe una tendencia al aumento en la temperatura media del planeta. A lo largo del siglo XX, la temperatura superficial media del planeta aumentó entre 0,56 y 0,92 ºC, superando rápidamente las temperaturas medias del período cálido medieval y, a nivel medio, las de los últimos dos mil años, que se han mantenido relativamente estables independientemente de variaciones locales como la “pequeña edad del hielo” limitada a Europa.

Esto podría parecer poco, pero se calcula que la diferencia entre una Tierra totalmente glacial y una tierra sin hielo en la superficie es únicamente de 10°C.

En realidad no existe forma de saber en qué medida este aumento en la temperatura, imperceptible para las personas, pero de gran relevancia a nivel del clima, está provocada por el hombre o, en términos técnicos, es antropogénico, y en qué medida es parte de un ciclo totalmente natural debido a los factores que ya conocemos o incluso a factores de los que aún no estamos conscientes o no se han probado.

Sin embargo, hay evidencias e indicaciones de que el hombre puede tener una influencia cuando menos relevante en este proceso. El proceso en sí, sin embargo, no está en duda salvo para un minúsculo grupo de personas. El aumento en las temperaturas es un hecho observado, aunque algunos, sin ofrecer evidencia, sostienen que las mediciones podrían ser imprecisas o tendenciosas.

Uno de los elementos fundamentales para determinar la temperatura en la superficie de nuestro planeta es la presencia de gases de invernadero en la atmósfera. Se trata de gases que absorben y emiten calor, causando así el “efecto invernadero” al atrapar el calor de las capas inferiores de la atmósfera. Se ha calculado que la temperatura media de la Tierra sería de unos -19 ºC (19 grados Celsius bajo cero), pero es mucho más alta por el efecto invernadero, de unos 14 ºC.

Los gases de invernadero son el sello distintivo de la civilización industrial, ya que son producto de quemar combustibles fósiles para la producción de energía y para el transporte. Las emisiones de CO2 de las actividades humanas son el aspecto en que más podemos hacer, y más rápidamente, para mitigar la posible influencia humana en el cambio climático, según los modelos con los que contamos. Es por ello que gran parte del debate político sobre el calentamiento global se han centrado en la emisión de CO2 a la atmósfera.

Los científicos, en su enorme mayoría, consideran muy poco probable que este calentamiento ocurriera sólo por causas naturales y que, por contraparte, es muy probable (95% de probabilidad) que el aumento en las temperaturas se deba al aumento de emisiones antropogénicas de gases de invernadero.

La complejidad del tema, nuestros limitados conocimientos sobre la dinámica del clima, y una cautela natural en los científicos, parece dejar un espacio de duda mucho mayor que el que realmente existe, y del que se aprovechan los medios para presentar un panorama de debate e incertidumbre alejado de la realidad científica.

El debate esencial es, en todo caso, cuánto influye la actividad humana en el calentamiento global. Y esta interpretación se hace, con frecuencia, más en base a posiciones económicas, políticas o ideológicas que de acuerdo a las mejores evidencias.

En todo caso, por simple precaución, muchos consideran preferible emprender acciones para disminuir la emisión de CO2 a la atmósfera, lo cual además tendrá la ventaja de disminuir el ritmo de gasto de los combustibles fósiles. En una situación de incertidumbre, probablemente es mejor ser cauto, pero no catastrofista, que ser audaz e irreflexivo.

El consenso científico

En los Estados Unidos, uno de los países más afectados económicamente por las reducciones propuestas en emisiones de CO2, la totalidad de las organizaciones, academias y sociedades científicas apoyan la idea básica de que “hay evidencia nueva y más fuerte de que el calentamiento observado en los últimos 50 años es atribuíble a actividades humanas”. Y desde 2007, ningún grupo científico internacional reconocido ha mantenido lo contrario, a diferencia de algunos científicos individuales.

El sueño de la fusión nuclear

Dispositivo Tokamak de contención
en un reactor de fusión en Suisse Euratom
(foto CC de Claude Raggi)
Más allá de los mitos, el hombre desarrolló diversas explicaciones científicas para el sol, esa asombrosa bola incandescente que daba luz y calor, marcaba las estaciones y era fuente de vida. Anaxágoras lo imaginó como una bola de metal ardiente, y otros intentaron entender su naturaleza, su tamaño, la distancia que nos separaba de él y la fuente de su asombroso fuego.

