Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Robert Boyle, el químico escéptico

El hidrógeno puede ser el elemento más abundante del universo, pero fue un desconocido para la especie humana hasta que apareció la vocación de experimentación de uno de los creadores de la ciencia moderna.

Sir Robert Boyle
(Retrato D.P. vía Wikimedia Commons)
Hubo una época en que la química no existía. De hecho, desde el inicio de la historia humana hasta el siglo XVII de nuestra era los materiales de los que estaba hecho el universo eran un misterio absoluto. Nadie sabía cómo se desarrollaban sus transformaciones, sólo veían que ocurrían y buscaban alguna explicación más o menos plausible y de reproducirlas utilizando métodos que hoy nos parecen torpes, fantasiosos, irracionales e ignorantes... pero que eran los únicos que estaban entonces al alcance de nuestra especie.

Se llegaba al conocimiento lentamente mediante ensayo y error, a veces por accidente. Se hallaba una sustancia nueva, una tecnología inesperada para endurecer el acero o beneficiar un mineral, un resultado asombroso al mezclar sustancias. Pero el trasfondo de todos esos hechos era incomprensible.

Durante toda la Edad Media, los alquimistas buscaron controlar la naturaleza con una mezcla de ideas incorrectas como la teoría de los cuatro elementos, creencias como la de la transmutación de los metales, una visión mística y un interés que oscilaba entre la pasión por el conocimiento y la ambición pura y dura.

En ese mundo de ignorancia anhelante y de ambición sin rumbo claro nació en Irlanda, en 1627, Robert Boyle, el decimocuarto de los 15 hijos que tuvo el Conde de Cork, un opulento aristócrata inglés que había hecho su fortuna en Irlanda. De hecho era el hombre más rico de la Gran Bretaña. Y como tal, se esforzó por dar a sus hijos la mejor educación posible. Robert vivió primero en el campo, educándose lejos de la familia, pasó un tiempo en el prestigioso Colegio de Eton y se instruyó en casa y en viajes por Europa.

El 8 de enero de 1642, mientras el joven Boyle pasaba una temporada en Florencia, el genial Galileo Galilei murió en su villa de Arcetri, en las afueras de la ciudad, donde estaba bajo arresto domiciliario de la Inquisición. El acontecimiento afectó profundamente al aún estudiante, quien se dedicó a estudiar los trabajos de Galileo concluyendo que era el momento de estudiar al mundo de una nueva forma, utilizando las matemáticas y la mecánica.

A su regreso a Inglaterra, Boyle se convertiría en parte del “colegio invisible”, un grupo de filósofos naturales, que era como se llamaba a quienes hoy consideramos científicos, palabra que ni siquiera existió como tal hasta 1634. Este grupo sería la semilla de la Royal Society.

Uno de los integrantes de ese “colegio invisible”, Henry Oldenburg, que sería el primer secretario de la Royal Society, describió así a Boyle en una carta dirigida al filósofo Baruch Spinoza: “Nuestro Boyle es uno de ésos que desconfían lo suficiente de su razonamiento como para desear que los fenómenos estén de acuerdo con él”.

Resumía así el salto que iba de los argumentos y razonamientos que habían formado el sistema escolástico desde Aristóteles al método experimental, de observación, crítico y científico defendido por Sir Francis Bacon y que dio cuerpo a la revolución científica. Lo que se conocía por entonces simplemente como la “Nueva filosofía”.

Porque lo que hacía Robert Boyle en el laboratorio que se construyó en 1649 aprovechando la vasta herencia familiar y la libertad que le daba, era observar los hechos de la naturaleza y hacer experimentos. Muchos experimentos. Y después analizar sistemáticamente sus resultados, que empezó a publicar en 1659. En 1660 dio a conocer sus estudios sobre las propiedades del aire, que exploró utilizando una bomba de vacío, y dos años después publicó la que hoy conocemos como “Ley de Boyle”, que expresa sencillamente que, a temperatura constante, el volumen de un gas es inversamente proporcional a la presión a la que se encuentra. A más presión, menos volumen... algo que hoy nos parece evidente, pero sólo porque lo descubrió Boyle.

