Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Júpiter, ¿una estrella fallida?

Imagen de Júpiter captada por la sonda
Cassini-Huygens
(Foto D.P de NASA/JPL/University of
Arizona, via Wikimedia Commons)
Es el mayor planeta de nuestro sistema solar, uno de los más intensa y apasionadamente estudiados y un gigante de gas que algunos sueñan que pudo ser nuestro segundo sol.

El planeta más grande de nuestro sistema solar, Júpiter, es una presencia destacada en los cielos de la Tierra, pues aparece como el cuarto objeto más brillante que hay en la esfera celeste, después del Sol, la Luna y Venus, salvo en algunas ocasiones en que Marte tiene un mayor brillo aparente.

Ya los astrónomos babilónicos se ocuparon de este singular cuerpo celeste, y varias culturas se interesaron en lo que era evidentemente un planeta muy grande. Los astrónomos hindús del siglo V de nuestra era calcularon que Júpiter tenía un diámetro de unos 67.000 kilómetros, mientras que la astronomía islámica del siglo VIII lo estimaba en 97.000 kilómetros. Ninguno se acercó al asombroso tamaño de este gigante, que es de 143.000 kilómetros, bastante más de diez veces el diámetro de la Tierra (12.700 km).

El interés por Júpiter aumentó a principios del siglo XVII, cuando Galileo Galilei descubrió las cuatro mayores lunas de Júpiter –Io, Europa, Ganímedes y Calisto– hoy conocidas precisamente como "lunas galileicas". Las implicaciones astronómicas y cosmológicas de sus descubrimientos fueron, por desgracia, menor evidentes en el momento que las de orden religioso, con los resultados ya conocidos.

Mayores y mejores telescopios que el construido por Galileo permitieron estudiar más a fondo el planeta. En la década de 1660, Giovanni Cassini descubrió las manchas y bandas del planeta, junto con el curioso hecho de que las bandas giran a velocidades diferentes y notó su forma achatada en los polos. Muy poco después, Robert Hooke y el propio Cassini descubrirían independientemente una de las características más distintivas del planeta, la Gran Mancha Roja, un óvalo que hoy sabemos que es una tormenta anticiclónica persistente que ha durado al menos 180 años, pero probablemente tiene muchos más.

No fue sino hasta 1892 cuando se descubrió un quinto satélite de Júpiter. Los demás miembros de la corte de 63 lunas que siguen al planeta fueron descubiertos por sucesivas misiones de sondas robóticas. Muchas de esas lunas surgieron cuando se formó el planeta, mientras que otras fueron capturadas por su campo gravitacional.

Júpiter tarda casi 12 años terrestres en dar la vuelta al sol, y sin embargo tiene el día más corto del sistema solar, pues da una vuelta sobre su eje cada 9 horas y 55 minutos, lo que influye en la intensa actividad de los gases en su superficie.

Al ser un planeta tan grande, y estar formado por materia gaseosa, sin un suelo donde se pudiera “aterrizar” como lo soñó la ciencia ficción primigenia, no era extraño que tarde o temprano alguien se preguntara si Júpiter no podría ser una estrella, un segundo sol cuya ignición incluso podría provocar el hombre.

Estrellas binarias

La estrella más cercana al sol, nuestra vecina cósmica, es en realidad una estrella triple, que conocemos como Alfa Centauri. El sistema esté formado por una enana roja llamada Proxima Centauri y dos estrellas visibles, alfa Centauri A y B, que giran alrededor una de otra o, para ser exactos, alrededor de un centro de masa común. Son un sistema binario, concepto usado por primera vez por el astrónomo británico Sir William Herschel en 1802 para diferenciar a las estrellas dobles que simplemente estaban cerca una de otra de las parejas de estrellas gravitacionalmente unidas.

En el caso de Alfa Centauri, la estrella A es la más brillante y es por tanto la estrella primaria, mientras que la B es la acompañante. Hasta hoy no se ha podido determinar si Proxima Centauri también está gravitacionalmente unida a las otras dos.

La existencia de los sistemas binarios es muy útil para los astrónomos, que utilizan el cálculo de sus órbitas para determinar la masa de las estrellas con gran precisión, lo que les permite estimar con mayor exactitud la masa de estrellas similares que no están en sistemas binarios.

