Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

¿El mundo es de los insectos?

Cálculos conservadores indican que hay al menos un trillón de insectos en el mundo, más de 140 millones de ellos por cada uno de los 7.000 millones de nosotros.

Gusanos de maguey (Aegiale hesperiaris) en un restaurante
mexicano, considerados una exquisitez.
(Foto DP de Andy Sadler, vía Wikimedia Commons)
En 1971 se estrenó una película que sembró la preocupación en todo el mundo: La crónica Hellstrom. En esta mezcla de ciencia, ciencia ficción y horror, un supuesto científico, Nils Hellstrom, presentaba escenas de la vida de diversos insectos nunca antes filmadas, y ofrecía afirmaciones pseudocientíficas para convencer al espectador que el ser humano sería eventualmente erradicado del planeta, vencido por los insectos en la lucha por la supervivencia.

Aunque era ficción, el filme subrayaba aspectos que distinguen a los insectos entre los demás seres vivos. Al tener una vida corta y ser capaces de reproducirse a enorme velocidad, son enormemente adaptables. Cualquier mutación o variación natural benéfica se puede difundir rápidamente y volverse patrimonio de toda la especie.

Los insectos son abundantes. Se conoce quizás un millón de especies de insectos (de un total de 1.300.000 especies vivas). Y los entomólogos, especialistas en el estudio de esta clase de animales, creen que ésta es sólo una pequeña muestra, como lo revela que, cada año se describen miles especies nuevas de insectos.

Pese a ese flujo constante de descubrimientos, se calcula que puede haber hasta 10 millones de especies de insectos más. Suficientes para mantener ocupados a los entomólogos durante varios miles de años en el futuro. Y esa diversidad se convierte, según estimaciones de la Universidad de Arizona, en unos 140 millones de insectos por cada ser

Los cálculos son admitidamente imprecisos por lo difícil que es incluso detectar algunos insectos. No los mayores, especialmente como los escarabajos rinoceronte y titán, o los wetas neozelandeses similares a saltamontes gigantescos, enormes insectos que pueden llegar a pesar hasta 100 gramos. Pero al otro extremo se encuentran insectos tan pequeños como las avispas parásitas de la familia Mymaridae, una de cuyas especies tiene un macho que mide apenas 139 micrómetros, algo más de una décima de un milímetro. Y sólo de esta familia se calcula que existen más de 1.400 especies.

La historia de estos seres se inicia hace unos 535 millones de años, cuando se produjo la diversificación de los seres que vivían en los océanos para dar lugar a variedades como los vertebrados, los moluscos o los artrópodos. Estos últimos se caracterizan por tener un exoesqueleto y extremidades articuladas. A diferencia de los vertebrados, que tienen la estructura rígida de sus cuerpos en el interior, en la forma de huesos, los artrópodos desarrollaron otra solución al problema que implicaba sostener los órganos internos. Su esqueleto está en el exterior, con lo que además cumple una importante función como protección contra las agresiones del exterior.

Los biólogos creen, con base en los datos de los que disponen, que los insectos debieron evolucionar de un ser parecido a una lombriz de tierra que desarrolló un par de patas en cada segmento, como los ciempiés (que tampoco son insectos). Eventualmente, sus muchos segmentos se unieron formando los tres que les son característicos, sus patas migraron al tórax y, hace más de 400 millones de años, por fin aparecieron los insectos, la clase más abundante y diversificada de los artrópodos. Sus características distintivas son la segmentación de su cuerpo en cabeza, tórax y abdomen, así como los tres pares de patas articuladas que tienen únicamente en el tórax, ojos compuestos y un par de antenas. Son parientes así tanto de los crustáceos que suelen ser apreciados como alimentos (las gambas, centollos, bugres y langostas) como de otras variedades que pese a su parecido no son insectos, como las arañas y los miriápodos.

A partir de ese momento, los insectos fueron diversificándose y evolucionando para ocupar prácticamente todos los nichos ecológicos del planeta. Sólo como ejemplos, los hemípteros, como las cigarras, los pulgones y las chinche, aparecieron hace entre 300 y 350 millones de años, mientras que los dípteros (cuyo más conocido representante es la mosca doméstica) hicieron su entrada 50 millones de años después. Las mariposas y las cucarachas surgieron hace entre 150 y 200 millones de años y los mantofasmatodeos son los benjamines, habiendo aparecido hace apenas unos 50 millones de años. Curiosamente, son también el orden de insectos más recientemente descubierto, en 2002.