Pero fue en 1661 cuando Boyle hizo su más profunda y decisiva aportación a la ciencia con la publicación de su libro The Sceptical Chymist: or Chymico-Physical Doubts and Paradoxes (El químico escéptico: o dudas y paradojas químico-físicas), donde por primera vez le daba el nombre de “química” al estudio de la composición, propiedades y comportamiento de la materia. En el libro, hacía una defensa de la “nueva filosofía” ampliando las ideas de Bacon sobre la experimentación y desarrollando el método experimental en gran medida como hoy lo conocemos y utilizamos, con numerosos ejemplos provenientes de sus numerosos experimentos, como los que le permitieron descubrir, entre otras sustancias, el hidrógeno.

Adicionalmente, proponía la “teoría corpuscular”, según la cual partículas de distintos tamaños formaban las sustancias químicas, un antecedente de la teoría posteriormente demostrada de que la materia está compuesta por partículas. Además, introdujo el concepto moderno de “elemento químico” y de “reacción química”, diferenciando las mezclas de los compuestos.

Éste fue un descubrimiento verdaderamente revolucionario. Con él, Boyle se convertía en el primer ser humano que veía con claridad los procesos de la materia. En una mezcla, como una solución de agua con sal común, las dos sustancias conservan sus propiedades, mientras que en un compuesto, las propiedades de los componentes cambian radicalmente. Por ejemplo, el cloro, que es un gas venenoso, y el sodio, que es un metal altamente reactivo, incluso explosivo, pueden unirse en una reacción química formando un compuesto que no tiene ni las propiedades del cloro ni las del sodio, sino otras que le son totalmente peculiares, el cloruro de sodio o sal común, precisamente.

Boyle nunca dejó de ser alquimista en la búsqueda de aspectos espirituales de la materia, pero tampoco permitió jamás que sus creencias alquímicas y religiosas, como ferviente protestante, interfirieran con lo que su razón le iba mostrando en el estudio de la realidad a su alrededor, en temas como la mecánica, la química, la hidrodinámica o aspectos más prácticos, como las mejoras en la agricultura o la posibilidad de desalinizar el agua de mar, siempre acudiendo a experimentos controlados para alcanzar sus conclusiones.

Soltero y sin dejar descendencia, el que bien podría ser llamado uno de los últimos alquimistas y el primer químico de la historia, murió en Londres el 30 de diciembre de 1691.

Conocimiento e ignorancia

“El estudio de la naturaleza, con el objetivo de promover la piedad mediante nuestros logors, es útil no sólo por otros motivos, sino para incrementar nuestro conocimiento, incluso de las cosas naturales, sino de modo inmediato y en la actualidad, sí al paso del tiempo y al transcurrir de los acontecimientos.” Robert Boyle.

Mercurio, el planeta infernal

El más rápido, el más pequeño, el de las temperaturas más extremas, el menos conocido, Mercurio está de nuevo bajo la vigilancia de una sonda robot que busca comprender a este planeta.

Mercurio fotografiado por la sonda Messenger
(Foto D.P. de NASA/Johns Hopkins University
Applied Physics Laboratory/Carnegie Institution
of Washington, vía Wikimedia Commons)
En 2006, cuando la Unión Astronómica Internacional determinó que Plutón no reunía todos los requisitos para ser considerado un planeta y pasó a ser clasificado como “planeta enano”, Mercurio se convirtió en el planeta más pequeño de todo el sistema solar. Es más pequeño que Ganímedes, la luna de Júpiter descubierta por Galileo en 1610 y que Titán, la luna de Saturno descubierta 34 años después por el astrónomo holandés Christiaan Huygens, además de ser el planeta más cercano al sol de todo el sistema solar, y el que tiene la órbita más excéntrica, es decir, la que forma la elipse más alargada.