Las estrellas binarias no son tan desusadas como podríamos pensar. Aunque no se descarta la probabilidad, aunque baja, de que algunas se hayan formado por una “captura gravitacional”, donde una estrella grande captura a otra más pequeña en su campo gravitacional, los astrónomos consideran que la mayoría son resultado de los propios procesos de formación de las estrellas, y el enorme número de sistemas binarios descubiertos hace pensar que se trata de un acontecimiento bastante común.

¿Podría Júpiter ser una estrella? Su tamaño no es mucho menor que el de nuestra ya mencionada vecina, Proxima Centauri, pero la masa de ésta es mucho mayor a la de Júpiter. ¿Qué se necesitaría para convertir a Júpiter en un segudo sol de nuestro sistema?

Fundamentalmente, más masa.

En realidad, y pese al nombre común de “gigantes gaseosos”, la materia que forma a Júpiter está en un estado en el que lo gaseoso y lo líquido no se diferencian, y sería más exacto llamarlos planetas fluidos. En su centro, Júpiter tiene hidrógeno en estado sólido, metálico, pero la mayor parte de su volumen consta de hidrógeno y helio, con vestigios de otros gases.

Si le añadiéramos masa a Júpiter, más hidrógeno o helio, su diámetro prácticamente no variaría debido a su potente campo gravitacional. Sólo tendríamos que añadir 50 veces más masa a Júpiter (es decir, sumar 50 planetas fluidos del tamaño de Júpiter) para que su gravedad y su masa desencadenaran el proceso de fusión de núcleos de hidrógeno que convertiría al planeta en una semiestrella de las conocidas como “enanas marrones”. Para que fuera una verdadera estrella, una enana roja, su masa debería ser 80 veces mayor.

Aunque la idea es tremendamente seductora, y la imagen de un cielo con dos soles sin duda tiene un poderoso atractivo, nuestro sistema solar nunca estuvo siquiera cerca de tenerlos, de contar con un sistema binario de estrellas. Tenemos un sol, un único sol que nos basta y nos sobra, y un vecino gigantesco que aún tiene muchas historias por contarnos.

Que no es poca cosa.

Las misiones a Júpiter

Desde 1973, cuando la Pioneer 10 sobrevoló Júpiter, otras siete misiones han visitado al gigante y a sus lunas: Pioneer 11 en 1974, que observó por primera vez los polos jovianos; Voyager 1 y 2 en 1979, que descubrieron los anillos de Júpiter, invisibles desde la Tierra; Galileo, que quedó en órbita alrededor de Júpiter durante ocho años desde diciembre de 1995; Ulises, misión conjunta NASA- ESA, que observó Júpiter en 1992 y 2003-2004 en su órbita alrededor del sol; Cassini, que pasó por Júpiter en 2000 camino a su misión principal en Saturno, y New Horizons, que visitó el planeta en 2007. A futuro, en 2011 está prevista la misión Juno y, para 2020, la Europa-Júpiter, donde volverá a participar la ESA.

Los asombrosos lémures

Sifaka de Coquerel
(Foto CC-BY-2.0 Frank Vassen, via Wikimedia Commons)
Extraños fantasmas vivientes que posiblemente guardan el secreto del surgimiento de los primates, el primer paso evolutivo hacia el ser humano.

Seres que sólo se encuentran en Madagascar. Habitantes de la noche con ojos gigantescos que brillan en la oscuridad. Ágiles cuerpos que parecen enormes gatos con colas erguidas y pulgares oponibles. Animales que avanzan a saltos sobre sus patas traseras mientras las delanteras muestran manos exquisitamente formadas. Todo un arcoiris de más de 50 especies bajo un solo nombre: lémures.

El nombre lémur, palabra latina para los “espectros de la noche”, lo asignó el fundador de la moderna nomenclatura taxonómica, Carl Linnaeus al loris esbelto rojo, pero pronto se aplicó a todos los primates de Madagascar, una alargada isla de Madagascar, la cuarta mayor del mundo, situada en el océano índico, frente a la costa este del sur de África. En ella encontramos una asombrosa variedad de formas de vida. Como ocurre con Australia, el aislamiento permite que se encuentre allí gran cantidad de especies que no existen en ningún otro lugar del mundo, entre ellos los lémures y algunas especies de baobab, el árbol inmortalizado en El principito.

