Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

España en el espacio

Felipe Lafita Babio, pionero
de la astronáutica española
(fotografía de Monografias Históricas de
Portugalete utilizada bajo política
de fair use no comercial ni difamatorio)
Desde antes de Pedro Duque, y hasta la actualidad, durante 50 años España ha estado activa en la aventura espacial.

Para muchos españoles, la presencia de Pedro Duque en la misión STS-95 del transbordador espacial Discovery lanzada el 29 de octubre de 1998 fue la primera noticia de que España estaba desempeñando un papel en la aventura espacial. Ni siquiera el viaje de 1995 de Miguel López Alegría, nacido en Madrid y nacionalizado estadounidense, había concitado tal atención mediática.

Pedro Duque fue además uno de los pocos astronautas en volar misiones de la NASA y de la ESA, al participar en 203 en la Expedición 8 a la Estación Espacial Internacional, en la misión científica que la ESA denominó “Misión Cervantes”.

Hoy, España es la quinta potencia europea en cuanto a la inversión que realiza en la Agencia Espacial Europea, y es, por tanto, uno de los países más activos en la exploración espacial. Una posición difícil de prever en 1942, cuando el ingeniero Felipe Lafita Babio, fundó el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), cuyo primer director sería el científico Esteban Terradas y que es la encargada de la actividad espacial del estado español.

En 1960, apenas tres años después de que el Sputnik 1 diera inicio a la era espacial, el INTA establecía un convenio con la Nasa para la instalación de la estación espacial de Maspalomas, en Gran Canaria, cuya misión original fue colaborar en el seguimiento de las cápsulas espaciales Mercury.

La estación de Maspalomas continúa en actividad y actualmente le ofrece apoyo a la misión Cluster II de la ESA, además de dar asistencia a otras misiones europeas durante las fases de lanzamiento y órbita temprana y a proyectos de la NASA y de JAXA, la agencia espacial japonesa, ocupándose de la recepción, proceso y archivado de datos de observación de la tierra mediante satélites.

No mucho después, en 1964, otro convenio con la NASA establecía el Complejo de Comunicaciones del Espacio Profundo de Madrid, MDSSC, en Robledo de Chavela. Este complejo forma, con sus gemelos de Californa, EE.UU. y Canberra, Australia, el sistema clave de seguimiento de todos los vehículos espaciales de la NASA.

En 1969, una de las cuatro antenas de 34 metros de diámetro con que cuenta el centro, apodada “La Dino”, fue empleada para hacer el seguimiento de la misión Apolo XI, que culminaría con la llegada del hombre a la Luna. El centro tiene además una antena de 70 metros y otra de 26, que también son utilizadas en proyectos de radioastronomía.

En 1978 se inauguraba la Estación de Villafranca del Castillo, dedicada al seguimiento del satélite IUE, dedicado al análisis de la radiación ultravioleta. En 2008 se convirtió en el Centro Europeo de Ciencias Planetarias y Astronomía Espacial (ESAC), sede delas misiones telescópicas espaciales y planetarias de la ESA, y poco a poco va dejando de hacer el seguimiento de misiones que su personal científico realizó las 24 horas del día, los 365 días del año, desde 1981 hasta 2006, para

La Estación Cebreros es parte de la red ESTRACK dedicada al rastreo de distintas naves. Desde 2005, está a cargo del seguimiento de la sonda Venus Express de la ESA, además de realizar labores de rastreo de otras misiones como Mars Express y Rosetta. Su colosal antena parabólica de 35 metros de diámetro es una de las más modernas del mundo

Los satélites españoles

En 1974, el INTA lanzó desde las instalaciones de la NASA en Florida el primer satélite concebido, diseñado y producido en España, el INTASAT, como culminación de un proyecto iniciado seis años atrás. Con sólo 10 kg de peso, el satélite científico cuyo experimento era un fario ionosférico, se puso en órbita el 15 de noviembre a bordo de un cohete Delta.

