Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

¿Qué vemos cuando vemos los colores?

Descomposición de la luz con un prisma
(D.P. via Wikimedia Commons)
Los seres vivos vemos los colores de formas muy distintas. Es un código que cada especie descifra de acuerdo a sus necesidades de supervivencia.

Dentro del amplio espectro de radiación electromagnética, cuyas longitudes de onda van desde las frecuencias muy bajas hasta las altísimas frecuencias de los peligrosos rayos gamma, llamamos “luz visible” a un segmento muy pequeño de ondas de una longitud más o menos entre 380 y 760 nanómetros (un nanómetro es una milmillonésima de metro). Por debajo de los 380 nm está la radiación infrarroja y, por encima de los 760 nanómetros, los rayos ultravioleta.

Una pregunta razonable desde el punto de vista de la biología evolutiva es por qué vemos este intervalo de radiación no las radiaciones más o menos potentes. Un posible motivo es que estas radiaciones son precisamente las que pueden pasar por nuestra atmósfera casi sin verse atenuadas o alteradas, a diferencia de los rayos ultravioleta (filtrados por las nubes) y los infrarrojos.

Pero lo que nosotros vemos no es la única forma de ver.

Experimentos de elegante diseño han explorado qué tipos de radiación ven distintas especies. No sólo tenemos a depredadores nocturnos (incluido nuestro compañero frecuente, el gato) que pueden percibir intensidades de luz muy inferiores a las de nuestros ojos, sino ejemplos como el de las abejas, muchas aves y peces, que pueden “ver” la radiación ultravioleta. De hecho, cuando utilizamos sensores de ultravioleta para ver las flores de las que se suelen alimentar las abejas, observamos patrones que parecen indicar el centro de la flor. Aves, peces e insectos parecen tener los “mejores” sistemas visuales del reino animal.

En el otro extremo del espectro visible, muchos reptiles tienen fosas térmicas que les permiten percibir, o “ver” dentro del rango infrarrojo. En el caso de muchos mamíferos que dependen para su supervivencia más del olfato que de la vista, al parecer no pueden discriminar muchos colores. Animales como el toro parecen ver en blanco y negro, de modo que el color de la capa para citarlo es irrelevante, mientras que los perros al parecer ven en dos colores, con una sensibilidad similar a la de los humanos ciegos al rojo y verde (daltónicos).

Sin embargo, aunque nuestros experimentos nos pueden enseñaren cierta meedida qué ven o distinguen los animales, no pueden decirnos cómo lo ven. Porque la luz en sí no tiene información del color.

No hay nada que indique que la luz de unos 475 nm sea “azul”, o que la luz de 650 nm sea “roja”. No hay una correspondencia precisa entre el impulso y la interpretación que hace nuestro cerebro de ella. La presión de la evolución ha hecho que nuestro sistema nervioso “codifique” la luz visible creando las sensaciones del arcoiris para facilitarnos la percepción cuando dos colores tienen el mismo brillo. Esto es claro en la fotografía y el cine en blanco y negro donde, por ejemplo, el rojo y el verde del mismo brillo dan como resultado el mismo tono de gris.

El color es, ante todo, subjetivo, una experiencia, una ilusión perceptual.

Historia e investigación

El hombre se ha interesado siempre por el color. Llenó de simbolismo y contenido las sensaciones del color, tiñéndolos, valga la metáfora, con sus percepciones culturales. Por ejemplo, el negro, color regio del cielo y la tierra en la antigua China, es símbolo de duelo en occidente ya desde el antiguo Egipto.

Los primeros intentos por entender el color en occidente se remontan a la antigua Grecia, donde primero Empédocles y luego Platón pensaron que el ojo emitía luz para permitir la visión. Aristóteles, por su parte, propuso que el color se basaba más bien en la interacción del brillo de los objetos y la luz ambiente.