Los lémures son primates strepsirrinos (los tarseros, monos y antropoides –lo que nos incluye– pertenecemos al orden de los haplorrinos), y forman dos superfamilias con una gran diversidad de especies. No se trata de los primates primigenios como algunos creen, pero nos permiten atisbar cómo fueron esos primates que comenzaron el camino evolutivo hacia los monos modernos.

Todo ese camino evolutivo hacia las especies humanas pasa por tres elementos que están presentes en los lémures. Primero está el bipedalismo, que se encuentra parcialmente en algunas especies de lémures como el sifaka o el indri, pero que no ha sido favorecido por el entorno de selva pluvial en el que viven estos animales. En segundo lugar está la conversión de la pata delantera en mano con pulgar oponible, rasgo de la mayoría de los lémures. Y en tercer lugar está el desarrollo de la capacidad craneal, permitiendo la existencia de un cerebro mayor.

Esto hace de los lémures un importante recurso en la reconstrucción de la evolución humana. Un recurso que sin embargo está en grave peligro por la destrucción de su hábitat. Para la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, organización conservacionista científica y democrática, casi la totalidad de los lémures de Madagascar están en la lista de especies en peligro de extinción inmediato o cercano.

Entre ellos está el aye-aye, el único representante sobreviviente de una gran familia de lémures, un animal nocturno misterioso, elusivo, y conocido como la versión mamífera del pájaro carpintero. Tiene un huesudo y alargado dedo medio que utiliza para golpear la corteza de los árboles y escuchar dónde hay huecos que puedan revelar la presencia de larvas. Una vez hallado el hueco, usa sus afilados incisivos para roer la madera, encontrar el hueco y extraer su alimento con el largo dedo.

El peligro de extinción del aye-aye no se debe sólo a la destrucción de su hábitat, sino también a las supersticiones locales que lo consideran animal de mal agüero y símbolo de la muerte, y se cree que si nos señala con su largo dedo buscador de larvas, nos concena a muerte. Por todo esto, es costumbre en gran parte de Madagascar matar a cualquier aye-aye que se descubra.

Otro lémur en riesgo de extinción es el indri, el mayor de todos los lémures con un peso de hasta 8 kg. Es un animal estrictamente diurno, que come plantas, flores y frutas, vive en grupos de hasta 5 individuos y es famoso por sus cantos colectivos. En este caso, las supersticiones locales protegen al indri como animal sagrado y bondadoso, pero la agricultura de roza y quema, necesaria en las escuálidas condiciones económicas de Madagascar es la responsable de la reducción de su hábitat.

El genus sifaka incluye al menos 8 especies distintas, y todas ellas también están en peligro. Estos herbívoros sociales que viven en grupos de hasta 13 individuos y que asombran por su bipedalismo cuando están en tierra, aunque su hábitat normal son los árboles. Los riesgos que sufre son igualmente variados, desde ser cazado como alimento hasta la agricultura que invade su hábitat, incendios forestales y la tala de árboles para hacer carbón.

Finalmente, está igualmente en peligro el más conocido de la familia, el lémur de cola anillada, popularizado por la película llamada, precisamente Madagascar, en la figura del rey Julien. Esta especie altamente agresiva y matriarcal, que vive en bandas de hasta 30 individuos, se reproduce con facilidad. Por ello, pese al riesgo de extinción por todas las causas ya señaladas, se le encuentra muy extendida en los zoos del mundo.

El enorme tamaño de Madagascar (mayor que toda Francia), su accidentada geografía, sus convulsiones políticas y su extrema pobreza han dificultado tradicionalmente la exploración de su biodiversidad, tanto que año tras año se informa del descubrimiento de nuevas especies de lémures.

Apenas en marzo de 2010 se anunció que había sido observada una variedad de lémur de Coquerel que, por el lugar donde se vio y por sus características físicas, podría ser una nueva especie, distinta de los dos lémures ratones gigantes ya conocidos.

Un mes después, en abril, se descubría una población viva de lémures enanos de Sibree, una especie descubierta en 1896 pero que no se estudió en su momento. La destrucción de la pluviselva que era su hábitat hizo creer que se había extinguido por completo, de modo que el descubrimiento de una colonia de unos mil individuos era, sin duda, una buena noticia.

