Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

Cuando la tierra se mueve

En un gran terremoto, la sensación es de total indefensión: todo se mueve, incluso el suelo, y las construcciones más orgullosas del ser humano pueden venirse abajo.

Imagen de la NASA mostrando las placas tectónicas y
la actividad sísmica asociada a ellas.
(Imagen D.P. NASA vía Wikimedia Commons)
Los terremotos, impávidos causantes de pérdidas humanas y materiales, no son acontecimientos desusados: diariamente ocurren miles de ellos por todo el planeta, pero salvo unos 280, son imperceptibles para nosotros.

El primer sismo registrado en la historia humana se anotó en los Anales del bambú de la antigua China, y ocurrió en algún momento entre el 1600 y el 2200 antes de la Era Común. Y hubo por lo menos otros dos sismos famosos en Grecia. Uno, ocurrido en Esparta, en el 464 a.E.C., provocó la muerte de varios miles de espartanos y fue uno de los factores que desencadenó la guerra del Peloponeso, y el otro, el terremoto de Rodas del 226 a.E.C., que destruyó una de las grandes maravillas del mundo antiguo, la estatua del coloso de Rodas que guardaba su puerto.

Los terremotos pueden ser causados por la caída de meteoritos, erupciones volcánicas o desprendimientos de tierra. Pero la causa más común es la liberación de tensión en fallas geológicas o fracturas en la roca, especialmente en donde se encuentran las placas tectónicas que conforman la corteza terrestre. Los dos terremotos griegos mencinados ocurrieron en sistemas de fallas que siguen siendo hoy causantes de la sismicidad en la zona.

La corteza terrestre está dividida en decenas de placas, de las cuales siete son las más grandes y forman la mayor parte de la superficie de nuestro planeta. Estas placas se mueven sobre el manto terrestre chocando entre sí, rozando unas contra otras o incluso hundiéndose (o subduciéndose) una debajo de otra. Las colosales fuerzas que se ponen en acción en estas interacciones provocan tensiones que se liberan abrupta e imprevisiblemente en la forma de terremotos.

Es por ello que la mayoría de los terremotos se concentran en determinadas zonas concretas donde la actividad tectónica y volcánica son especialmente intensas, en particular el llamado “anillo de fuego”, un cinturón alrededor del océano Pacífico que sube desde el mar frente a Australia y recorre Japón y la costa oriental del continente Asiático para seguir por el estrecho de Behring y bajar por toda la costa occidental del continente americano, en las zonas más conocidas de actividad sísmica como California, México, Centroamérica, Perú, Bolivia y Chile.

Se calcula que más del 90% de los terremotos del mundo (y más del 80% de los de mayor violencia ocurren en el círculo de fuego, en el que se encuentra casi medio millar de volcanes, más de las tres cuartas partes de los que existen en todo el mundo. Esto se debe al choque y movimientos de al menos seis placas tectónicas.

La segunda zona de mayor sismicidad del mundo es la que se extiende de Java a Sumatra y cruza la cordillera de los Himalayas (creada precisamente por el choque de dos placas tectónicas) para cruzar el Mediterráneo y salir al océano Atlántico.

Una consecuencia especialmente aterradora de los terremotos son los tsunamis, que ocurren cuando un terremoto en alta mar provoca no sólo ondas en la tierra, sino lógicamente también en el agua. Se trata de olas de gran longitud que avanzan a casi 300 kilómetros por hora extendiéndose desde el punto del terremoto. Al llegar el valle de la ola a una costa, el agua baja notablemente de su nivel normal. Esto es una de las más fiables advertencias de que se producirá un tsunami al llegar a tierra la cresta de esa ola, que puede tener 30 metros o más, y en un plazo de alrededor de cinco minutos.