Sin embargo, la comprensión del color hubo de esperar a la llegada de Isaac Newton y su demostración de que la luz blanca del sol es en realidad una mezcla de todas las frecuencias o longitudes de onda de la luz visible. Con una intuición magnífica, Newton concluyó que el color es una propiedad del ojo y no de los objetos.

Sobre las bases de Newton, en el siglo XIX Thomas Young propuso que con sólo tres receptores en el ojo podríamos percibir todos los colores, teoría “tricromática” que sólo se confirmaría con experimentos fisiológicos detallados realizados en la década de 1960.

En nuestras retinas hay tres tipos de células de las llamadas “conos”, sensibles especialmente a uno de los colores aditivos primarios: el rojo, el verde o el azul, según el pigmento que contienen. La mayor o menor estimulación de cada uno de estos tipos de cono determina nuestra capacidad de ver todos los colores, incluidos aquéllos que no están en el arcoiris como el rosado o el magenta.

La visión tricromática es característica de los primates, y se cree que se desarrolló conforme los ancestros de todos los primates actuales hicieron la transición de la actividad nocturna a la diurna. Los animales nocturnos no necesitan visión de color, y sí una gran sensibilidad a la luz poco intensa. Pero a la luz del día, las necesidades cambian para detectar tanto fuentes de alimento como a posibles depredadores.

¿Cómo llega a nuestros ojos una longitud de onda que nuestro sistema nervioso interpreta como color? Así como decimos que el color no está en la luz, tampoco está en los objetos. De hecho, ocurre todo lo contrario. Una manzana nos parece roja porque su superficie absorbe todas las longitudes de onda de la luz visible excepto las del rojo, las cuales son reflejadas y por tanto percibidas por nuestros ojos.

El principio de la tricromía de nuestra percepción es aprovechado a la inversa en dispositivos como nuestros televisores y monitores, que tienen partículas fosforescentes rojas, verdes y azules. La mayor o menor intensidad de iluminación de cada uno de éstos nos permite ver todos los colores. Así, los colores en informática se definen por valores RGB, siglas en inglés de rojo (Red), verde (Green) y azul (Blue). Esto lo podemos ver fácilmente con una lupa aplicada a nuestro monitor, la magia doble de una sensación absolutamente subjetiva, la experiencia del color

El color relativo

Nuestros ojos pueden adaptarse rápidamente a las cambiantes condiciones de luz. Verán una hoja de papel de color blanco así esté bajo tubos de luz neón (que son en realidad de color verdoso), bombillas incandescentes tradicionales (cuya luz es realmente rojizo-anaranjada) o bajo la luz blanca del sol de mediodía. Nuestros sentidos no funcionan absolutamente, sino que hacen continuamente comparaciones relativas para hacer adaptaciones. Las cámaras fotográficas y de vídeo no pueden hacer esto y por ello tienen un “balance de blancos” con el que establecemos qué es “blanco” en nuestras condiciones de luz para que los aparatos interpreten los demás colores a partir de ello.

El misterio de los aromas

El aroma del café
(foto ©Mauricio-José Schwarz)
Los aromas nos hablan en uno de los idiomas más antiguos de la historia de la vida, con uno de los sentidos más intensos que tenemos, y al que le prestamos atención insuficiente.

Todos conocemos la experiencia. Un aroma dispara una cadena de recuerdos altamente emocionales, profundos y nítidos, como si con sólo un olor recreáramos todo lo que lo rodeó alguna vez. La experiencia es notable porque, como han descubierto estudios de la Universidad de Estocolmo, los aromas suelen evocarnos sobre todo memorias de la infancia, de la primera década de vida, pero al mismo tiempo las memorias que nos provoca son especialmente intensas.

La intensidad de las memorias evocadas por los olores ha sido objeto incluso de estudios por imágenes de resonancia magnética. En 2004, un grupo de la Universidad de Brown demostró que las memorias evocadas por aromas activaban de modo especial la zona del cerebro conocida como la amígdala, estructura situada profundamente en los lóbulos temporales del cerebro y que se ocupa de procesar y recordar de las reacciones emocionales.