En noviembre de 2005 una especie de lémur recibió un nombre singular, Avahi cleesei, en honor a John Cleese, popular ex miembro de la troupe de Monty Python. Pero la distinción no fue por la comedia de Cleese ni la imagen entre misteriosa y cómica que tienen los lémures a nuestros ojos, sino a la labor del actor británico en pro de la conservación a través de diversas acciones, entre otras un documental sobre los peligros que amenazan la singular población de lémures de Madagascar.

Madagascar

Hace 170 millones de años, Madagascar se separó de lo que hoy son el sur de África y de América manteniéndose unido a la India, hasta que hace unos 88 millones de años se desgajó de ésta. La India siguió su camino hasta chocar de nuevo con el continente euroasiático (accidente que provocó el plegamiento de la corteza terrestre que llamamos la cordillera del Himalaya, mientras que Madagascar comenzó su vida en un aislamiento que permitió que sobrevivieran y siguieran evolucionando incluso especies que se extinguieron en África y América, como los lémures.

El hereje que amplió el universo

Adalid de la libertad de pensar y cuestionar, y de las actitudes políticamente incorrectas, Giordano Bruno fue quien por primera vez imaginó un universo infinito.

Estatua de Giordano Bruno en la plaza
de Campo de Fiori, Roma
(fotografía D.P. David Olivier
vía Wikimedia Commons)
La estatua que ocupa el centro de la plaza Campo de Fiori en Roma, a dos calles del Río Tíber, es un tanto siniestra: un monje dominico con la capucha hacia adelante, sombreando el rostro mira hacia el frente con la cabeza ligeramente inclinada, tiene ante sí las manos cruzadas por las muñecas, como si estuviera maniatado y sostiene contra su cuerpo uno de sus libros.

El hombre representado en esa estatua de 1889, Giordano Bruno, murió quemado el 17 de febrero de 1600 en esa misma plaza, que ya era, como hoy, un concurrido mercado romano, acusado de muchos y muy graves crímenes de herejía, sostener opiniones contrarias a la fe católica, tener opiniones “equivocadas” según la Inquisición y, especialmente, por afirmar que en un universo infinito y eterno había innumerables mundos habitados.

El miedo a sus palabras era tal que se le condujo al quemadero con la boca torturada por pinchos de hierro para evitar que hablara.

Filippo Bruno nació en Nola, Campania, en 1548 y asumió el nombre Giordano al ingresar a la orden de los dominicos donde se ordenó sacerdote a los 24 años. Sólo cuatro años después, habiendo llamado la atención por su libre pensamiento y su gusto por los libros prohibidos por la iglesia, optó por abandonar la orden y la ciudad. Emprendió interminables viajes dando clases de matemáticas y de métodos de memorización que le valieron el interés de poderosos mecenas que, finalmente, acababan echándolo de su lado por sus opiniones escandalosas y su gusto por el debate.

De Génova a París y a Londres, donde daría clases en Oxford. Después de vuelta a París, Marburgo, Wittenberg, Praga, Helmstedt y Frankfurt lo acogieron mientras escribía y publicaba poco a poco sus obras, entre ellas Del universo infinito y los mundos, de 1584.

Su filosofía sería una expresión de la floreciente revolución científica, asumiendo una duda sistemática y buscando que no sólo la filosofía respondiera a las grandes preguntas. En su original visión, las ideas eran sólo sombras de la verdad, no la verdad misma.

El filósofo era uno de los frentes de batalla de la ruptura con la autoridad de los textos antiguos, considerada el camino hacia el conocimiento durante siglos. ¿Por qué era verdad algo si lo decía Aristóteles? Y más aún, ¿por qué preferir a Aristóteles cuando la experiencia nos muestra que Aristóteles está equivocado?

Durante siglos, las disputas sobre el conocimiento se zanjaban acudiendo a lo dicho por Aristóteles, o a la interpretación de algún pasaje aristotélico. Nadie se atrevió en siglos, tal es la fuerza de la imposición de la verdad social, a señalar que las moscas no tenían cuatro patas, como creía el filósofo de Estagira, pues bastaba atrapar una mosca y contarle las patas para ver que en realidad tenían seis. O que, en un famoso ejemplo destacado por Bertrand Russell en el siglo XX, las mujeres no tenían menos dientes que los hombres.