No sería el único satélite desarrollado y puesto en órbita como parte del programa espacial español.

El UPM-Sat fue un microsatélite desarrollado por la Universidad Politécnica de Madrid, de carácter científico y educativo, lanzado el 7 de junio de 1995 desde la Guayana Francesa en un lanzador Ariane IV-40, y que estuvo activo durante 213 días-

El Minisat 01, cuya carga constaba de un espectrógrafo de rayos ultravioleta, una cámara de rayos gamma y un experimento sobre comportamiento de fluidos en ausencia de gravedad, fue lanzado desde la base aérea de Gando, en Gran Canaria, el 21 de abril de 1997, utilizando una lanzadera espacial Pegasus.

El 29 de julio de 2009, desde Baikonur, Ucrania, se lanzó un cohete Dnepr que llevaba entre su carga el Deimos-1 o Spain-DMC 1, satélite privado de la empresa del astronauta Pedro Duque y parte de un proyecto de observación y captura de imágenes de la superficie terrestre para ofrecer imágenes que ayuden a las acciones en casos de desastres naturales.

Hoy, la Universidad de Vigo se encuentra desarrollando las etapas finales de su satélite Xatcobeo, previsto para lanzarse en otoño de 2010 desde la base europea de la Guayana Francesa.

Sin embargo, la actividad española en la exploración espacial y en la ESA es mucho más amplia en áreas ciertamente menos mediáticos. El INTA cuenta con un centro donde las estructuras diseñadas para la nueva generación de cohetes lanzadores Arianne se someten a pruebas que replican las tensiones y violencia de un lanzamiento y vuelo espacial.

Cuenta con el Centro de Experimentación de El Arenosillo, que desarrolla y lanzan cohetes suborbitales para el estudio de la atmósfera. El Spasolab se ocupa desde 1989 de las pruebas de fiabilidad, durabilidad, rendimiento y certificación de las células de energía solar que utilizan todos los vehículos de la ESA. El INTA además realiza el análisis y diseño de estructuras y mecanismos espaciales, incluyendo desarrollo robótico, trabajos de ingeniería de sistemas espaciales, gestión de proyectos espaciales y mucho más.

Si el futuro está en el espacio, cosa cada vez más certera conforme la actividad en el espacio se vuelve parte de nuestra experiencia cotidiana, existe una muy razonable expectativa de que la ciencia, los científicos, los técnicos y las universidades españolas tengan bien ganado un lugar en ese futuro.

Un pionero frustrado

El título de pionero espacial español pertenece a Emilio Herrera Linares, granadino nacido en 1879 que a principios del siglo XX concibió llegar a la zona más alta de la atmósfera con un globo, un colosal aparato de 26.000 metros cúbicos de capacidad. Para sobrevivir a la experiencia, en diseñó un traje que se podría llamar, en justicia, un traje espacial, que se llegó a construir y probar en 1935 en la Escuela de Mecánicos del aeródromo militar de Cuatro Vientos. Para 1936, todo estaba listo para la gran aventura de Emilio Herrera... pero como tantas otras cosas en España, la experiencia se vio cancelada debido a la asonada militar contra el gobierno legítimo que desembocó en la Guerra Civil.

La descubridora olvidada del ADN

Rosalind Franklin
(foto © utilizada como fair use no comercial ni difamatorio)
Una serie de circunstancias incontrolables ha dejado fuera de la historia del ADN a uno de sus personajes clave, la doctora Rosalind Franklin.

La historia registra, a nivel popular, sólo al británico Francis Crick y al estadounidense James Watson como descubridores de la estructura del ADN. Pero el Premio Nobel de Medicina o Fisiología de 1962 se entregó también a Maurice Frederick Wilkins.

En esa ceremonia, sin embargo, faltaba un personaje fundamental en los trabajos que llevaron al premio concedido a estos tres científicos, la doctora Rosalind Franklin, personaje omitido con demasiada frecuencia en la historia del inicio de la genética moderna, excluida de un premio que se otorgaba a Crick, Watson y Wilkins, según el Comité del Nobel, “por sus descubrimientos referentes a la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su importancia en la transferencia de información en el material vivo”.