El desarrollo de la física y la aparición de la teoría atómica de la materia permitió que en 1904 Ernest Rutherford especulara sobre la posibilidad que la energía del sol fuera producto de la desintegración radiactiva recién descubierta, la fisión nuclear.

Sin embargo, una vez que Albert Einstein estableció en 1906 que la materia y la energía eran equivalentes, y que se podían convertir una en la otra con la fórmula más famosa de la historia, se abrió la posibilidad de una mejor explicación.

La fórmula de Einstein es, claro, E=mC2, y explica en cuánta energía se puede convertir una porción de masa. La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Esto significa que la masa contiene o es igual a una enorme cantidad de energía. En una bomba atómica como la que arrasó Hiroshima, por ejemplo, sólo se convirtieron en energía alrededor de 600 miligramos de la masa del uranio 235 que la conformaba. Cada pequeña porción de materia es una colosal cantidad de energía concentrada, y por tanto la materia puede ser la mejor fuente para satisfacer el hambre energética del ser humano, si podemos convertirla en energía.

En 1920, Sir Arthur Eddington propuso que la presión y temperaturas en el centro del sol podrían producir una reacción de en la que se unieran, fundieran o fusionaran dos núcleos de hidrógeno para obtener un elemento más pesado, un núcleo de helio y convirtiendo un neutrón en energía en el proceso. En 1939, el germanoestadounidense Hans Bethe consiguió explicar los procesos del interior del sol, lo que le valió el Premio Nobel de Física en 1967. Muy pronto, en 1941, el italiano Enrico Fermi propuso la posibilidad de lograr una fusión nuclear controlada y autosostenida que generaría energía abundante, barata y limpia, un verdadero ideal en términos de economía, ecología, sociedad e incluso política.

Allí comenzó un sueño que todavía no se ha realizado.

Mientras que para realizar una fisión nuclear simplemente es necesario alcanzar una “masa crítica” a partir de la cual se desarrolla una reacción en cadena y los núcleos se dividen, ya sea descontroladamente como en una bomba nuclear, o de modo controlado, como en una central nucleoeléctrica, la fusión nuclear exige condiciones mucho más complejas. Podemos crear una fusión nuclear descontrolada, en las aterradoras bombas H o de hidrógeno, en las que se produce una fusión brutal y súbita, pero no una fusión controlada y sostenida, pese a que una y otra vez se ha anunciado este logro en falso.

Los obstáculos que impone una fusión controlada son varios. Primero, los núcleos se repelen simplemente por la fuerza electrostática entre sus protones, de carga positiva, como se repelen dos imanes cuando se enfrentan sus polos positivos o negativos. Esta repulsión es mayor conforme más se acercan los núcleos, formando la llamada “barrera de Coulomb”. Para superarla, se deben calentar los núcleos a enormes temperaturas para que pueda producirse la reacción de fusión nuclear, y se debe poder confinar o aprisionar una cantidad suficiente de núcleos que estén reaccionando, de modo que la energía producida sea mayor que la que se ha utilizado para calentar y aprisionar a los núcleos.

Al calentar el hidrógeno a alrededor de 100.000 ºC, todos sus átomos se ionizan o liberan sus electrones, por lo que se encuentra en el estado de la materia llamado plasma, con núcleos positivos y electrones libres negativos. Con temperaturas tan elevadas, no es posible contener el plasma en recipientes materiales, ya que el calor los destruiría. Las opciones son un fuerte campo gravitacional, como el que existe en las estrellas, o un campo magnético.

Desde mediados del siglo pasado se han diseñado distintas formas de lograr la confinación magnética del plasma, sin éxito hasta ahora. Se han producido reacciones termonucleares artificiales, algunas de ellas triviales desde 1938, cuando el inventor de la primera televisión totalmente electrónica, creó un fusor que demuestra en la práctica la fusión nuclear. Pero, hasta hoy, la energía obtenida por la fusión siempre ha resultado menor a la que se consume en el calentamiento y confinamiento magnético del plasma.

Se han propuesto otros sistemas, como el confinamiento inercial, donde el combustible se coloca en una esfera de vidrio y es bombardeado en varios sentidos por haces láser o de iones pesados, que disparan la fusión al imposionar la esfera, pero hasta hoy el confinamiento magnético parece la mejor opción.