Detectar los terremotos y medirlos fue un desafío que encontró su primera respuesta en el año 132 a.E.C, cuando el mtemático Chen Heng creó su “veleta de sismos”, un recipiente con ocho dragones en el exterior, cada uno sosteniendo una bola de bronce en la boca. Al menor movimiento, un mecanismo de péndulos dentro del recipiente hacía que soltara su bola el dragón en cuya dirección estaba ocurriendo el terremoto. Si bien no podía mediar la intensidad del sismo, sí podía advertir al emperador en qué dirección se habían movido sus dominios.

Pero el estudio serio de los terremotos hubo de esperar a fines del siglo XIX, cuando se desarrollaron los primeros aparatos capaces de medir la intensidad o magnitud de los terremotos, y técnicas para detectar los terremotos ocurridos a gran distancia, cuando en 1899 se pudo registrar en Alemania un terremoto ocurrido en Japón.

A lo largo del siglo XX, el conocimiento de los sismos y de nuestro planeta se retroalimentaron para permitirnos avanzar tanto en la sismología como en la geología. El estudio de las ondas que se producen cuando hay un terremoto permitió que fuéramos sabiendo no sólo qué magnitud tenía, dónde había ocurrido y a qué profundidad de la corteza terrestre, sino que el estudio de sus variaciones permitió saber cuándo esas ondas cruzaban discontinuidades, pasaban por capas rocosas de distinta densidad o composición o se encontraban cavernas, de modo que funcionaban como los rayos X en una radiografía, revelándonos la forma y materiales de las zonas de nuestro planeta que no podemos ver.

La primera escala de magnitud útil para medir los terremotos la desarrolló en 1935 el sismólogo californiano Charles Richter, pero sólo era aplicable a los sismos ocurridos a cierta distancia del sismógrafo que había desarrollado el propio científico.

Actualmente, la magnitud de los sismos se calcula mediante complejas fórmulas que interrelacionan las ondas sísmicas profundas y las superficiales que pueden detectar los modernos aparatos, además de tener en cuenta las características geológicas de la zona donde se produjo el terremoto, su profundidad y su dispersión. Por ello, es inexacto referirse a la magnitud de los sismos como “escala Richter”, pues ésta como tal ya no se utiliza… salvo en California, donde siguen esperando “el gran sismo” resultado de las fuerzas que se acumulan en la falla de San Andrés, donde se encuentran la Placa del Pacífico y la Placa Norteamericana.

Los sismógrafos actuales, por cierto, son tan sensibles que se utilizan para detectar eventos de poca energía (comparados con los terremotos) como las pruebas nucleares que pueda intentar de modo secreto algún país.

Predicción de sismos

El conocimiento actual se puede conocer la probabilidad de que ocurran ciertos sismos de determinada magnitud en ciertas zonas, sigue siendo imposible predecir con exactitud cuándo y dónde va a ocurrir un terremoto, de modo que la única forma de enfrentar el principal desafío humano ante este evento de la naturaleza es realizar construcciones resistentes y capaces de manejar los sismos y, si uno vive en una zona sísmica, estar física y emocionalmente preparados para un acontecimiento a la vez impredecible e inevitable.

¿De dónde viene tu mano?

Podemos conocer muy bien, según la conseja, las palmas de nuestras manos. Pero conocer lo que hay debajo de la piel y su funcionamiento nos permite conocer cómo llegamos a ser humanos.

(Fotografía @ Mauricio-José Schwarz)
Con 29 huesos, 123 ligamentos y 34 músculos (varios de ellos situados en el brazo y conectados a la mano mediante largos tendones) , la mano es uno de los aspectos más distintivamente humanos de nuestra anatomía y, según los descubrimientos de la evolución reunidos en los últimos 150 años, uno de los responsables de nuestra diferenciación de los demás primates.

Lo que diferencia el aspecto de la mano humana del de otros grandes simios es que es más corta, con dedos más chatos, palma casi cuadrada en lugar de la más alargada de sus parientes y un pulgar relativamente más largo. Esta forma está al servicio de una funcionalidad que incluye una gran fuerza y un control mucho más fino de movimientos de los dedos para agarrar, pinzar y hacer otros movimientos enormemente delicados.