Una de las razones propuestas para la profundidad de las emociones que nos evocan los olores es, precisamente, que su percepción y procesamiento están entre los componentes más antiguos de nuestro cerebro, estrechamente vinculados a nuestros centros emocionales.

En el cerebro, la zona más externa, la corteza cerebral, dedicada a las capacidades intelectuales y racionales, es el área evolutivamente más reciente. Bajo ella está el cerebro mamífero antiguo, con las estructuras encargadas de las emociones, la memoria a largo plazo, la memoria espacial y las funciones autonómicas del ritmo cardiaco, la tensión arterial y el procesamiento de la atención, entre otras.

Finalmente, en el centro anatómico de nuestro cerebro, está el arquipalio o “cerebro reptil”, una serie de estructuras que los mamíferos compartimos con los reptiles, responsables de las emociones básicas y las respuestas de “luchar o huir” esenciales para la supervivencia.

El bulbo olfatorio, la estructura que percibe e interpreta los olores es de las partes más antiguas del cerebro, y está estrechamente asociado a las emociones más básicas: miedo, atracción sexual, furia, etc. Se encuentra en la parte superior de la cavidad nasal.

El olor es esencial para la supervivencia. Los seres humanos apenas apreciamos una mínima parte del universo olfatorio a nuestro alrededor. Los seis millones de células receptoras olfativas que tenemos en el bulbo olfatorio palidecen ante los 100 millones que tiene un pequeño conejo, o los 220 millones de receptores que tienen los perros.

Pero esa mínima parte es sensible. El imperfecto sentido del olfato humano puede detectar sustancias diluidas a concentraciones de menos de una parte por varios miles de millones de partes de aire. Hay aromas que nos atraen, estimulan la actividad sexual o el apetito, y los hay repelentes, que nos invitan a alejarnos, incluso a huir, informándonos así, por ejemplo, de si un alimento está en buenas o malas condiciones.

Aunque el hombre siempre fue consciente de la importancia de los aromas, inventando perfumes e inciensos, tratando de sazonar de modo atractivo sus alimentos, empezar a explicar cómo funciona este sentido tuvo que esperar hasta el siglo XX.

Esencialmente, la intuición del filósofo romano Lucrecio, del siglo I antes de la era común era correcta. Lucrecio proponía que las partículas aromáticas tenían formas distintas y nuestro sentido del olfato reconocía dichas formas y las interpretaba como olores. La doctora Linda B. Buck publicó en 1991 un artículo sobre la clonación de receptores olfativos que le permitió determinar que cada neurona receptora es sensible sólo a una clase de moléculas aromáticas, funcionando como un sistema de llave y cerradura. Sólo se activa cuando está presente una sustancia química que se ajuste a la neurona. La forma precisa en que los impulsos se perciben, codifican e interpretan es, sin embargo, uno de los grandes misterios que las neurociencias todavía están luchando por desentrañar.

Analizando la genética detrás de nuestro olfato, la doctora Buck pudo determinar que los mamíferos tenemos alrededor de mil genes distintos que expresan la recepción olfativa, y la especie de mamíferos con la menor cantidad de genes activos de este tipo somos, precisamente, nosotros.

Estos genes, sin embargo, son responsables de dos sistemas olfativos que coexisten en la mayoría de los mamíferos.y reptiles. El sistema olfativo principal detecta sustancias volátiles que están suspendidas en el aire, mientras que el sistema olfativo accesorio, situado en el órgano vomeronasal, entre la boca y la nariz. Este sistema percibe entre otros aromas las feromonas, hormonas aromáticas de carácter social, además de ser utilizado por los reptiles para oler a sus presas, sacando la lengua y después tocando el órgano con ella.