En la búsqueda de una fusión controlada, las afirmaciones exageradas y cierta charlatanería están presentes desde 1951, cuando un proyecto secreto peronista afirmó haber conseguido el sueño.

Especialmente conocidos fueron Martin Fleischmann y Stanley Pons, que en 1989 afirmaron haber conseguido la fusión fría con un sencillo aparato de electrólisis. El anuncio fue un verdadero sismo en la comunidad científica, que se lanzó a confirmar los datos y replicar los experimentos, pese a que desde el principio se entendía que las afirmaciones de los dos físicos contravenían lo que sabemos de física nuclear.

Fue imposible reproducir los resultados presentados, pese a que países como Japón y la India invirtieron en ello, y finalmente se concluyó que simplemente habían realizado mal sus mediciones. Ambos científicos pasaron al mundo de la energía gratis y las máquinas de movimiento perpetuo, donde siguen afirmando que sus resultados eran reales aunque nadie pudiera replicarlos.

La promesa de la fusión nuclear como fuente de energía con muchas ventajas y pocas desventajas provoca entusiasmos desmedidos y, como ocurrió con la fusión fría, puede llevar a creencias irracionales. El trabajo, sin embargo, como en todos los emprendimientos humanos, con tiempo y originalidad, será el único que podrá, eventualmente, conseguir este santo grial de la crisis energética.

Europa a la cabeza

Un esfuerzo conjunto europeo llamado Joint European Torus, JET (Toro Conjunto Europeo, no por el animal, sino por la forma de donut que los topólogos llaman precisamente “toro”), es el mayor experimento de física de plasma en confinamiento magnético que existe en el mundo. Esta instalación situada en Oxfordshire, Reino Unido, está en operación desde 1983, y en 1991 consiguió por primera vez una fusión nuclear que produjera más energía de la que consumía. Sigue en operación, explorando cómo crear un reactor de fusión viable, y en él trabajan asociaciones EURATOM de más de 20 países europeos.

Las misteriosas causas

Un péndulo de Foucault en el Museo de Ciencias de Valencia.
Su comportamiento se debe a la rotación de la Tierra.
(foto CC Manuel M. Vicente via Wikimedia Commons)
En ocasiones no es tan fácil como quisiéramos saber por qué ocurren ciertas cosas, y muchas veces aplicamos un pensamiento poco riguroso, y poco recomendable, a los acontecimientos.

Supongamos que sufrimos una larga enfermedad y nos sometemos a tratamiento con dos o tres médicos o, desesperados por la duración de las molestias, acudimos a una persona que afirma poder lograr curas milagrosas, y que puede ser igual el practicante de alguna terapia dudosa o, directamente, un brujo.

Y supongamos que al cabo de una semana, nuestra enfermedad empieza a remitir y dos semanas después ha desaparecido sin dejar rastro.

No es desusado que le adjudiquemos el efecto (nuestra curación) a la causa más cercana en el tiempo, en este caso el terapeuta dudoso o el brujo. La convicción que produce en nosotros esa atribución de curación es tal que no dudaremos en recomendar al terapeuta dudoso o al brujo a cualquier persona con una afección similar... o con cualquier afección. La frase que solemos escuchar en tales casos es: “A mí me funcionó”.

Pero la verdad es que en tal caso, como en muchos otros, no tenemos bases reales para atribuirle la curación a ninguna de todas sus posibles causas, como la acción retardada de una de las terapias médicas, la sinergia de la dos terapias médicas, un cambio ambiental que altere las condiciones de la enfermedad, algún alimento que disparara nuestro sistema inmune o, incluso, que nuestro cuerpo se haya curado sin ayuda externa, con sus procesos de defensa. Hasta podría ser que un hada invisible proveniente de Islandia se haya apiadado de nosotros en su viaje a ver a su novio sátiro en Ibiza y nos señalara con su varita mágica.

Gran parte de la historia de la ciencia es la historia de la identificación de las causas reales de ciertos acontecimientos y de los hechos que se correlacionan con dichos efectos sin realmente causarlos.

Un ejemplo clásico es un estudio estadístico sobre el tamaño del calzado y la capacidad de lectura, que sin duda demostraría que mientras mayor es el tamaño del calzado de una persona, más tiende a tener buenas habilidades de lectoescritura. Esto podría interpretarse como que la alfabetización hace crecer los pies o que el tamaño de los pies afecta la inteligencia, cuando en realidad lo que ocurre, simplemente, es que los niños pequeños tienen pies pequeños y sus pies crecen paralelamente a su aprendizaje de la lectura.