Debido a la cercanía de su órbita respecto del sol, Mercurio queda oculto por el brillo de nuestra estrella y no resulta fácil de ver, especialmente sin aparatos ópticos. Como sólo se le puede ver a la media luz del amanecer y del atardecer, los primeros astrónomos griegos pensaron que se trataba de dos planetas distintos. No fue sino hasta el siglo IV antes de nuestra era que se determinó que se trataba de un mismo objeto, un planeta al que llamaron Hermes. Incluso Galileo Galilei, pionero de la astronomía, halló difícil la observación de Mercurio con su telescopio.

Pero esa misma cercanía, dada la enorme influencia que sobre el planeta tiene el campo gravitacional del Sol, permitió hacer una de las observaciones que confirmaron la teoría de la relatividad de Einstein. El punto más cercano al Sol de la órbita de Mercurio se trasladaba ligeramente alrededor del sol sin que hubiera explicación hasta que los cálcuos de la relatividad general de Einstein pudieron describir estos movimientos en función de la gravedad del Sol.

Durante mucho tiempo se creyó que Mercurio, que da una vuelta al sol cada 88 días, lo que lo convierte en el planeta con la más rápida rotación del sistema, tenía un acoplamiento de mareas con el Sol, es decir, que siempre daba la misma cara al sol, manteniendo un hemisferio siempre en la oscuridad. O, visto desde otro punto de vista, que su día y su año tenían la misma duración.

No fue sino hasta la década de 1960, 350 años después de las observaciones de Galileo, que se consiguieron datos precisos sobre Mercurio gracias a la radioastronomía, capaz de obtener información que no era accesible utilizando telescopios ópticos. Fue entonces que se descubrió que Mercurio tarda en girar una vez sobre su propio eje, era de poco menos de 59 días terrestres.

La rápida órbita del planeta y su lenta rotación (sólo Venus tiene una rotación más lenta, de 243 días terrestres) hacen que su día (es decir, el intervalo entre un amanecer y el siguiente), sea de 176 días terrestres. Y se trata de días con temperaturas extremas, las más extremas de nuestro sistema solar. En los momentos más cálidos, pueden subir hasta los 465 ºC, calor con el cual se pueden fundir algunas aleaciones de aluminio, y se pueden desplomar hasta los -184 ºC, un grado por debajo de la temperatura a la que el oxígeno se convierte en líquido.

Además, el pequeño tamaño de Mercurio oculta una enorme masa. Pese a ser apenas algo más grande que la Luna, su fuerza de gravedad es de casi el 40% que la nuestra, comparada con menos del 17% de la de la Luna. Así, algo que pesara 100 kilos en la Tierra pesaría 16,6 kilos en la Luna y unos 38 en Mercurio, que es así el segundo planeta más denso del sistema solar, después del nuestro.

Otra singularidad de Mercurio es que, debido a su cercanía al Sol, su extremadamente tenue atmósfera es constantemente barrida por el viento solar, el flujo de partículas cargadas responsable entre otras cosas de las auroras en la Tierra, de modo que dicha atmósfera se está renovando continuamente.

El estudio de Mercurio dio un enorme salto en 1974, cuando llegó hasta sus inmediaciones la sonda Mariner 10 de la NASA, lanzada en noviembre de 1973. Pasando a tan sólo 327 kilómetros de altitud sobre la superficie de Mercurio, la sonda logró fotografiar aproximadamente el 45% de la superficie del planeta. Su aspecto, muy distinto del que habían soñado algunos autores de ciencia ficción que incluso habían imaginado la posibilidad de que albergara vida, era el de un mundo con una atmósfera tan tenue que no podía proteger la superficie del choque de pequeños objetos, dando como resultado una superficie muy similar a la de nuestra luna, con numerosos cráteres de impacto. El Mariner también descubrió alguna evidencia de actividad volcánica.