Sin embargo, al parecer (aunque el debate está abierto) el ser humano no tiene un órgano vomeronasal identificable, lo que haría imposible la comunicación dentro de nuestra especie mediante feromonas.

Pero con o sin feromonas, nos comunicamos con otros aromas. Los bebés utilizan el sentido del olfato para identificar a sus madres y para econtrar el pezón cuando desean alimentarse. Y según varios estudios, las madres pueden identificar con gran precisión a sus bebés únicamente por medio del olor, como si fuera un mensaje atávico, o precisamente por serlo.

Entre los descubrimientos más interesantes de Rachel Herz, psicóloga y neurocientífica de la ya mencionada Universidad de Brown está el determinar que nuestros cambios emocionales alteran la forma en la que percibimos los distintos olores, al grado de haber conseguido en su laboratorio crear verdaderas “ilusiones olfatorias” utilizando palabras para llevar a sus sujetos a percibir olores que “no están allí”.

Omnipresente aunque a veces no estemos conscientes de él, nuestro sentido del olfato nos pone en contacto con nuestros más antiguos antepasados evolutivos y es una de las áreas que más respuestas nos debe en el curioso sistema nervioso humano que apenas estamos descubriendo.

El sabor es olor

La lengua sólo puede detectar los sabores básicos: amargo, salado, ácido, dulce y umami, además de sensaciones como la de la grasa, la resequedad, la cualidad metálica, el picor, la frescura, etc. La mayor parte de lo que llamamos “sabor” es en realidad un conjunto de aromas que se transmiten a los bulbos olfativos por detrás del velo del paladar. Por eso hablamos de “paladear” un alimento, cuando lo movemos cerca del velo para que su aroma suba hasta nuestro sistema olfativo. Este hecho explica por qué no percibimos el sabor de los alimentos cuando tenemos la nariz tapada: perdemos toda la riqueza de nuestro olfato.

Nicola Tesla, creador de luz, habitante de la oscuridad

Nicola Tesla en la portada de Time, 20 de julio de 1931.
(D.P. via Wikimedia Commons)
El creador de la corriente alterna que hoy acciona nuestros dispositivos eléctricos fue uno de los grandes innovadores de la tecnología, y también un entusiasta proponente de ideas descabelladas que nunca pudo probar.

Nicola (Nikla) Tesla nació en la aldea de Smiljan, en la actual Croacia, entonces parte del imperio Austrohúngaro, el 10 de julio de 1856. Deseoso de estudiar física y matemáticas, estudió en el Politécnico Austriaco en Graz y en la Universidad de Praga. Pero pronto el alumno Nicola decidió adoptar una carrera de reciente creación: la de ingeniero eléctrico, aunque nunca obtuvo un título universitario.

Su primer trabajo en 1881 fue en una compañía telefónica de Budapest. Allí, durante un paseo, Tesla resolvió de súbito el problema de los campos magnéticos giratorios. El diagrama que hizo en la tierra con una varita era el principio del motor de inducción, en el que la inducción magnética generada con electroimanes fijos provoca que gire el rotor. El motor de inducción de Tesla sería eventualmente el detonador de la segunda revolución industrial a fines del siglo XIX y principios del XX.

Ya entonces se habían hecho evidentes algunas peculiaridades del pensamiento de Tesla. Por una parte, era capaz de memorizar libros enteros, y al parecer tenía memoria eidética. Al mismo tiempo, tenía ataques en los cuales sufría alucinaciones, y podía diseñar complejos mecanismos tridimensionales sólo en su cabeza.

En 1882 se empleó en París en la Continental Edison Company del genio estadounidense Tomás Alva Edison (1847-1931). Allí construyó, con sus propios medios, su primer motor de inducción, y lo probó con éxito aunque ante el desinterés general. Dos años después, aceptó una oferta del propio Edison para ir a Nueva York a trabajar con él.