Ante el aristotelismo, Bruno asume la posición de Copérnico, la nueva astronomía, y la defiende con pasión en su libro La cena del miércoles de ceniza. Durante diez años, de 1582 a 1592, sería prácticamente el único filósofo dedicado a difundir esta visión, adicionada con sus propias conclusiones que le llevan incluso a atisbar la relatividad cuando observó que no hay un arriba y abajo absolutos como creía Aristóteles, sino que “la posición de un cuerpo es relativa a la de otros cuerpos. En todo lugar hay un cambio relativo incesante de la posición por todo el universo”.

Pero el principal delito de Bruno a ojos de su encausador, el cardenal Belarmino (que años después lanzaría su furia contra Galileo), era aplicar el razonamiento a los misterios de la religión, rechazando así la virginidad de María, la divinidad de Cristo y, en general, las enseñanzas de la Biblia, hasta acabar asumiendo una visión panteísta, donde todo era una manifestación de dios.

Pero, sobre todo, Giordano Bruno es recordado por imaginar un concepto totalmente novedoso: Libertes Philosophica, lo que hoy llamamos la libertad de pensar, de soñar, de filosofar sin ataduras impuestas exteriormente. La libertad de investigar el mundo a nuestro alrededor y alcanzar conclusiones independientes.

Y una de las conclusiones independientes de Giordano Bruno desafiaba las creencias prevalecientes más directamente que incluso la visión copernicana del universo. Escribió Bruno: "Hay un solo espacio general, una sola vasta inmensidad que libremente podemos llamar el vacío, en ella hay innumerables orbes como éste, sobre el que vivimos y crecemos, y declaramos que este espacio es infinito, pues ni la razón ni la conveniencia, la percepción de los sentidos ni la naturaleza le asignan un límite".

En la visión de Bruno, el hombre como cumbre de la creación, según la narración del Génesis, perdía su posición central. Si Copérnico quitaba a la Tierra del centro del universo para colocar en él al sol, Giordano Bruno simplemente se imaginaba infinitos mundos con otros seres vivos, iguales a los seres humanos, quizá con sus adanes, quizá incluso sin pecado original. La idea era un abismo para sus contemporáneos. Para Bruno, el panteísta, dios “es glorificado no en uno, sino en incontables soles; no en una sola tierra, un solo mundo, sino en miles y miles, diría una infinidad, de mundos”.

El universo que constaba de la tierra rodeada de la esfera celeste, tras la cual transcurría el paraíso, se convertía bajo la intuición de Giordano Bruno en un espacio sin límites, tan grande como la propia deidad.

Acusado de hereje por uno de sus mecenas, Zuane Mocenigo, decepcionado porque Bruno le enseñaba filosofía y no secretos del ocultismo mágico, como esperaba, sus libros y opiniones obraron en su contra. Detenido en 1592, el filósofo habría de padecer siete años de prisión, torturas, interrogatorios y exigencias de una total retractación de todas sus ideas, algo que Bruno no pudo hacer. Su último recurso, ante el papa Clemente VIII, fue inútil. Para el Papa también era culpable y su único camino era el de la hoguera.

Le siguieron sus libros. Toda su obra fue incluida en el Índice de Libros Prohibidos en 1603.

Interrogado

En uno de sus últimos interrogatorios, sabiendo que la sentencia de muerte le esperaba, Bruno respondió, según documentos del Vaticano: “... las teorías sobre el movimiento de la tierra y la invmovilidad del firmamento o el cielo son producidas por mí sobre bases razonadas y seguras, que no minan la autoridad de las Sagradas Escrituras [...] Respecto del sol, digo que no sale ni se pone, ni lo vemos salir ni ponerse, porque si la Tierra gira sobre su eje, ¿qué queremos decir con salir o ponerse?”

50 años de la píldora anticonceptiva

Margaret Sanger (1879-1966) en 1922
(Foto D.P. de Underwood & Underwood,
via Wikimedia Commons)
Separar las relaciones sexuales de la procreación siempre fue sencillo para los hombres. Pero las mujeres tuvieron que esperar a la llegada de un sistema simplemente conocido como "la píldora".

Desde que el ser humano comprendió que las relaciones sexuales causaban el embarazo, se inició una prolongada lucha por conseguir el disfrute sexual sin la reproducción, ya para ocultar relaciones inaceptables (sexo prematrimonial o extramatrimonial) o por causas económicas o de salud de la mujer.