Las manos humanas se remontan a las aletas de animales como el Eusthenopteron, ancestros de los primeros seres que salieron del mar para conquistar la tierra hace entre 380 y 400 millones de años. Todos los huesos que hoy conforman nuestros brazos y manos (y nuestras piernas y pies, por supuesto) tienen ya representantes, en formas muy distintas, pero identificables, en las aletas de estos antiguos peces. Sus descendientes en la tierra fueron los tetrápodos, ancestros de todos los reptiles, anfibios, aves y mamíferos.

Bajo la presión evolutiva de muchas y muy diversas exigencias del medio y los nichos ecológicos que iban ocupando los animales, el diseño básico de los huesos de las aletas se fue modificando para cumplir distintas funciones, alargándose, acortándose, uniéndose mediante ligamentos, reforzándose unos con otros o especializándose para distintas funciones, como los dedos, y articulándose para hacer movimientos como los de nuestra muñeca.

Lo que en nosotros son brazos y manos son patas muy variadas: las de los plantígrados como el oso, que se apoyan en las plantas o palmas, las de los animales que se apoyan sobre cuatro dedos, como los felinos o los elefantes, los que usan las puntas de dos dedos, protegidas con pezuñas, como el caballo, las patas con garras que permiten a las ardillas subir por los árboles o las impresionantes patas de geco, capaz de adherirse a cualquier superficie. Son también las alas de las aves y de los murciélagos, y las aletas de los mamíferos que volvieron al medio acuático después de haber sido habitantes de la tierra.

La innovación que condujo a nuestras manos ocurrió hace 60 millones de años cuando la extinción de los dinosaurios favoreció la proliferación de distintos grupos de mamíferos que ocuparon los nichos dejados vacantes por los desaparecidos. Uno de esos grupos es el de los primates, al que pertenecemos los seres humanos, un nuevo modelo de mamíferos con buena vista estereoscópica, pues tienen un rostro plano con los ojos situados al frente, manos y patas muy flexibles y con un primer dedo más o menos oponible.

En los primates, sin embargo, las manos seguían siendo también patas delanteras, pues cumplían una importante función en la locomoción. Hace unos 4 millones de años, una especie llamada Australopitecus afarensis y cuyo más conocido representante es el esqueleto llamado “Lucy”, hizo algo que ninguno de sus parientes había hecho: se pusieron definitivamente de pie, liberando las manos, que así se pudieron desarrollar sin las limitaciones que implicaba tener que servir para la locomoción.

Por ejemplo, los chimpancés, nuestros más cercanos parientes evolutivos, tienen una gran capacidad de manipulación, pero sus manos les siguen siendo necesarias para andar, de modo que deben poder plegarse para apoyarse en los nudillos. El bipedalismo es el responsable de las notables diferencias entre la mano del chimpancé y la nuestra, desarrolladas en los apenas 7 u 8 millones de años desde que tuvimos el último ancestro común con ellos.

La liberación de la mano de sus responsabilidades locomotoras favoreció el uso de este apéndice para otras tareas: cargar, lanzar, aferrar y, sobre todo, empezar a utilizar herramientas. Quizá Lucy y sus parientes ya utilizaban herramientas naturales, como palos y piedras, pero debido a que no las alteraban dejando huella de su manipulación, el debate no está resuelto. Las primeras herramientas creadas a propósito aparecen hace 2,6 millones de años, creadas y utilizadas por nuestro ancestro directo, Homo habilis, que adquiere su nombre precisamente por su habilidad con las manos.

Además de agarrar, lanzar y manipular, algunos antropólogos han sugerido que la capacidad de hacer puños para golpear podría haber tenido también una influencia en la forma y uso de las manos. Todas esas habilidades, claramente, son resultado del surgimiento de una adaptación especialmente importante: el pulgar totalmente oponible. Para los antropólogos, esto significa que la pulpa o almohadilla suave (donde tenemos las huellas dactilares) del pulgar puede entrar en contacto plana o punta con punta con los otros cuatro dedos... que es lo que hacemos a veces cuando contamos hasta cuatro tocándonos las puntas de los dedos con el pulgar.