En agosto de 2004, la NASA lanzó una nueva sonda con destino a Mercurio, la “Messenger” o “mensajero”. La Messenger pasó por primera vez en las inmediaciones de Mercurio en 2008, para después hacer otras dos aproximaciones, visitando a Venus en el proceso, para finalmente instalarse en órbita alrededor de Mercurio en marzo de 2011. Desde entonces, la Messenger ha podido confirmar varias especulaciones sobre Mercurio. Ha podido constatar la existencia de una intensa actividad volcánica en el pasado y ha encontrado más datos que indican la presencia de hielo de agua en los polos del planeta.

La Messenger además ha podido determinar gracias a los datos reunidos por sus instrumentos que, contrariamente a lo que creían los astrónomos, el núcleo de hierro de Mercurio no se ha enfriado, sino que se mantiene fundido y en rotación. Este núcleo, ocupa alrededor del 85% del volumen de Mercurio, gigantesco comparado con el de nuestro planeta, que es del 30% de su volumen, y es el responsable de genera un débil campo magnético, de una centésima parte del de la Tierra. Ni Venus ni Marte, los otros dos planetas rocosos, cuentan con campo magnético, por lo que el estudio de Mercurio puede ayudar a entender el porqué de estas diferencias.

Conocido como uno de los planetas “clásicos” de la antigüedad, Mercurio sigue siendo, sin embargo, el planeta menos explorado y menos conocido de nuestro sistema solar, incluso pese a su relativa cercanía, algo curioso si lo comparamos con lo mucho que hemos aprendido de planetas más lejanos como Júpiter... y mucho muy distintos de nuestro mundo, este mundo de roca y metales que aún tiene mucho que aprender de Mercurio, su infernal hermano pequeño.

Bahía Mercurio

En la península de Coromandel, en Nueva Zelanda, está la Bahía de Mercurio, en cuyas playas, el 9 de noviembre de 1769, el famoso explorador británico James Cook y su astrónomo Charles Green hicieron la observación del tránsito de Mercurio por el sol. Junto con el tránsito de Venus que había coincidido ese año, en junio, este tránsito observado por varias expediciones británicas por encargo de la Real Sociedad Astronómica, permitió obtener los datos más precisos hasta entonces sobre las distancias en nuestro sistema solar.

Los nombres de los dinosaurios

Los dinosaurios tienen curiosos nombres de aspecto latino y griego. De hecho, todas las especies tienen nombres así, aunque las conozcamos con denominaciones más de andar por casa .

Reconstrucción de un oviraptor en el
Museo del Jurásico de Asturias
(foto © Mauricio-José Schwarz)
Solemos referirnos a la mayoría de los seres vivos a nuestro alrededor con los nombres que nuestra cultura les ha dado. No solemos pensar, salvo excepcionalmente, en que el jamón proviene de un animal llamado Sus scrofa domestica, que nuestros chuletones son de Bos primigenius, los huevos los pone la hembra del Gallus gallus domesticus y la hortaliza anaranjada que supuestamente fascina a los conejos se llama Daucus carota.

Éstos son los nombres que los biólogos dan, claro, al cerdo, la vaca, el pollo y la zanahoria.

La costumbre de dar a los seres vivos nombres que pudieran entender todos los científicos en cualquier lugar del mundo comenzó con la revolución científica, en el siglo XVI. Dado que el latín era el idioma de la academia y la “lingua franca” o idioma común de los estudiosos, era lógico que se eligiera este idioma para nombrar a los organismos, con el añadido de raíces griegas, describiendo las características más sobresalientes de los distintos organismos.

Sin embargo, en los siguientes 200 años los nombres descriptivos de muchas palabras (polinomiales) llegaron a ser complicadísimos, largos y tremendamente precisos, lo que complicaba la comunicación que se suponía que debían facilitar. Cuando para decir “tomate” en nomenclatura científica había que decir Solanum caule inermi herbaceo, foliis pinnatis incisis, el asunto empezaba a ser un problema que urgía solucionar.