Esto implicaba problemas: en muchas sociedades, los hijos se consideran "propiedad" del padre, y las religiones tienen visiones distintas respecto de la sexualidad, además de que todas favorecen la reproducción. Este contexto cambia, además, según el método anticonceptivo usado: coitus interruptus (o “marcha atrás”), pesarios, distintas pócimas herbales, abortos quirúrgicos, etc.

Hace 50 años, en 1960, apareció un nuevo procedimiento de control natal que era seguro y altamente eficaz: la píldora anticonceptiva, cuya influencia en nuestra cultura ha sido tal que, en 1999, la revista The Economist declaró que era el invento más importante del siglo XX

La gran promotora de la píldora anticonceptiva fue la enfermera y defensora de la planificación familiar Margaret Sanger. Habiendo visto los resultados de los embarazos no deseados entre las mujeres pobres de Nueva York, decidió oponerse a las leyes estadounidenses a partir de 1912, escribiendo artículos de salud reproductiva y estableciendo clínicas de control natal que la llevarían más de una vez a la cárcel.

En la década de 1930 se descubrió que las hormonas evitaban la ovulación en conejos. ¿Un medicamento a base de hormonas podría evitar la ovulación en las mujeres? Para 1940, los científicos habían entendido el ciclo reproductivo femenino y establecieron que una vez que la mujer se embaraza, su fertilidad se suspende porque sus ovarios secretan estrógeno, que hace que la glándula pituitaria no libere las hormonas necesarias para la ovulación, y progesterona, que suprime la producción de la hormona luteinizante.

Pero la progesterona obtenida de animales era prohibitivamente costosa. Hubo de llegar Russell Marker, que en 1943 descubrió un procedimiento para extraer progesterona de fuentes vegetales y encontró en México un árbol cuya raíz tenía grandes cantidades de progesterona natural, el llamado “cabeza de negro”. Esto permitió avanzar las investigaciones mientras se encontraba la forma de sintetizar esta sustancia.

En 1951, el químico mexicano Luis Ernesto Miramontes, del equipo del Dr. Carl Djerassi, consiguió sintetizar la 19-noretisterona, una forma de progesterona. Poco después, Frank Colton desarolló otra forma sintética llamada noretinodrel. Estos químicos no pensaban en anticonceptivos, sino en conocer las hormonas, por entonces una rama de la investigación en plena efervescencia.

Ese mismo año, Margaret Sanger conoció al endocrinólogo Gregory Pincus, el pionero que había logrado la primera fertilización in vitro de conejos en 1937. Con ya más de 80 años de edad, se lanzó a una campaña de recaudación de fondos para apoyar las investigaciones del pequeño laboratorio de Pincus, reuniendo más de 150.000 dólares.

Pincus y Min Chueh Chang emprendieron el estudio de la noretisterona en animales, y el Dr. John Rock se ocupño de los estudios en seres humanos, empezando con la seguridad de la sustancia. Más difícil era hacer los estudios clínicos en cuanto a la capacidad anticonceptiva de la píldora, pues apoyar siquiera la anticoncepción era un delito en Massachusets, donde trabajaba Rock.

Por ello, las pruebas tuvieron que trasladarse a Puerto Rico, donde ya había clínicas de control de la natalidad. Un dato curioso fue que algunos de los informes de efectos secundarios que hicieron las mujeres participantes en el experimento permitieron descubrir que los placebos también podían causar los mismos efectos, abriendo la puerta a la moderna medicina basada en evidencias. Las pruebas siguieron con más voluntarias en México, Haití y Los Ángeles.

La píldora Enovid fue autorizada en 1957 por la Administración de Alimentos y Medicamentos de los EE.UU.como un medicamento para los trastornos de la mensturación, y el laboratorio luchó hasta que el 23 de junio de 1960 obtuvo la aprobación de su producto como anticonceptivo, aunque sólo para mujeres casadas.

Por primera vez, la mujer tenía una forma controlable sólo por ella (a diferencia del condón o la marcha atrás, que requerían la participación activa de su pareja) para evitar el embarazo como consecuencia de las relaciones sexuales. Se iniciaba la “revolución sexual”.

