Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Estirpe canina

(Fotografía © Mauricio-José Schwarz)
Más allá de lo que nos enseña la vida con un perro, su cariño y compañía, su variabilidad física también puede ser la clave de importantes descubrimientos genéticos.

Fue apenas en 2003 cuando se consiguió secuenciar el genoma humano. Esto significa que en ese momento tuvimos un mapa de la composición de nuestro material genético. El lenguaje utilizado para escribir la totalidad del ADN o ácido desoxirribonucleico de todos los seres vivientes de nuestro planeta, utiliza únicamente cuatro letras, AGTC, iniciales de las bases adenina, guanina, timina y citosina, que unidas en pares de timina con adenina o guanina con citosina, forman los peldaños de la escalera retorcida o doble espiral del ADN.

Conocer el genoma de un ser vivo permite conocer su predisposición genética hacia ciertas enfermedades, así como saber la forma en que se desarrollan algunas afecciones y, de manera muy especial, nos permite ir desentrañando los mecanismos y los caminos de la evolución.

Y dado que una de las peculiaridades de la evolución humana ha sido nuestra relación con el perro, no fue extraño así que, sólo tres años después de que se secuenciara el genoma humano, los biólogos moleculares anunciaran la secuenciación del genoma de otro animal, un perro, concretamente uno de la raza boxer.

El anuncio del trazado del mapa genético completo de un perro lo hicieron en 2006 científicos del Instituto de Investigación Genómica en Rockville, Maryland, en los Estados Unidos. El biólogo molecular Ewen Kirkness expresó sus esperanzas de que eventualmente se pudieran identificar los genes responsables no sólo de enfermedades en los perros, sino también de otras características peculiares, tanto físicas como de comportamiento capaces de ayudar a la comprensión de varias enfermedades humanas.

Y es que, quizás por sus años unidos, los perros y los seres humanos comparten una gran cantidad de enfermedades, como la diabetes, la epilepsia o el cáncer. Sin embargo, resulta que es más fácil identificar en los perros algunos genes que, por simplificar la explicación, podríamos llamar causantes de ciertas enfermedades.

Una enfermedad en un ser humano puede ser producida por mutaciones en varios distintos genes, mientras que en el perro, sólo una mutación de un gen puede causar una enfermedad. Y es precisamente el mismo gen mutado el que ocasiona la misma enfermedad en los seres humanos.

Mientras que el genoma humano está formado por 3 mil millones de pares de bases (AT o CG) que forman unos 23.000 genes capaces de codificar proteínas, además de muchos otros genes no codificantes, secuencias regulatorias y grandes tramos de ADN que simplemente no sabemos qué función cumplen, el genoma del perro incluye unos 19.300 genes capaces de codificar proteínas, y la enorme mayoría de ellos son idénticos en el ser humano.

La búsqueda de genes que predisponen a una enfermedad, la ocasionan, la facilitan o la desatan, se facilita gracias a que distintas razas de perros tienen notables tendencias estadísticas a sufrir algunas enfermedades, trastornos o afecciones. Dado que las razas han sido creadas fundamentalmente por el capricho humano, y generalmente atendiendo más al aspecto del animal que a su comportamiento, el estudio de las diferencias genéticas entre razas de perros puede ayudar a identificar más fácilmente a los genes detrás de ciertas enfermedades.

En marzo de este año, investigadores del Instituto Nacional de Investigaciones del Genoma Humano de los Estados Unidos publicaron nuevos estudios sobre la morfología canina analizando las variaciones visibles en la especie buscando, precisamente, la identificación de genes concretos.

Por ejemplo, la comparación genética entre todas las razas que muestran una característica identificativa (como las patas cortas) y las razas que no tienen esta peculiaridad hace un poco más fácil hallar cuáles son las instrucciones genéticas que “ordenan” que las patas crezcan o dejen de hacerlo cuando aún son pequeñas.

Prácticamente ningún científico serio pone en tela de juicio hoy en día de que los perros son simplemente una subespecie domesticada del lobo gris europeo. El lobo es Canis lupus y nuestros perros son Canis lupus familiaris, lobos familiares, genéticamente tan iguales a los lobos que pueden procrear descendencia perfectamente fértil, una de las indicaciones más claras de que dos animales son de una misma especie.

Son animales cuya infancia hemos prolongado al domesticarlos (un proceso llamado neotenia que también experimentó la especie humana) y cuyo aspecto externo hemos moldeado a veceds de modo inexplicablemente caprichosos. Pero dentro del más manso pekinés, del más diminuto yorkshire, del más inteligente border collie o del más confiable cuidador de niños bóxer hay un lobo, nuestro lobo.

Ese lobo entró en la vida de los grupos humanos hace cuando menos 15.000 años, y muy probablemente mucho antes, pues algunos científicos se basan en algunas evidencias para hablar de domesticación ya hace más de 35.000 años.

Parte de esa domesticación se hace evidente en algunos rasgos de comportamiento singulares de estos compañeros para la diversión y el trabajo: su desusada inteligencia. Aunque hacer pruebas fiables para medir la inteligencia canina no es sencillo, está demostrado que el perro tiene disposición a aprender, herramientas cognitivas para resolver problemas y cierto nivel de aparente abstracción (especialmente en situaciones sociales), además de tener una capacidad de imitar al ser humano sólo comparable a la de otros primates.

Esta inteligencia es parte de lo que ha convertido al perro en un ser indispensable para muchas actividades, desde el pastoreo hasta las tareas de lazarillo, guardián, cobrador de presas en cacerías o incluso auxiliares en el diagnóstico de ciertas enfermedades por su capacidad de reconocer por el olfato sustancias relacionadas con enfermedades como la tuberculosis o ciertos tumores.

También en ese terreno, en el de la inteligencia, el conocimiento del genoma del perro ofrece la posibilidad de ayudarnos a entender la genética de nuestro cerebro, de nuestras emociones, de lo que nos hace humanos.

Y, ciertamente, nuestra relación con el perro es una de las cosas que nos hace peculiarmente humanos.

El lobo hogareño

Aunque en el mundo hay más de 300 razas distintas de perros (además de esa enorme población de canes denominados genéricamente “mestizos” por no ajustarse a los arbitrarios parámetros que definen a alguna raza), la genética nos enseña que nuestros compañeros se pueden agrupar en sólo cuatro tipos de perros con diferencias estadísticas significativas: los “perros del viejo mundo” como el malamuy y el sharpei, los mastines, los pastores y la categoría “todos los demás”, también llamada “moderna” o “de tipo cazador”.