Para que el pulgar pudiera oponerse a los demás dedos y desarrollar la capacidad fina de movimiento, especialmente cuando forma una delicada pinza con el índice, hubo de crear músculos especiales que no tienen los pulgares de otros primates y que le permiten girar o bascular hasta tocar el otro extremo de la palma de la mano.

Por supuesto, al tiempo que se desarrollaba la peculiar anatomía de la mano iba evolucionando la capacidad de nuestro cerebro para controlar este delicado instrumento a través de una gran zona de la corteza motora.

El resultado lo podemos ver en todo lo que el ser humano ha hecho con sus propias manos: desde la construcción de grandes edificaciones hasta la pintura, desde la cirugía hasta el movimiento de un ratón sobre una pantalla. Hazañas del control fino de movimientos como la capacidad de pintar paisajes sobre un grano de arroz o exhibiciones de fuerza como las que nos ofrecen los escaladores de roca... porque la especie humana es lo que es fundamentalmente gracias a sus manos

Un gen de la aleta a la mano

A fines de 2012, un equipo de la Universidad Pablo de Olavide encabezado por Renata Freitas anunció que al estimular la actividad del gen 5’Hoxd en peces cebra favorecio que en el extremo de las aletas se desarrollara cartílago susceptible de convertirse en hueso. Esto sugiere que las mutaciones que favorecieron la expresión de ese gen fueron probablemente disparadores de la evolución de nuestras manos, sobre una base genética que seguimos compartiendo con otros vertebrados como los peces cebra.

De recursos a compañeros: los animales de servicio

Los animales de servicio son un caso singular en las relaciones que los humanos hemos establecido con otros animales a lo largo de la historia.

El mendigo ciego de Bethnal Green,
balada del siglo XVII ilustrada
con Henry de Monfort y su perro.
La imagen habría sido asombrosa hace pocas décadas. Una persona que por alguna causa no puede usar las manos, le da órdenes a un pequeño mono capuchino que recoge sus llaves, mete su comida al microondas, le lava la cara, abre la puerta o hace una enorme variedad de tareas en la casa. El paciente al que atiende el mono, víctima de amputaciones múltiples, de lesiones de la columna vertebral o de varias formas de degeneración muscular, tiene un compañero que es, al mismo tiempo, sus manos.

Curiosamente, además, se trata de un animal que no está domesticado, es decir, que técnicamente sigue siendo salvaje, aunque en todos los casos en que se han colocado estos monos con personas a las que cuidan, la relación ha sido constante y cordial, incluso durante más de dos décadas.

Esta peculiar relación simbiótica de humanos y monos es el más reciente capítulo de una historia que comenzó cuando el hombre por domesticó por primera vez a un animal, muy probablemente el perro, que se convirtió en un apoyo fundamental para los cazadores de hace más de 10.000 años, aunque hay indicios de que la relación pudo remontarse a 30.000, 80.000 años o más.

Después, el hombre domesticó a otros animales que no eran compañeros, sino presas que se criaron para que el acceso a sus recursos (carne, leche, pieles) no dependiera de las vicisitudes de la cacería.

Los siguientes animales domesticados, hasta donde hemos podido determinar, fue la oveja, que lo fue en el 8500 antes de la Era Común en Asia Occidental. Le siguió la cabra unos 500 años después, y en el 700 a.E.C. vendría el ganado vacuno, domesticado en el Sáhara Oriental y los pollos, originarios de Asia.