Estas palabras explicaban, en el austero estilo de los Premios Nobel, que Crick, Watson y Wilkins habían determinado por primera vez en la historia la estructura del ácido desoxirribonucleico, una sustancia aislada por primera vez apenas en 1869 por el médico suizo Friedrich Miescher. En 1944 se demostró que el ADN era un “principio transformador” que llevaba información genética, lo que se confirmó plenamente en 1952.

Crick y Watson son los más conocidos en la saga del descubrimiento de la estructura del ADN porque fueron ellos los que en 1953 establecieron que el ADN estaba formado por una doble hélice. Su descubrimiento, publicado en abril en la reconocida revista Nature, estaba destinado a dar inicio a una de las mayores revoluciones en la historia de la biología.

Pero es necesario saber cómo llegaron a esta conclusión los dos científicos para poder determinar con certeza el papel que jugó en esta historia la científica británica Rosalind Elsie Franklin, biofísica, física, química, bióloga y cristalografista de rayos X, una lista de logros académicos impresionante, máxime si tenemos en cuenta que la consiguió en una vida trágicamente breve, pues nació en 1920 y murió de cáncer en 1958.

Para mirar lo más pequeño

Sería muy sencillo determinar la forma de la molécula de ADN con un potentísimo microscopio de tunelado por escaneo. Este microscopio, inventado en 1981, puede “ver” perfiles tridimensionales a nivel de átomos. Es un logro tal que sus creadores ganaron el Premio Nobel de Física en 1986.

Pero en la década de 1950, las herramientas al alcance de los investigadores eran mucho más limitadas.

Uno de los sistemas utilizados era la cristalografía de rayos X, un método indirecto para determinar la disposición de los átomos en un cristal. Al pasar un haz de rayos X por un cristal, los rayos X se difractan, sufren una distorsión que cambia según el medio por el que se mueve la onda electromagnética. (La difracción de la luz es la responsable de que un lápiz en un vaso de agua parezca quebrarse al nivel del agua.)

Los ángulos e intensidades de los rayos X difractados captados en una película fotográfica permiten a los cristalógrafos generar una imagten tridimensional de la densidad de los electrones del cristal y, a partir de ello, calcular las posiciones de los átomos, sus enlaces químicos y su grado de desorden, entre otros muchos datos.

En enero de 1951, la joven doctora Rosalind Franklin entró a trabajar como investigadora asociada al King’s College de Londres, bajo la dirección de John Randall. Éste la orientó de inmediato a la investigación del ADN, continuando con el trabajo, precisamente, de Maurice Wilkins.

Lo que siguió no suele salir en las películas y narraciones porque fue el duro y poco espectacular trabajo de Franklin para afinar sus herramientas (un tubo de rayos X de foco fino y una microcámara), y determinar las mejores condiciones de sus especímenes para obtener imágenes útiles. En este caso, el nivel de hidratación de la muestra era esencial.

Habiendo determinado la existencia de dos tipos de ADN, se dividió el trabajo. Wilkins se ocupó de estudiar el tipo “B”, determinando poco después que su estructura era probablemente helicoidal. Rosalind Franklin, por su parte, trabajó con el tipo “A”, generando imágenes que descritas como poseedoras de una gran belleza, y abandonando la teoría de la estructura helicoidal sólo para retomarla después, afinada y perfeccionada.

Una de las fotografías de difracción de rayos X tomada por Franklin en 1952, y que es famosa en el mundo de la ciencia como la “fotografía 51”, fue vista por James Watson a principios de 1953, cuando todos los científicos se apresuraban por resolver el enigma ante el fracaso espectacular del modelo de ADN propuesto por Linus Pauling. Esa fotografía sería fundamental para consolidar el modelo de Crick y Watson.