En la mayoría de los países estaba prohibida la venta y uso de toda forma de anticoncepción, pero el impulso de la píldora y su significado social y psicológico para las mujeres fue derribando muros. Los gobiernos se vieron forzados a autorizar la píldora anticonceptiva y con ella otras formas de evitar embarazos no deseados, como el dispositivo intrauterino, la píldora del día después

Y esto significaba que la mujer, como el hombre, podía tener una vida sexual sin necesidad de comprometerse a largo plazo con el matrimonio y la reproducción. Más aún, podía posponer ambos acontecimientos para ajustarlos a una visión más amplia de su vida y su rol en la sociedad.

A Estados Unidos siguieron la aprobación para su venta en Australia, el Reino Unido y Alemania (Occidental) en 1961, Francia en 1967, Canadá en 1969 e Italia en 1971. España tendría que esperar hasta 1978.

Al paso del tiempo, las distintas presentaciones de la píldora anticonceptiva se han refinado, necesitando cantidades menores de hormonas, lo cual también ha disminuido los efectos secundarios sobre las usuarias. El más reciente estudio citado por la revista Time en abril, un seguimiento de 46.000 mujeres durante casi 40 años, demostró que las mujeres que toman la píldora no experimentan los riesgos más frecuentemente citados y, de hecho, tienen menos probabilidades de morir prematuramente por cualquier enfermedad, incluidos el cáncer y las enfermedades cardiacas.

Pero su efecto sobre la sociedad, sobre la libertad y autoafirmación de la mujer, sobre la cultura humana sigue siendo profundo, tanto que a los 50 años de su primera autorización, sigue siendo más que un medicamento, un símbolo de una nueva era.

Las religiones y la píldora

Para muchas iglesias cristianas, la píldora es simplemente inaceptable por considerarse que va contra los dictados de la Biblia. El judaísmo, por su parte, considera más aceptable la píldora que los condones o la marcha atrás, pero la mujer sólo puede usarla después de haber parido al menos una vez. El hinduísmo, el islam (con algunas excepciones) y el budismo no tienen prohibiciones concretas contra la píldora.

La comprensión de nuestras emociones

Duchenne provocando expresiones
faciales en uno de sus sujetos
experimentales.
(D.P. vía Wikimedia Commons)
Las emociones nos definen singularmente muchas veces más que nuestro intelecto o nuestras capacidades físicas. Pero esa chispa que vive en nuestro interior sigue siendo uno de los más profundos misterios.

Júbilo, tristeza, furia, nostalgia, calma interior, miedo, timidez, sorpresa... nuestras emociones son entidades misteriosas, subjetivas por cuanto que sólo podemos experimentarlas nosotros interiormente, pero absolutamente reales si nos atenemos a su expresión exterior, y a la identidad, simpatía o solidaridad que podemos experimentar al ver tal expresión.

Los filósofos, que durante la mayor parte de la historia humana dominaron la reflexión acerca de las emociones, nos recuerdan que no existe forma de saber si una persona siente lo mismo que otra, pues no podemos comparar la experiencia subjetiva de dos personas a la muerte de un ser querido o ante el gol del triunfo de su equipo de fútbol.

Pero las demostraciones externas de estas emociones son tan similares que deben tener un significado. El llanto, la expresión de abatimiento, los suspiros, en el primer ejemplo, nos sugieren que lo que las personas están experimentando debe ser similar.

Y lo mismo ocurre con la reacción que provoca en nosotros ver las emociones en otros, como cuando un grupo estalla jubiloso ante el gol de su equipo, creemos saber lo que sienten, el corazón acelerado, el hormigueo en la piel, las ganas de reír y, curiosamente, sí, de abrazar y en ocasiones hasta besar a alguien a nuestro alrededor, quien sea.

Quizá la forma más curiosa de compartir emociones que tiene el ser humano sea el arte, que a través de muy diversos medios consigue plasmar las emociones del creador y evocarlas (o emociones muy similaresi) en sus espectadores.

Nuestras emociones son respuestas a ciertos acontecimientos que nos resultan relevantes, y que disparan cambios en nuestro cuerpo y provocan un comportamiento característico, como el llanto del deudo o el grito del aficionado deportivo.

Pero no fue sino hasta muy recientemente, a partir del siglo XIX, cuando las consideraciones filosóficas acerca de nuestras emociones se empezaron a estudiar por medio de la ciencia. Esto quiere decir que se empezaron a proponer hipótesis explicativas que podían explorarse experimentalmente y por medio de observaciones, para validarlas o rechazarlas.