Pronto, sin embargo, se enfrentaron. Tesla creía en la corriente alterna como la mejor forma de distribuir la electricidad, pero Edison defendía la corriente continua, ya comercialmente desarrollada, aunque sólo podía transportarse por cable a lo largo de tres kilómetros antes de necesitar una subestación.

La corriente alterna de Tesla que usamos hoy en día se transmite en una dirección y luego en la contraria cambiando 50 o 60 veces por segundo. Si en vez de dos cables se tienen tres o más, se puede transmitir corriente en varias fases. La corriente trifásica es hoy en día la más común en aplicaciones industriales. Y esa forma de distribución polifásica de la electricidad fue también uno de los desarrollos de Tesla.

Separado de Edison, Tesla formó su propia compañía, pero sus inversores lo destituyeron, y tuvo que trabajar en labores manuales durante dos años hasta que construyó su nuevo motor de inducción y diseñó la “bobina de Tesla”, un tipo de transformador que genera corriente alterna de alto voltaje y baja potencia. Su sistema de corriente alterna fue adquirido por George Westinghouse, el gran rival de Edison.

Tesla se ocupó entonces en otros proyectos. Diseñó la primera planta hidroeléctrica en 1895 en las cataratas del Niágara, logro que le atrajo la atención y el respeto mundiales. El brillante ingeniero descubrió también la iluminación fluorescente, las comunicaciones inalámbricas, la transmisión inalámbrica de energía eléctrica, el control remoto, elementos de la robótica, innovadoras turbinas y aviones de despegue vertical, además de ser, ya sin duda, el padre de la radio y de los modermos sistemas de transmisión eléctrica, y uno de los pioneros de los rayos X.

En total, Nicola Tesla registró unas 800 patentes en todo el mundo. Y más allá de los inventos eléctricos, diseñó diversos dispositivos mecánicos y se permitió especular con la energía solar, la del mar y los satélites.

Una de las más interesantes propuestas de Tesla fue la transmisión inalámbrica de electricidad, idea iniciada por Heinrich Rudolph Hertz. Tesla la demostró en 1893 encendiendo una lámpara fosforescente a distancia. A partir de entonces, numerosos inventores e inversores han buscado una forma segura y barata de transmitir electricidad sin cables, incluyendo un grupo dedicado del famoso MIT.

Al paso de los años, sin embargo, y sin disminuir las aportaciones que hizo a la ciencia y la tecnología, Tesla empezó a realizar afirmaciones extrañas y sin el apoyo de las demostraciones públicas y prácticas que habían cimentado su fama.

Así, en 1900 Tesla aseguró que podía curar la tuberculosis con electricidad oscilante, en 1909 aseguró que podía construir motores eléctricos que impulsaran transatlánticos a una velocidad de 50 nudos (90 kilómetros por hora), en 1911 prometía dirigibles sin hélice a prueba de tormentas, en 1931 declaró que haría innecesarios todos los combustibles aprovechando cierta energía cósmica, en 1934 anunció otro invento que nadie vio jamás: el rayo de la muerte y en 1937 aseguró que había desarrollado una teoría dinámica de la gravedad que contradecía la relatividad de Einstein.

Probablemente algunas de estas ideas tenían como base una especulación científica razonable y libre, pero ciertamente no eran inventos como los que le dieron fama. Al parecer, alrededor de 1910 Tesla empezó a presentar síntomas pronunciados de un desorden obsesivo compulsivo que sin embargo no le impidió seguir trabajando. Así, en 1917 hizo los primeros cálculos de de frecuencia y potencia para las primeras unidades de radar.

Tesla murió solo y sin dinero en el Hotel New Yorker el 7 de enero de 1943. Su legado científico fue confiscado temporalmente por el gobierno estadounidense, temeroso de que sus notas contuvieran elementos de importancia militar. Hoy están en el Museo Nicola Tesla. Sin embargo, este hecho junto con lo apasionante de sus afirmaciones especulativas, le volvieron atractivo para el mundo de lo misterioso y lo paranormal. Esto, quizá, influyó para que Tesla cayera en un injusto olvido pese a ser uno de los científicos más importantes e influyentes de la historia.