Rosalind Franklin había redactado dos manuscritos sobre la estructura helicoidal del ADN que llegaron a la revista especializada Acta Cristallographica el 6 de marzo de 1953, un día antes de que Crick y Watson finalizaran su modelo del ADN. Ese mismo día, Franklin dejó el King’s College para ocupar un puesto en el Birbeck College y su trabajo quedó al alcance de otros científicos. Pero ella, al parecer, nunca miró atrás.

El trabajo de Rosalind Franklin se publicó en el mismo número de Nature que el modelo de Crick y Watson, como parte de una serie de artículos (incluido también uno de Wilkins) que apoyaban la idea de la estructura helicoidal doble de la molécula de la vida.

Como la idea de esa estructura helicoidal rondaba por todos los laboratorios de la época, el debate de quién fue el verdadero descubridor de la forma del ADN probablemente no se resolverá nunca. Lo que es claro es que tanto Crick como Watson, Wilkins y Franklin fueron los padres comunes de este descubrimiento que literalmente cambió nuestro mundo y nuestra idea de nosotros mismos.

El modelo de Crick y Watson no fue aceptado y confirmado del todo sino hasta 1960, cuando Rosalind Franklin ya había fallecido. Y como al concederse el Premio Nobel a los descubridores de la doble hélice, el reglamento del galardón impedía que se diera el premio de modo póstumo, Rosalind Franklin quedó sin el reconocimiento al que tenía, sin duda alguna, tanto derecho como los otros tres premiados, y cayó en un olvido del que apenas se le empezó a rescatar en la década de 1990.

Sexismo y más allá

En un mundo académico todavía sexista, como incluso lo admitió Francis Crick años después, Rosalind Franklin dejó atrás el caso del ADN para concentrarse en el ARN, la otra molécula de la vida, y el genoma de muchos vírus. Siguió produciendo artículos científicos (siete en 1956 y seis en 1957) y estudiando el virus de la poliomielitis hasta su muerte. Y probablemente nunca supo que su trabajo había sido la base del éxito de Crick y Watson.

Las células de la empatía

Una neurona de la zona del hipocampo
(foto CC MethoxyRoxy vía
Wikimedia Commons)
Las neuronas espejo, reaccionan tanto al observar una acción como cuando la realizamos nosotros mismos. Las implicaciones del descubrimiento pueden ser arrolladoras.

A principios de la década de 1990, Giacomo Rizzolatti, al frente de un grupo de neurocientíficos formado por Giuseppe Di Pellegrino, Luciano Fadiga, Leonardo Fogassi y Vittorio Gallese de la Universidad de Parma informó del hallazgo de un tipo de neuronas en macacos que se activan cuando el animal realiza un acto motor, como tomar un trozo de comida con la mano, pero también se activan cuando el animal observa a otro realizar dicha acción.

No se trata de neuronas motrices, sino de neuronas situadas en la corteza premotora, y no se activan simplemente al presentarle al mono la comida como estímulo, ni tampoco se activan cuando el mono observa a otra persona fingir que toma la comida. El estímulo visual efectivo implica la interacción de la mano con el objeto.

Los investigadores llamaron a estas neuronas “espejo”, y el descubrimiento dio pie a una enorme cantidad de especulaciones e hipótesis sobre el papel funcional que podrían tener estas neuronas, y muchos investigadores emprendieron experimentos para determinar si el ser humano y otros animales tenían un sistema de neuronas espejo.

El salto de las neurociencias

De todos los objetos y mecanismos del universo, curiosamente, del que sabemos menos es precisamente el que empleamos para entender, para sentir y para ser humanos: el cerebro.

El estudio de nuestro sistema nervioso se vio largamente frenado quizá por influencia de visiones religiosas que consideran que la esencia humana misma tiene algo de sagrado y por tanto no debe ser sometida al mismo escrutinio que dedicamos al resto del universo. Pero hoy en día estamos viviendo un desarrollo acelerado de la neurociencia y se espera que en los próximos años veamos una explosión del conocimiento similar a la que experimentó la astronomía con Galileo, la biología con Darwin o la cosmología y la cuántica con Einstein.