La solución la dio Carl Linnaeus, médico y botánico sueco que se dedicó a describir y organizar a todos los seres vivos que conocía. Además de crear un sistema de clasificación de las plantas según el número de sus órganos sexuales (estambres y pistilos) que en su momento fue un escándalo para la moral de la época, en 1753 publicó un libro sobre plantas donde propuso un sistema de nombres más sencillo, compuesto sólo por el genus (o género) de la planta y su especie. Aunque su idea era que estos nombres sirvieran de atajo mnemotécnico para recordar los polinomiales, el sistema de dos palabras pronto se convirtió en la forma aceptada de denominar a los seres vivos, desde una humilde bacteria como Eschirichia coli hasta la gran ballena azul o Balaenoptera musculus.

Pero el “nombre científico” es, en general, asunto de científicos, salvo en un caso peculiar, el de los animales que dominaron el mundo en los períodos cretácico y jurásico, dinosaurios y otros reptiles y anfibios. Incluso los nombres comunes o populares que hemos dado a los más conocidos de estos animales proceden de su nombre científico, como el tiranosaurio Tyrannosaurus rex o los velociraptores, que son animales del genus Velociraptor con especies como la mongolensis o la osmolskae.

¿De dónde salen los nombres?

Los nombres de los reptiles del pasado, como los de todas las especies, están formados por dos palabras, su genus y su especie. Pero el nombre es, al menos en parte, resultado del trabajo de clasificación taxonómica, el intento de los estudiosos por agrupar a los seres vivos según su cercanía filogenética. Así, cada especie se clasifica según el dominio, reino, filo, clase, orden, familia, género y especie y, en algunos casos, subespecie. Pero la clasificación taxonómica no es algo rígido. Continuamente, los nuevos descubrimientos van haciendo que se reconsideren las relaciones entre especies conocidas, y los debates son incesantes.

La forma de nombrar a los seres vivos es resultado de un consenso científico que se estableció desde 1889 y se ha actualizado hasta el año 2000. Los nombres pueden provenir de otros idiomas, destacando alguna característica física del animal, el lugar donde se encontró, los nombres de los descubridores (o incluso de algún mecenas al que se desee halagar) pero siempre se latinizan o se utilizan raíces griegas o latinas para formarlos. Velociraptor, por ejemplo, significa “ladrón veloz”, mientras que triceratops significa “con tres cuernos”.

Un caso bien conocido de un nombre equivocado es el del oviraptor o “ladrón de huevos”, un dinosaurio que se encontró junto a un nido de huevos y los descubridores presupusieron que actuaba como depredador robándolos. El avance tecnológico, sin embargo, demostró que los huevos en cuestión eran... de oviraptor. En lugar de estar robando huevos, estaba cuidando de su puesta en su nido. Pero el nombre se quedó. Cría fama...

Algunas personas recordarán a los brontosaurios y se preguntarán por qué ya no se habla de estos gigantes herbívoros de largo cuello que suponemos vivían en zonas lacustres. Antes que el brontosaurio se había descubierto otros animales a los que se llamó apatosaurus o “reptiles engañosos” porque algunos de sus huesos se parecían a los de otra especie. Con el tiempo, los paleontólogos determinaron que el apatosaurio y el brontosaurio eran el mismo genus, y como una de sus reglas más inflexibles es que el primer nombre prevalece sobre los que se pudieran poner a descubrimientos posteriores (lo cual también explica que el oviraptor siga manteniendo su nombre de mala reputación), se retiró el nombre “brontosaurio”.

Quien tiene derecho a ponerle nombre a un dinosaurio es quien lo descubre o quien lo identifica como especie o genus independiente, en la mayoría de los casos. Esto puede producir resultados singulares, como el Laellynosaura, llamado así por la pequeña hija del matrimonio de paleontólogos que descubrió al animal en Australia. El genus Kakuru, por su parte, se identificó a partir de una tibia que, en el proceso de fosilización, se convirtió en ópalo, por lo que recibió su nombre de la palabra para “arcoiris” de los aborígenes australianos, precisamente “kakuru”.

En otras ocasiones, los científicos que tienen la última palabra, miembros de la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica, que son parte de la Unión Internacional de Ciencias Biológicas permiten algunas curiosidades. En 2004, en Indianapolis, se invitó a un grupo de niños a darle nombre a un nuevo dinosaurio.