Ejecuciones por electricidad

Cuando se planteó la posibilidad de utilizar la electrocución como medio de ejecución sustituyendo al ahorcamiento, Nueva York contrató a dos ingenieros que eran empleados de Tomás Alva Edison. Para promover la corriente continua y demostrar que la alterna era peligrosa, Edison influyó para que sus empleados diseñaran la silla eléctrica empleando la corriente alterna de Tesla. Incluso, pese a considerarse un opositor a la pena de muerte, Edison promovió exhibiciones públicas en las que se mataba a animales con corriente alterna. En 1890 se llevó a cabo la primera ejecución con la silla eléctrica, un espectáculo atroz que sometió a la víctima a una tortura de más de ocho minutos. Y ni aún así logró Edison impedir el triunfo de la idea, mucho mejor, de Nikola Tesla que hoy abastece de electricidad al mundo.

Visión estereoscópica: de la cacería al cine en 3D

La vida transcurre en tres dimensiones, y la visión estereoscópica es fundamental para nuestra especie. Pero representar las tres dimensiones es otra historia.

Daguerrotipo estereoscópico  de Auguste Belloc,
de mediados del siglo XIX.
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Apreciamos el mundo en tres dimensiones. Esto, que parece tan natural, tiene un origen y unas consecuencias sumamente complejas.

La visión estereoscópica o binocular es el resultado de un delicado mecanismo cerebral que toma los datos que mandan los dos ojos, que ven lo mismo desde ángulos ligeramente distintos. El cerebro, en la zona dedicada a la visión, la llamada corteza visual situada en la zona occipital, compara estas dos visiones, nota las similitudes, analiza las pequeñas diferencias entre ambas, las fusiona y realiza la interpretación de la profundidad.

No todos los animales tienen visión estereoscópica, pues ésta responde, como todas las demás características de los seres vivos, de la presión de selección. Para un conejo, por ejemplo, y para los animales cuyo papel es el de presas, es importante tener una visión lo más amplia posible para detectar a los posibles depredadores. Estos animales tienen los ojos a ambos lados de la cabeza y la visión de los dos casi no se superpone.

Sin embargo, los depredadores suelen tener visión estereoscópica para identificar a la presa, perseguirla y dar el golpe final con la máxima precisión posible. Búhos, águilas, tigres, lobos, tienen ambos ojos al frente, y una corteza visual de altísima precisión para aumentar sus posibilidades de éxito en la cacería.

La visión estereoscópica o en tres dimensiones nos parece tan natural que no solemos darle su justo valor. Un experimento interesante para comprender cuán importante es esta capacidad de nuestro sistema de percepciones es el de pasar un tiempo con un ojo vendado. Al hacerlo, descubrimos que muchas de las actividades cotidianas se vuelven difíciles o imposibles.

La visión estereoscópica nos permite calcular la distancia a la que está un objeto que deseamos levantar, enhebrar una aguja, verter líquido en un recipiente y subir y bajar peldaños, entre otras cosas. Conducir con un solo ojo se vuelve una tarea incluso peligrosa para alguien habituado a usar los dos ojos.

Por esto mismo, algunas actividades humanas serían imposibles si no apreciáramos las tres dimensiones, entre ellas los deportes como el fútbol que requieren una apreciación rápida y exacta de la velocidad y la dirección de una pelota y de los demás jugadores, o profesiones que van desde la de cirujano hasta la de camarero.

No es extraño pues que el hombre siempre haya querido representar artísticamente el mundo en tres dimensiones. La escultura en sus muy diversas formas es, finalmente, una representación así. Pero la pintura, la fotografía y el cine han intentado también utilizar diversos trucos para crear la ilusión de 3D.