Las neurociencias son un sistema interdisciplinario que incluye a la biología, la psicología, la informática, la estadística, la física y varias ciencias biomédicas y que tiene por objeto estudiar científicamente el sistema nervioso. Esto implica estudiar desde el funcionamiento de su unidad esencial, la neurona, hasta la compleja interacción de los miles de millones de neuronas que dan como resultado la actividad cognitiva, las sensaciones, los sentimientos, la conciencia, el amor, el odio y la comprensión, entre otras experiencias humanas.

Aunque a lo largo de toda la historia humana se ha pretendido comprender la función del sistema nervioso, su estudio científico nace prácticamente con el trabajo de Camilo Golgi y Santiago Ramón y Cajal a finales del siglo XIX. Su desarrollo sin embargo tuvo que esperar a que la biología molecular, la electrofisiología y la informática avanzaran lo suficiente para aproximarse en detalle al sistema nervioso, lo que ocurrió apenas a mediados del siglo XX.

La identificación de los neurotransmisores, los sistemas de generación de imágenes del cerebro en funcionamiento, la electrofisiología que permite estudiar las descargas electroquímicas de todo el cerebro, de distintas estructuras e incluso de una sola célula, una sola neurona.

Y fue la posibilidad de medir la reacción de una sola neurona la que permitió a los investigadores realizar el experimento que descubrió las neuronas espejo.

Las implicaciones

El doctor Vilanayur S. Ramachandran, considerado uno de los principales neurocientíficos del mundo, especuló sobre el significado y función de las neuronas espejo, a partir de otro estudio, en el que investigadores de la Universidad de Califonia en Los Ángeles descubrieron un grupo de células en el cerebro humano que disparan normalmente cuando se pincha a un paciente con una aguja, es decir, “neuronas del dolor”, pero que también se activaban cuando el paciente miraba que otra persona recibía el pinchazo. Era una indicación adicional de que el sistema nervioso humano también tiene neuronas espejo.

Pero también le daba una dimensión completamente nueva a la idea de “sentir el dolor de otra persona”. Ante los resultados de esa investigación, esa capacidad empática parecía salir del reino de la filosofía, la moral y la política social para insertarse en nuestra realidad biológica. Una parte de nuestro cerebro, al menos, reacciona ante el dolor ajeno como reaccionaría ante nuestro propio dolor.

Para Ramachandran, las neuronas espejo podrían ser a las neurociencias lo que el ADN fue para la biología, un marco unificador que podría explicar gran cantidad de las capacidades del cerebro humano. Incluso, este reconocido estudioso especuló que el surgimiento de las neuronas espejo pudo haber sido la infraestructura para que los prehomínidos desarrollaran hablidades como el protolenguaje, el aprendizaje por imitación, la empatía, la capacidad de "ponerse en los zapatos del otro" y, sobre todo, la "teoría de las otras mentes” que no es sino nuestra capacidad de comprender que otras personas pueden tener mentes, creencias, conocimientos y visiones distintas de la nuestra. Es gracias a esa comprensión que preguntamos cosas que no conocemos pero otros pueden conocer... y que le decimos a otros cosas que quizás ignoran.

Ramachandran también sugería que el sistema de neuronas espejo podría ser responsable de una de las habilidades más peculiares del nuestro cerebro: la de leer la mente.

Evidentemente no leemos la mente como lo proponen las fantasías telepáticas, pero tenemos una gran capacidad para deducir las intenciones de otras personas, predecir su comportamiento y ser más astutos que ellos. Los negocios, las guerras y la política son pródigos en ejemplos de este “maquiavelismo” que caracteriza al primate humano.

Quizás el sistema de neuronas espejo, desarrollado desde sus orígenes bajo una presión evolutiva determinada, es precisamente el que nos hace humanos, el responsable de que hace 40.000 años se diera el estallido de eso que llamamos civilización.