¿El resultado? Un dinosaurio llamado oficialmente Dracorex hogwartsia, el dragón rey de Hogwarts. Sí, la escuela de magia ficticia de Harry Potter.

La palabra dinosaurio

En 1842, el paleontólogo británico Richard Owen creó el nombre de “dinosaurio” para el grupo (el hablaba de una tribu o suborden) de reptiles fósiles de gran tamaño que eran claramente diferentes de los reptiles actuales. La palabra “dinosaurio” está formada por dos raíces griegas: deinós, que significa terrible, potente o enorme, y sauros, que significa “reptil”. Owen fue también quien realizó las primeras reconstrucciones, imprecisas y fantasiosas, de dinosaurios a partir de sus fósiles.

La magia y nuestro cerebro

“En lo referente a la comprensión del comportamiento y de la percepción, hay casos concretos en los que el conocimiento intuitivo del mago es superior al del neurocientífico”, Macknik y Martínez-Conde.

El mundialmente respetado mago
Juan Tamariz fue uno de los colaboradores
en los estudios de magia y neurociencia.
(Foto promocional, fair use)
Los magos son expertos en engañarnos. Entendiendo “magia” como el arte del ilusionismo en sus muchas variedades, no la magia real que hasta hoy nadie ha podido demostrar que existe.

Los magos nos engañan y entusiasman desde hace al menos 6 mil años, si, como parece, alguno de los relatos del papiro Westcar, que data de tiempos del faraón Keops o Khufu, quien ordenó la construcción de la Gran Pirámide de Giza, se refiere a ilusiones y no a magos o brujos verdaderos.

Hay magos que admiten abiertamente que hacen trucos, y ante los cuales reaccionamos como si nos desafiaran a descubrir el truco. Un buen mago nos asombra haciendo lo que ellos llaman “efectos” y que nosotros sabemos que no puede ser en la realidad, que es un truco, pero somos incapaces de desentrañar “dónde está el truco”. Otros utilizan los trucos o efectos de la magia de escenario para hacer creer a los demás que tienen poderes sobrenaturales o para engatusarlos con fraudes como los triles, que se remontan, también, al antiguo Egipto.

Pero en todo caso, lo que hacen los magos es jugar con nuestro cerebro, manipular nuestra atención, nuestros sentidos, nuestra forma de pensar habitualmente y así hacer aparecer o desaparecer objetos donde no era posible que aparecieran o desaparecieran. Como dice Teller, el miembro silencioso de la pareja de magos Penn & Teller, “Cada vez que se hace un truco de magia, está uno dedicándose a la psicología experimental. Si el público se pregunta ‘¿Cómo rayos lo hizo?’, el experimento fue exitoso. He explotado las eficiencias de su mente”.

No revelamos ningún truco (el pacto de la discreción sobre cómo se hacen los efectos es parte fundamental de la comunidad del ilusionismo) al reccordar el asombro que nos provocaba de niños que alguien sencillamente ocultara una moneda en la mano y fingiera sacarla de nuestra oreja. Uno sabe que las monedas no salen de las orejas y no atina a explicarse lo ocurrido.

Sin embargo, el estudio de las ilusiones mágicas tuvo que esperar la llegada de una pareja de neurocientíficos del Instituto Neurológico Barrow de Phoenix, Arizona: Stephen Macknik, director del laboratorio de Neurofisiología del Comportamiento y Susana Martínez-Conde, coruñesa que dirige a su vez el laboratorio de Neurociencia Visual, dedicado a las ilusiones visuales. Su trabajo de varios años con los mejores magos del mundo ha dado como resultado una serie de artículos tanto científicos como divulgativos en las más prestigiosas revistas, desde Nature Neuroscience hasta Scientific American.