La domesticación es un proceso singular que implica que a lo largo del tiempo el ser humano aplica a una especie una cría selectiva que la altera genéticamente para adecuarla a sus deseos o necesidades, para que sea más dócil, más productiva, o se adapte a nuevos climas y alimentos, y que dependa del ser humano para su supervivencia. Es lo que hace al animal doméstico distinto del salvaje, al que se doma para acostumbrarlo a la compañía del ser humano sin alterar su genética, como se puede hacer con grandes felinos o con osos, que pese a la doma siguen siendo salvajes e impredecibles incluso con los humanos más cercanos.

La diferencia la ejemplifica bien el perro y el cerdo, que siguen siendo las mismas especies que el lobo y el jabalí, pero en variedades domésticas. Los perros se pueden cruzar con los lobos y los cerdos con los jabalíes, dando como resultado crías fértiles.

La utilidad de una variedad domesticada puede cambiar con el tiempo. La oveja pasó más de 2000 años como animal doméstico exclusivamente por su leche y carne, pero hacia el año 6000 los pastores empezaron a seleccionarla por su lana, consiguiendo pronto que sus animales tuvieran generosos vellones que eran la materia prima de la actividad textil. El perro, originalmente un animal estrictamente útil, pasó a ser criado como mascota, acompañante y ornamento. Otro ejemplo es la doble función del ganado vacuno, como fuente de carne y leche y también como fuerza motriz del arado desde hace 8 mil años en el antiguo Egipto.

Curiosamente, además, ningún animal importante ha sido domesticado en los últimos dos mil años.

Servicio y apoyo

Existe un documento chino que data del año 1200 y que muestra a un ciego guiado por un perro. En los siglos siguientes se encuentran ocasionales comentarios e imágenes en todo el mundo que hacen referencia a ciegos que se pueden desplazar gracias a la ayuda de perros, hasta el siglo XVIII donde tenemos ejemplos como la balada inglesa de “El mendigo ciego de Bethnal Green”, Henry de Monfort, que al quedar ciego se guiaba con un perro, o pinturas con ese tema de Serge Gainsborough o William Biggs.

Pero la forma en que los perros ayudaban a personas invidentes no estuvo organizada ni estructurada sino hasta que, en 1819, el austriaco Johann Wilhelm Klein, que estableció un instituto para los ciegos en Viena, dejó anotados sus planes para entrenar perros con objeto de que pudieran guiar a sus alumnos. En 1847, el suizo Jakob Birrer escribió acerca de sus experiencias con un perro al que entrenó personalmente y que le sirvió de guía durante cinco años.

Los perros guía se empezaron a hacer realidad con las observaciones del Dr. Gerhard Stalling, que atendía a soldados alemanes que habían quedado ciegos a resultas de heridas sufridas en la Primera Guerra Mundial. Los perros parecían cuidar especialmente de quienes los llevaban si éstos parecían desorientados. Stalling empezó a diseñar formas de entrenar perros para la tarea de guiar a los ciegos y en 1916 inauguró la primera escuela de perros guía en la ciudad de Oldenburg, que durante la siguiente década entrenó a varios miles de perros que sirvieron a invidentes de diversos países de Europa.

La escuela fue visitada por la millonaria estadounidense Dorothy Harrison Eustis quien entrenaba perros para competencia, y que a partir de 1927 empezó también a hacerlo para ciegos en Suiza, de donde la idea llegó a Estados Unidos en 1929 y a Gran Bretaña en 1931.

Si bien la relación entre el ser humano y el perro es especial y distinta de todas las demás del mundo animal, evidentemente la relación entre una persona y un animal que es sus manos, sus ojos o sus piernas (en el caso de los caballos) es aún más singular.

Los monos de servicio tienen una historia mucho más reciente. Fueron idea de Mary Joan Willard, una psicóloga experimental que empezó a trabajar en 1977 con dos monos capuchinos que habían sido utilizados en investigación. Ella y otros psicólogos consiguieron desarrollar un entrenamiento (que puede más de un año) para monos capuchinos que se convierten en las manos y, a veces, los oídos de las personas con las que trabajan. Son animales que pueden dar servicio durante 20 o 30 años y que establecen relaciones muy estrechas con las personas a las que cuidan. Aunque no lo pueden hacer todo y los parapléjicos aún necesitan ayuda humana, los monos vuelven a poner a su alcance muchas tareas cotidianas en las que no solemos pensar. Por ejemplo, rascar a su dueño cuando tiene comezón.