Dos acontecimientos pueden estar relacionados porque que uno de ellos cause al otro, o que ambos sean producto de una tercera causa, que se influyan entre sí de distintos modos o, simplemente, a una coincidencia.

La ciencia debe enfrentarse a la natural tendencia de nuestro cerebro de encontrar patrones y relaciones donde no los hay, como cuando vemos formas en las nubes o en las rocas, o convertimos el ruido blanco de la ducha en voces que creemos oír.

Por ello, hemos desarrollado armas como el “control de variables”. Hacemos uniformes todas las variables que pueden incidir en un efecto, como la temperatura, la presión atmosférica la iluminación, etc., menos aquélla que estamos poniendo a prueba, digamos un medicamento. Si se observa que al ocurrir nuestra variable se produce el efecto, tenemos una buena indicación de que lo ha causado. Esto es lo que se conoce como un “estudio controlado”.

Cuando en los experimentos intervienen seres humanos, los controles se multiplican debido al hecho de que los resultados pueden verse influidos por las opiniones, prejuicios, deseos, expectativas, rechazos y preconcepciones de los sujetos experimentales, y también los del experimentador. Si un experimentador, digamos, tiene una sólida convicción de que un medicamento es altamente efectivo, o por el contrario cree que es inservible, puede enviarle una gran cantidad de mensajes sutiles a los pacientes y afectar sus expectativas de éxito.

Por ello, la medicina utiliza el control llamado “de doble ciego”, donde ni los médicos que llevan a cabo el experimento ni los sujetos experimentales saben quiénes están tomando un medicamento y quiénes reciben un placebo o sustancia neutra. Al hacer estos estudios en poblaciones razonablemente grandes, tenemos bases para creer que los efectos observados que se aparten del azar están siendo efectivamente causados por el medicamento.

Finalmente, muchas relaciones causales las inferimos a partir de evidencias indirectas. Nadie ha visto al humo del tabaco entrar al pulmón, mutar una célula y provocar un cáncer, pero hay evidencias estadísticas suficientes para suponer que existe una relación causal, observando por ejemplo que los fumadores tienden a una mayor incidencia de cáncer sin importar dónde viven, su edad y otras variables.

Muchos estudios de los que informan los medios de comunicación establecen correlaciones, pero se presentan con frecuencia como si hablaran de relaciones causales. Por ejemplo, una sustancia puede estar correlacionada con un aumento de cáncer en ratas, pero los medios tienden a presentar el estudio como si afirmara que dicha sustancia “causa” cáncer, aunque no exista tal certeza. Al traducirse al público en general, la cautela habitual de los informes científicos suele desvanecerse.

La discusión sobre el calentamiento global se centra en saber si la actividad del hombre es una causa (al menos parcial) del calentamiento global o si la actividad industrial y el calentamiento están sólo correlacionados. Esto aún no se sabe, y las posiciones se toman por convicciones políticas y no con bases científicas. La evidencia parece indicar que hay una relación causal y la cautela nos dice que quizás convenga controlar la emisión de gases de invernadero, pero mientras no haya pruebas más contundentes, o más evidencia, no se puede afirmar que quienes promueven la irresponsabilidad en emisiones de gas carbónico estén equivocados, aunque puedan resultarnos antipáticos.

Las herramientas de la ciencia también son útiles en nuestra vida cotidiana. Es muy sano cuestionarnos la posibilidad de que estemos atestiguando una correlación simple cada vez que tenemos la tentación de adjudicarle a un acontecimiento una causa, especialmente si ésta nos resulta agradable, va de acuerdo con nuestras ideas u opiniones, o parece demasiado buena como para ser cierta.

Piratas y calentamiento global

La religión paródica del Monstruo Volador de Espagueti ha propuesto una correlación que, si se asumiera como causación, daría un resultado curioso. En el período histórico en el que ha disminuido el número de piratas tradicionales de parche en el ojo y pata de palo, ha aumentado el calentamiento global. Si en vez de profundizar en las causas de esta correlación inferimos que el calentamiento global está causado por la falta de piratas, lo mejor que podríamos hacer para controlar dicho cambio climático sería, claro, volvernos piratas.