Los estereogramas crean la ilusión de tres dimensiones a partir de dos imágenes bidimensionales. En fotografía, estas imágenes se obtienen utilizando cámaras fotográficas dobles, en las que los objetivos tienen la misma separación entre sí que los ojos humanos. Utilizando un visor que hace que cada ojo vea sólo una de las imágenes, se obtiene la ilusión de 3D. También se han creado pinturas y dibujos que utilizan el mismo principio.

En blanco y negro, esa ilusión se puede obtener también colocando en el mismo plano las dos imágenes, una en rojo y la otra en verde, y dotando al espectador de unas gafas que tengan filtros también rojo y verde. El ojo con el filtro rojo verá en color negro la imagen en verde y no verá la imagen en rojo, mientras que con el verde ocurrirá lo contrario, de modo que, de nuevo, cada ojo percibe sólo una de dos imágenes ligeramente distintas. Este sistema se conoce como anaglifo.

Los intentos de conseguir la ilusión de 3D en el cine datan de 1890, con procedimientos diversos para conseguir que cada ojo viera sólo una de dos imágenes estereoscópicas. En 1915, por ejemplo, se usó un anaglifo rojo y verde para proyectar películas 3D de prueba, y entre 1952 y 1955 se realizaron varias cintas de 3D en color que utilizaban polarizadores tanto en el proyector como en las gafas del público para separar las imágenes destinadas a cada ojo. Pero el sistema era propenso a errores, y la sincronización de los dos proyectores necesarios se alteraba fácilmente, de modo que se abandonó hasta su rescate por el sistema IMAX en la década de 1980.

El renacimiento del cine en 3D comenzó en 2003 gracias a la utilización de un nuevo sistema de cámaras de vídeo de alta definición en lugar de película y una mayor precisión matemática en la diferenciación de las imágenes. Este sistema de 3D proyecta las dos imágenes sucesivamente pero empleando un solo proyector. El cine normal en dos dimensiones se hace a 24 cuadros por segundo, y el moderno cine en 3D utiliza desde 48 cuadros por segundo, alternando los del ojo/objetivo izquierdo y derecho, hasta 144 cuadros por segundo, 72 para cada ojo.

Las gafas de 3D que llevamos cuando vamos a ver una película en 3D están hechas de cristal líquido. Controlados por infrarrojos, los cristales de estas gafas se oscurecen alternadamente, de modo que cada ojo sólo ve los cuadros correspondientes a su imagen. Si uno obstruye la entrada de infrarrojos con el dedo en el puente de la nariz, entre ambos cristales, dejan de reaccionar y vemos las dos imágenes a la vez, lo que no es nada agradable de ver.

Este sistema se empieza a utilizar también en monitores de vídeo que pueden hacer realidad la soñada televisión en 3D, aunque para los verdaderos conocedores de las imágenes en tres dimensiones, es preferible el sistema de la realidad virtual, que utiliza cascos o grandes gafas con dos diminutas pantallas de vídeo, cada una ante un ojo, con las imágenes correspondientes.

Los avances que han permitido que el cine en 3D sea comercialmente viable son, sin embargo, insuficientes. La ciencia y la industria siguen esperando la solución perfecta para crear ilusiones que simulen efectivamente la realidad tal como la vemos.

Los hologramas

El uso de dos imágenes en dos dimensiones para dar la ilusión de tres no consigue sin embargo que lo que vemos se comporte como la realidad. En el cine en 3D no podemos dar la vuelta a un árbol para ver qué hay detrás. Pero esto sí es posible mediante la holografía, una forma de registro de imágenes que emplea un láser que se separa en dos haces para registrar los objetos en su totalidad (de allí el uso de la raíz “holos”, que significa la totalidad). Por desgracia, después de un prometedor inicio en la década de 1970 que incluyó una exposición de hologramas de Dalí en 1972, no se consiguió un desarrollo adecuado, y la holografía se orientó más a la seguridad y el almacenamiento de datos, quedando apenas un puñado de creadores de hologramas artísticos.