Para Ramachandran, de ser cierto incluso un fragmento de todas estas especulaciones, el descubrimiento de las neuronas espejo podría demostrar ser uno de los descubrimientos más importantes de la historia humana.

El aprendizaje cambia el cerebro

Entre los más recientes avances en el estudio de las neuronas espejo se encuentra un estudio de Daniel Glaser que demostró que las neuronas espejo de los bailarines se activan más intensamente cuando el bailarín ve movimientos o acciones que él domina que al ver movimientos que no están en su repertorio de movimientos. “Es la primera prueba de que ... las cosas que hemos aprendido a hacer cambian la forma en que el cerebro responde cuando ve el movimiento”, dice Glaser.

Los números de los mayas


Numerales mayas del 1 al 29.
(CC via Wikimedia Commons)


La asombrosa matemática maya y sus estrecha relación con la astronomía son fuente de asombros por sus logros... y de temores infundados por parte de quienes poco conocen de esta cultura.

De todos los aspectos de la cultura maya, desarrollada entre el 1800 a.C. y el siglo XVII d.C., uno de los más apasionantes es sin duda el desarrollo matemático que alcanzó este pueblo.

El logro que se cita con más frecuencia como punto culminante de la cultura maya es el cero. El cero ya existía como símbolo entre los antiguos babilonios como indicador de ausencia, pero se perdió y no se recuperaría sino hasta el siglo XIII con la numeración indoarábiga.

El cero era de uso común en las matemáticas mayas, simbolizado por un caracol o concha marina, fundamental en su numeración de base vigesimal. Es decir, en lugar de basarse en 10, se basaba en el número 20, quizá por los veinte dedos de manos y pies.

Sin embargo, hay indicios de que los mayas, aunque lo aprovecharon y difundieron, no fueron los originadores del cero en Mesoamérica. Probablemente lo recibieron de la cultura ancestral de los olmecas, desarrollada entre el 1400 y el 400 antes de nuestra era. Los olmecas fueron, de hecho, los fundadores de todas las culturas mesoamericanas posteriores (incluidas la azteca o mexica y la maya, entre otras), aunque por desgracia no contaban con escritura, por lo que siguen siendo en muchos aspectos un misterio.

El otro gran logro maya fue la utilización del sistema posicional, donde el valor de los números cambia de acuerdo a su posición. El punto que representa uno en el primer nivel, se interpreta como veinte en el segundo nivel y como 400 en el tercero, como nuestro “1” puede indicar 10, 100 o 1000.

Los números mayas se escribían con puntos y rayas. Cada punto era una unidad, y cada raya representaba cinco unidades. Así, los números 1, 2, 3 y 4 se representaban con uno, dos, tres y cuatro puntos, mientras que el cinco era una raya. Cuatro puntos adicionales sobre la raya indicaban 6, 7, 8 y 9, y el diez eran dos rayas una sobre la otra. Así se podía escribir hasta el número 19: tres rayas de cinco unidades cada una y cuatro puntos unitarios. Al llegar allí, se debía pasar a la casilla superior, del mismo modo que al llegar a 9 nosotros pasamos al dígito de la izquierda. El número 20 se escribía con un punto en la casilla superior (que en esa posición valía 20 unidades) y un cero en la inferior.

El sistema funcionaba para cifras de cualquier longitud y permitía realizar cálculos complejos con relativa facilidad si los comparamos con los mismos cálculos utilizando números romanos.

El desarrollo de las matemáticas entre los mayas se relacionó estrechamente con su pasión astronómica, producto a su vez de la cosmovisión religiosa de su cultura. Su atenta y minuciosa observación y registro de los diversos acontecimientos de los cielos llevó a los mayas a tener cuando menos 17 calendarios distintos referidos a distintos ciclos celestes, como los de Orión, o los planetas Mercurio, Venus, Marte Júpiter y Saturno, que se interrelacionaban matemáticamente.