Algo que no parece trivial cuando recordamos aquellos picores que por alguna causa no podemos rascarnos cuando lo deseamos.

Los caballos en miniatura

Los caballos enanos o ponys son el más reciente añadido al grupo de los animales de servicio. Pueden tirar de carretillas o sillas de ruedas, ayudar a caminar a personas con problemas de movilidad e incluso servir como guías para ciegos, una opción que puede ser útil para quienes necesitan un animal guía pero son alérgicos a los perros.

Plutón: el planeta que ya no es

El ajuste en la definición de "planeta" resultó en una discusión popular poco común acerca de un cuerpo celeste.

Fotomapa de Plutón formado a partir de imágenes tomadas
por el telescopio Hubble. (Foto DP de la NASA,
vía Wikimedia Commons)
A fines de la década de 1990, cuando se rediseñó el Planetario Hayden del Museo Estadounidense de Historia Natural de Nueva York, su director el astrofísico Neil deGrasse Tyson, decidió no incluir a Plutón entre los planetas del sistema solar.

¿El motivo? Plutón es demasiado pequeño y demasiado distinto a los otros ocho planetas de nuestro sistema solar. De hecho es más pequeño incluso que nuestra Luna, con sólo el 66% de su diámetro. Al paso de los años se han descubierto otros cuerpos de tamaño similar en la región donde se encuentra Plutón, el llamado “cinturón de Kuiper”. Incluso uno de ellos, Eris, descubierto en 2005, es más masivo que Plutón. Y ninguno de ellos cumple con uno de los requisitos que los científicos han establecido para darle a un cuerpo la categoría de planeta: su atracción gravitacional es tan pequeña que no han “limpiado” la órbita que recorren.

El asunto trascendió a los medios cuando el diario The New York Times publicó, en enero de 2001, el artículo “¿Plutón no es un planeta? Sólo en Nueva York”, desatando un pequeño escándalo. El artículo subrayaba que ya se había propuesto alguna vez a la Unión Astronómica Internacional, con sede en París, retirar a Plutón de la lista de planetas y definirlo como “objeto transneptuniano”.

El problema se complicó cuando en 2006 la misma Unión Astronómica Internacional decidió que quienes opinaban como el Dr. deGrasse Tyson, quien ciertamente no había sido el primero en proponerlo, tenían razón, y reclasificó a Plutón en una nueva categoría, la de “planetas enanos” junto con Eris, Ceres, Haumea y Makemake, los conocidos hasta ahora. El principal proponente del cambio fue, precisamente, uno de los descubridores de Eris, el astrónomo Mike Brown, quien después escribiría un libro relatando la historia con el título de “Por qué maté a Plutón y por qué se lo merecía”.

Sin embargo, para el público estadounidense, Mike Brown no era nadie, mientras que Neil deGrasse Tyson era un personaje conocido como divulgador y educador científico, con frecuente presencia en los medios de comunicación y un estilo imponente y divertido para comunicar asuntos de ciencia al público en general. Así que el público estadounidense en general culpó a Tyson. Siguieron airadas cartas de niños que le reclamaban la degradación de Plutón afimando “Plutón es mi planeta favorito”.

El amor de los estadounidenses por el pequeño explaneta, incluso, dio pie a que Tyson escribiera otro libro: “Los archivos de Plutón: ascenso y caída del planeta favorito de los Estados Unidos”.

El planeta estadounidense

Una de las razones por las cuales Estados Unidos mantenía un cariño especial, así fuera extraño, por Plutón, era que había sido el único planeta descubierto... por un estadounidense. En 1930, el astrónomo autodidacta Clyde Tombaugh, recién empleado en el Observatorio Lowell de Arizona, descubrió a Plutón.