Los estudios que han realizado Macknik y Martínez-Conde han ido revelando cómo los magos emplean, de modo empírico, desarrollado al paso de los siglos, aspectos de nuestro sistema cognitivo de los que la ciencia ni siquiera estaba al tanto hasta hace un par de siglos. La capacidad limitada de nuestra vista para distinguir contrastes, la retención o persistencia de la visión (esa postimagen que percibimos más claramente cuando nos deslumbra el súbito flash de una cámara), los ángulos que hacen que percibamos mejor o peor la profundidad de un objeto o el fascinante fenómeno del relleno.

Nuestra experiencia visual es extremadamente rica, pese a que nuestros ojos tienen una “resolución” muy inferior a la de las cámaras digitales comunes con las que nos fotografiamos por diversión (aproximadamente un megapíxel según los investigadores). Nuestro cerebro, sin embargo, tiene un sistema de circuitos tal que nos permite “predecir” cómo son las cosas a partir de lo que ve, y “rellenar” los huecos de modo que tengamos una visión mucho más clara de la que nos ofrecen nuestros ojos.

Una de las más fascinantes confirmaciones del trabajo de estos investigadores con los magos es que nuestro cerebro no es capaz de hacer dos cosas a la vez. Por mucho que nos guste pensar que sí podemos hacerlo.

En palabras de Luigi Anzivino, que conjunta las dos profesiones de ilusionista y neurocientífico (y cocinero, insiste), cuando vemos un truco de magia estamos tratando de seguir el efecto y al mismo tiempo de desentrañar el método mediante el cual se consigue ese efecto, el “¿cómo lo hace?” esencial para la buena magia. Dice Anzivino: “Por cuanto se refiere a nuestro cerebro, no existe el multitasking”. Macknik y Martínez-Conde lo confirman con el fenómeno conocido como “ceguera por desatención”: cuando nos concentramos en una cosa, pueden pasar otras muchas, bastante singulares, sin que nos demos cuenta. Si estamos contando cuántos pases se dan unos jugadores de baloncesto en un vídeo, literalmente puede pasar entre ellos un hombre con un disfraz de gorila y no nos daremos cuenta.

No es broma, es un clásico experimento realizado en Harvard por Daniel J. Simons y Christopher F. Chabris. Cuando los magos hacen algo que quieren que veamos, atrapan nuestra atención y nos vuelven, literalmente, ciegos a otras cosas que están haciendo y que no quieren que veamos. Lo que se llama en el argot mágico “misdirection”: llevar la atención a una dirección opuesta a lo que está haciendo el mago.

Y no, la mano no es más rápida que la vista. Aunque la palabra “prestidigitación” signifique “velocidad al mover los dedos”, lo que realmente hacen los magos es jugar con nuestros sentidos y atención, con los mecanismos que hemos desarrollado para poder manejar la realidad a nuestra conveniencia. Porque el cerebro con el que nos explicamos el universo evolucionó para encontrar alimento, cazar y evitar ser cazados... y poco más.

El estudio neurocientífico de las ilusiones mágicas nos confirma que la representación del mundo que nos ofrecen nuestros sentidos y los mecanismos de nuestro cerebro para interpretarlos no sea exacta. El mundo no es lo que parece, y magos y timadoresse aprovechan de ello.

Pero queda el consuelo de que somos la única especie, hasta donde podemos decirlo, que sabe, con toda certeza, que su percepción no es del todo fiable. Y que es capaz de estudiar cómo y por qué. Con ayuda de un poco de magia.

Un secreto de Tamariz

Juan Tamariz fue uno de los muchos magos estudiados por Macknik y Martínez-Conde. En el libro que escribieron, “Los engaños de la mente”, revelan muchos trucos mágicos para explicar su relación con nuestro conocimiento sobre nuestros mecanismos neurológicos, pero uno en particular de Tamariz resulta más misterio que revelación: los movimientos, la ropa, la voz, los gritos, las risas y todo lo que parece hacer a Juan Tamariz excéntrico no son sólo efectos escénicos. Todos esos detalles, en apariencia superficiales, son esenciales para el éxito de las ilusiones del mago. Aunque no nos diga cómo lo hace.