Pero los dos calendarios fundamentales de los mayas eran el Tzolk’in y el Haab.

El calendario sagrado, el Tzolk’in se basa en el ciclo de las Pléyades, de 26000 años, generando un año de 260 días dividido en cuatro estaciones de 65 días cada una. Cabe señalar que las Pléyades, grupo de siete estrellas de la constelación de Tauro, atrajeron la atención de numerosos pueblos, como los maorís, los aborígenes australianos, los persas, los aztecas, los sioux y los cheroqui. A los recién nacidos se les daba su nombre a partir de cálculos matemáticos basados en un patrón de 52 días en este calendario.

El Haab, por su parte, era civil y se utilizaba para normar la vida cotidiana. Su base es el ciclo de la Tierra y ha sido uno de los motivos de admiración del mundo occidental, pues resultaba altamente preciso con 365,242129 días, mucho más preciso que el Gregoriano que se utiliza en la actualidad. Nosotros tenemos que hacer un ajuste de un día cada 4 años (con algunas excepciones matemáticamente definidas), mientras que los mayas sólo tenían que hacer una corrección cada 52 años.

La interacción matemática de los años de 260 y 365 días formaba la “rueda calendárica”. Los pueblos mesoamericanos se esforzaban por hacer calendarios no repetitivos, donde cada día estuviera identificado y diferenciado. Esto lo hacemos nosotros numerando los años, de modo que el 30 de marzo de 1919 no es igual al 30 de marzo de 2006. Los mayas no numeraban los años, y cada día se identificaba por su posición en ambos calendarios, el sagrado y el civil, de modo que un día concreto no se repetía sino cada 18.980 días o 52 años.

Los mayas usaban también la llamada “cuenta larga”, un calendario no repetitivo de más de 5 mil años que señalaba distintas eras. La era actual comenzó el 12 ó 13 de agosto del 3114 antes de nuestra era y terminará alrededor del 21 de diciembre de 2012. Esta cuenta larga utiliza varios grupos de tiempo: kin (día), uinal (mes de 20 kines), tun (año de 18 uinales, 360 días), katún (20 tunes o 7200 días) y baktún (20 katunes o 144.000 días).

Cada fecha se identifica con cinco cifras, una por cada grupo de tiempo. La fecha 8.14.3.1.12 que aparece en la placa de Leyden, por ejemplo, indica el paso de 8 baktunes, 14 katunes, 3 tunes, 1 uinal y 12 días desde el comienzo de la era. Convertidos todos dan 1.253.912 días, que divididos entre los 365,242 días del año nos dan 3.433,1 años, que restados de la fecha de inicio de la era nos da el año 320 de nuestra era.

Esta proeza matemática, por cierto, ha sido malinterpretada por grupos de nuevas religiones. Dado que esta era maya termina hacia el 21 de diciembre de 2012, se ha hablado de una inexistente “profecía maya” que señala ese día como el fin del mundo. Ninguna estela, códice o resto maya indican tal cosa. Sólo señalan que matemáticamente ese día termina una era, y al día siguiente, como ha pasado al menos cinco veces en el pasado según creían los mayas (en cinco eras), comenzará una nueva era. Como el 1º de enero comienza otro año para nosotros y el mundo no se acaba el 31 de diciembre.

El trabajo detrás de la precisión

El calendario lunar maya, Tun’Uc, tenía meses de cuatro semanas de 7 días, una por cada fase lunar. Los mayas calcularon el ciclo lunar en 29,5308 días, contra los 29,5306 calculados hoy, una diferencia de sólo 24 segundos. Para conseguir este cálculo, los mayas usaron sus matemáticas además de una aproximación científica. Al contar sólo con sistemas de observación directos, los astrónomos mayas registraron minuciosamente 405 ciclos lunares durante 11.960 días, más de 30 años de observaciones que, tratadas matemáticamente, permitieron la precisión que aún hoy nos asombra.