No fue un descubrimiento fortuito. El matemático francés Urbain Le Verrier había predicho su existencia en 1840, basado en sus cálculos sobre las perturbaciones de la órbita de Urano. El fundador del observatorio, Percival Lowell, tenía como uno de sus objetivos hallar ese cuerpo llamado por entonces el “Planeta X”. Tombaugh terminó el trabajo y su historia adquirió un tono aún más romántico cuando la convocatoria mundial para bautizar al nuevo planeta fue ganada por una niña británica de 11 años que propuso precisamente “Plutón”. Ese mismo año, los estudios de Walt Disney presentaron a la mascota del ratón Mickey, el perro “Pluto” (Plutón en inglés).

Y 11 años después, un grupo de químicos de la Universidad de California en Berkeley daba el nombre de “plutonio” a un elemento que habían descubierto.

Pero el planeta ya era problemático. Dado que nos separa de él una enorme distancia (su distancia media del sol es de 40 veces la distancia de la Tierra al Sol), es difícil calcular con exactitud su mada y su tamaño. Originalmente, en la década de 1930, se calculó que tenía una massa equivalente a la de la Tierra, pero conforme avanzaban los estudios, la estimación se fue reduciendo. En 1948 ya se le atribuía una masa similar a la de Marte, y en 1976 se sugirió que podría tener una masa de apenas 1-2% de la de la Tierra.

En 1978, James Christy descubrió que Plutón tenía una luna , Caronte. Esto permitió realizar cálculos más precisos con el resultado de que la masa de Plutón era del 0,24% de la masa de nuestro planeta. Ya por entonces comenzó el debate sobre la clasificación de este cuerpo pues más que un planeta con un satélite parecía un sistema de planetas binario.

Dada su distancia del sol, el año plutoniano (el tiempo que tarda en dar una vuelta completa al sol en su órbita) es de algo más de 247 años terrestres, es decir, que desde su descubrimiento Plutón ha dado apenas un tercio vuelta al sol, mientras que una rotación completa alrededor de su propio eje tarda únicamente algo más de 6 días y 9 horas de la Tierra.

Precisamente por esa distancia, en las placas fotográficas de los observatorios terrestres Plutón es apenas una mancha difusa, y lo que sabemos del planeta es muy escaso. No fue sino hasta que el telescopio espacial Hubble lo observó que pudimos tener una imagen medianamente nítida de él. Además, el Hubble permitió el descubrimiento, en 2005, de dos lunas más de Plutón, añadiendo otra en 2011 y una más en 2012.

Para subsanar esa ignorancia, en enero de 2006, pocos meses antes de que Plutón pasara a ser considerado un planeta enano, la NASA lanzó la sonda robotizada New Horizons (nuevos horizontes) con destino final en el cinturón de Kuiper y en Plutón, llevando a bordo numerosos instrumentos destinados a observar a los objetos de la zona, estudiar sus atmósferas, explorar su geología y medir su interacción con el viento solar, esas partículas que nuestra estrella lanza al espacio continuamente.

Porque para conocer mejor a Plutón y saciar nuestra curiosidad sobre él y sobre todos los demás cuerpos del sistema solar, no hace falta que sean planetas.

Las lunas de Plutón

Además de Caronte, que es el mayor, Plutón tiene otros cuatro satélites, el último descubierto en 2012: Nix, Hidra, Kerberos y Estigia, todos ellos nombres relacionados en la mitología griega con Plutón, el dios del Hades, inframundo donde habitan las sombras de los muertos. Caronte era el barquero que llevaba a las almas de los muertos a los dominios de Plutón cruzando el río Estigia, mientras que Kerberos o Cancerbero era el guardián de las puertas del Hades que impedía que los muertos huyeran, ayudado por Hidra, la serpiente de muchas cabezas. Nix, por cierto, era la madre de Plutón.