El psicólogo estadounidense William James, por ejemplo, teorizó que las emociones eran simplemente una clase peculiar de sensaciones causadas por cambios en las condiciones fisiológicas de las funciones autonómicas y motoras. Decía James en 1884: “nos sentimos tristes porque lloramos, furiosos porque golpeamos, temerosos porque temblamos”.

Sin embargo, sin que James lo supiera, esta teoría había sido desmentida experimentalmente varios años antes, por el científico francés Guillaume-Benjamin-Amand Duchenne de Boulogne, quien realizó grandes aportaciones a la naciente neurología ampliando los estudios que Galvani había hecho acerca de la electrofisiología, es decir, la forma en que impulsos eléctricos externos podían provocar la contracción muscular.

Utilizando electrodos aplicados en puntos concretos del rostro de sus sujetos, Duchenne consiguió reproducir expresiones de numerosas emociones humanas. Pero aunque sus sujetos mostraran en su rostro emociones a veces muy intensas y convincentes, ello no hacía que las experimentaran interiormente. Su rostro reía o mostraba miedo, pero no lo sentían. Sin embargo, a través de sus detallados y prolijos experimentos, Duchenne realizó grandes avances en el conocimiento de la musculatura del rostro, de las rutas neurales que la activan y de la fisiología de nuestros movimientos, y para la comprensión de la parálisis.

El trabajo de Duchenne influyó además en una de las grandes obras de Darwin, La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, donde proponía la idea de que las emociones y su expresión eran, al igual que los aspectos meramente anatómicos y fisiológicos, producto de la evolución por medio de la selección natural. Era un gigantesco paso para llevar el tema de nuestras emociones de las alturas de lo sobrenatural a la realidad cotidiana capaz de ser estudiada científicamente.

Pero hoy, a punto de terminar la primera década del siglo XXI, seguimos muy lejos de poder comprender científicamente las emociones. La psiquiatría se aproxima a las emociones como parte de su estudio y tratamiento de los desórdenes mentales (categoría ésta, en sí, profundamente conflictiva). La psicología busca comprender los procesos internos que las caracterizan, así como las conductas mediante las cuales se expresan y sus mecanismos fisiológicos y neurológicos. Por su parte, las neurociencias buscan respuestas correlacionando el estudio psicológico con métodos que valoran la actividad cerebral, los neurotransmisores y las distintas estructuras del cerebro que participan cuando experimentamos una emoción.

Alrededor de todos estos estudios se encuentran quienes en la biología evolutiva estudian cómo llegaron a existir las emociones, quienes en la etología comparan emociones entre distintas especies, y quienes analizan las emociones compartidas en estudios sociológicos o cómo utilizarlas en labores terapéuticas diversas.

Somos nuestras emociones de modo tan intenso que bien podría decirse que toda ciencia relacionada con el ser humano las estudia, desde uno u otro punto de vista. Y pese a que nuestros conocimientos son tan limitados, no faltan charlatanes y embusteros que afirman conocer el funcionamiento de las emociones y poder utilizar sus imaginarios conocimientos, en asombrosos actos de magia, para realizar maravillas como la curación del cáncer.

Es cierto que las emociones juegan un papel en nuestros procesos fisiológicos. El misterioso efecto placebo, en el cual las expectativas y el condicionamiento cultural determinan que alguien se sienta mejor si toma una sustancia inocua que cree que es un medicamento, el valor de la relación emotiva médico-paciente e incluso los datos que indican que un bajo nivel de estrés y una buena disposición emocional ayudan a la curación de ciertas afecciones son todos indicadores de que allí hay un universo de posibilidades por descubrir, un verdadero misterio apasionante que vive en cada unbo de nosotros y nos anima a cada momento.

La sonrisa de Duchenne

En sus estudios de la expresión de las emociones, Duchenne descubrió que la sonrisa “verdadera”, la que evoca una emoción, no sólo implica los músculos de las comisuras de los labios, sino el músculo orbicular de los ojos, que eleva las mejillas y forma las patas de gallo a los lados de los ojos. Y lo más asombroso es que la mayoría de nosotros, innatamente, puede diferenciar la sonrisa falsa de la que evoca una verdadera alegría.