Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Lo natural que no lo es tanto

Por todos lados nos bombardean las palabras “natural”, “ecológico” u “orgánico”, pero ¿tienen significado esas palabras en nuestra alimentación?

La zanahoria sólo es anaranjada desde el siglo XVI,
gracias a la selección artificial.
(foto D.P. USDA via Wikimedia Commons)
Imagínese un plato con unas cuantas tuberosas parecidas a zanahorias pequeñas pero de varios cuerpos y color morado casi negro, unos frutos globulares pequeños como uvas y de color naranja profundo, largos tallos de pasto con unas pocas semillas amarillentas y redondas y unas hojas de bordes rizados que parecen hiedra.

Parecería la pesadilla de un entusiasta opositor a la manipulación genética de los alimentos. Pero lo descrito son sólo zanahorias silvestres, tomate salvaje, maíz salvaje y una peculiar planta llamada Brassica olearacea, que da origen al brécol, las coles de bruselas, los repollos y la coliflor, entre otras variedades, todas descendientes de la misma humilde planta que aún se encuentra en lugares como los riscos de yeso de la costa inglesa.

La historia de nuestra alimentación, lo sabemos, es la historia de la domesticación de numerosas especies animales y vegetales. Pero en ocasiones no tenemos muy claro cuán distintos son los productos que encontramos en nuestros platos respecto de sus antecesores lejanos.

De hecho, los ancestros de algunos de nuestros alimentos actuales ya no existen. Hemos descrito una forma de maíz silvestre que existe en la actualidad, el teosinte, pero en la naturaleza ya no existen las mazorcas de granos de maíz como lentejas que se han encontrado en antiguos enterramientos mesoamericanos. El hombre, al llegar a América y encontrar esta planta, la modificó y la seleccionó artificialmente manipulando sus genes por ensayo y error, hasta obtener el maíz que conocemos hoy.

En casos como el de la Brassica olearacea, llamada también mostaza silvestre, pequeñas sutilezas en la selección artificial llevan a cambios verdaderamente notables en el organismo final. Sí, el brécol y las coles moradas son la misma planta, la misma especie, cuyas variaciones naturales fueron aprovechadas por los agricultores al paso de los siglos.

En ocasiones, no fueron sólo las necesidades de conveniencia del cultivo o el sabor las responsables de los cambios que sufrieron distintas especies. Al menos un caso de los que mencionamos en nuestra ensalada terrible del primer párrafo nace del deseo de complacer a los monarcas. Las zanahorias del plato bien podían haber sido negras, rojas o amarillas, además de varias tonalidades del morado.

Pero en el siglo XVII, los agricultores holandeses decidieron quedar bien con la reinante casa de Orange, palabra que significa “naranja” y “anaranjado” en varios idiomas, incluido el francés, el inglés y el holandés. Así, realizaron cruzas y selecciones hasta obtener una por entonces muy novedosa y nunca antes vista zanahoria anaranjada.

Podemos imaginar que antes del siglo XVII, la idea de una zanahoria anaranjada no sólo habría sido extraña, sino incluso rechazada por “antinatural”. Y quizá pasaría lo mismo con nuestros tomates de un furibundo rojo Ferrari, pues los primeros tomates ya domesticados que trajeron los conquistadores españoles a Europa eran más bien amarillentos, lo que explica el nombre en italiano que les dio el botánico Pietro Andrea Mattioli: “pomodoro”, manzana dorada.

En muchos casos no podemos siquiera saber cómo eran los ancestros de nuestro desayuno o cena, pero los cambios sufridos por ellos en miles y miles de años de domesticación los han convertido en formas de vida que poco tienen que ver con las que podríamos llamar “naturales”.

En cuanto a los animales, casi 7.000 años de domesticación separan a los cerdos actuales de los originarios, unos 8.000 separan a la gallina moderna de sus ancestros del sureste asiático... y hasta 10.000 años podrían mediar entre las vacas y los uros de largos cuernos domesticados, como tantas otras especies, en el creciente fértil del Medio Oriente.

¿Qué tantos cambios puede sufrir un ser vivo en un espacio de tiempo tan amplio? Quizá podemos tomar como ejemplo a nuestro compañero más cercano, el perro. Aunque lleva más de 10.000 años con nosotros, y según algunos investigadores bastante más, la gran mayoría de las “razas” o variedades de perro que conocemos hoy tienen apenas unos siglos de existencia, y las más antiguas apenas alcanzan los dos mil años, como los Rottweiler, usados por las legiones romanas para pastorear el ganado de pie con el que viajaban. Es decir, toda la asombrosa y a veces extrema variedad de los perros que conocemos fueron seleccionados artificialmente en unos pocos cientos de años.

Sería muy difícil tomar a un gran danés, un yorkshire terrier y un mastín canario y a partir de ellos extrapolar el aspecto de su ancestro salvaje, el lobo gris.

Nada de lo que un ser vivo toca se mantiene inmutable. El depredador y la presa se influyen mutuamente, se hacen cambiar, evolucionar. Las flores tienen formas y colores que atraen a las abejas, y las abejas tienen aparatos sensoriales capaces de detectar ciertas formas y colores de las flores, al grado de poder ver en la frecuencia ultravioleta, donde las flores mandan intensas señales visuales. Los animales vecinos, que compiten o cooperan o simplemente tratan de mantenerse apartados del camino del otro, también se influyen entre sí.

Eso, es bueno recordarlo, es totalmente natural. Y es lo que el ser humano ha hecho con las plantas y animales que ha utilizado para sobrevivir y tener una existencia más larga y de mejor calidad. Querámoslo o no, nos guste o no, no existen los productos “naturales” con los que algunos, muchas veces con la mejor voluntad del mundo, suelen soñar.

Pero si somos el animal que más ha afectado a su entorno y a las especies con las que interactuamos, también es cierto que somos la única especie viva que está consciente de su impacto sobre el entorno y que tiene tanto la voluntad como los medios tecnológicos para moderar ese impacto, impedir que sea demasiado dañino y reorientar diversas actividades en favor de la conservación de la biodiversidad, el equilibrio ecológico y el mantenimiento de espacios amables para la vida silvestre.

Lo cual, después de todo, sería lo más natural que podemos hacer.

La ingeniería genética por lo natural

Lo que el hombre ha hecho a ciegas, por ensayo y error, durante los últimos 10.000 años al domesticar diversas especies lo podemos hacer ahora con precisión, inteligencia y conocimiento de causa gracias a la ingeniería genética. La presión política, con pocos fundamentos científicos, contra el uso de la tecnología genética está interfiriendo con un análisis racional de las mejores soluciones. Como le dijo la bioquímica Pilar Carbonero a Luis Alfonso Gámez en 2006: “Todos los riesgos achacados a los transgénicos existen desde que la agricultura es agricultura, hace unos 10.000 años".