Así como su esqueleto sustenta a todo el organismo del insecto, podemos decir, sin exagerar demasiado, que la vida en el planeta, considerada como un gran organismo, está sostenida por la estructura que forman los insectos, y que son mucho más que la plaga o la molestia con la que más fácilmente se les identifica. Por ejemplo, la polinización de muchas plantas depende de la visita de insectos como las abejas que se alimentan de su néctar o polen.

Los insectos son además la gran máquina de reciclaje del planeta, gracias a su variabilidad en cuanto a alimentación: si estuvo vivo, algún insecto lo comerá. Así, los insectos juegan un papel esencial en la descomposición de la materia orgánica tanto animal como vegetal, garantizando su reincorporación al ciclo alimentario.

Pero así como comen lo que sea, los insectos son también un socorrido alimento en el mundo vivo. Reptiles, anfibios, aves, peces, mamíferos, otros insectos y otros artrópodos como los ácaros y las arañas, e incluso algunas plantas comen insectos. Para algunos es su dieta básica y para otros es parte de una alimentación más variada.

En el caso del hombre, en las especies precursoras de la nuestra y en nuestros parientes más cercanos (como los chimpancés y bonobos) los insectos han sido una fuente de proteínas que sólo rechazamos hoy por motivos culturales, pese a que es costumbre en países de América Latina, África, Asia y Oceanía.

Aunque no los comamos directamente, distintos productos de los insectos son parte de nuestra dieta, empezando por la miel. Quizá en un futuro los insectos vuelvan al plato de las sociedades occidentales como algo más que una curiosidad, pero aún si no lo hacen, nunca está de más recordar que, individuo por individuo, kilo por kilo, los humanos somos habitantes de un mundo dominado por los insectos.

¿Las cucarachas o las avispas?

Uno de los mitos perdurables sobre los insectos es que sólo las cucarachas sobrevivirían a una guerra nuclear total. Sin embargo, los datos no han sustentado esa idea. Cierto, las cucarachas pueden sobrevivir a 10 veces más radiación que un ser humano, pero no son las campeonas en el mundo de los insectos. Esa distinción corresponde a las avispas del género Habrobracon, que pueden soportar hasta 200 veces más radiación que los seres humanos.

Neptuno, el planeta anunciado

El menos visitado de los planetas de nuestro sistema solar, el más lejano del sol, se descubrió sólo después de que cuidadosos cálculos matemáticos demostraran que debía existir.

Neptuno, fotografiado por la sonda espacial Voyager.
(Foto DP Nasa/JPL vía Wikimedia Commons)
Una de las descripciones más perdurables de nuestro planeta nos la ofreció el astrónomo y divulgador Carl Sagan. En 1990, pidió a la NASA que girara la cámara de la sonda Voyager 1 cuando estaba a más de 6 mil millones de kilómetros de la Tierra, y tomara una foto de nuestro hogar planetario. El resultado es una fotografía que se conoció como el “punto azul pálido”.

El color distintivo de nuestro planeta lo comparte con el azul claro de Urano y, sobre todo, con el profundo color azul de Neptuno, el planeta más alejado del sol, el último de los que conforman nuestro sistema solar. (Plutón se ha reclasificado como “planeta enano” después de que se encontraron otros cuerpos incluso mayores que él en el llamado “cinturón de Kuiper”, formado por millones de pequeños cuerpos celestes.)

Pero Neptuno es azul no debido al agua. No puede haber agua en estado líquido en ese lejano planeta, un gigante de gas cuya atmósfera está formada principalmente por hidrógeno, helio y metano, un gas formado por carbono e hidrógeno. Este metano es responsable, al menos en parte, del color del planeta, pues absorbe la luz roja y refleja la luz verde.

Sin embargo, los astrónomos no descartan que pueda haber otros compuestos, aún no identificados, que participen en el notable color de Neptuno, y que lo hacen mucho más profundo que el de Urano.

Debajo de la atmósfera, hay un océano formado por una mezcla líquida de hielos de agua, amoníaco y metano, y en su centro existe un núcleo de hierro que, se calcula, tiene una masa algo mayor que la de la Tierra. Pero, en su conjunto, Neptuno tiene 17 veces la masa de nuestro planeta en un volumen 58 veces mayor. Esto lo convierte en el tercer planeta más masivo, después de Júpiter y Saturno. Y al ser el planeta más lejano del sol es también el que tiene la órbita más prolongada: tarda 165 años en dar una vuelta alrededor del sol, de modo que desde su descubrimiento completó una órbita apenas en 2011.

Pero al acercarnos a Neptuno vemos que su color no es uniforme, que hay franjas de distintas tonalidades que hablan de tremendas turbulencias con vientos de hasta 2.100 kilómetros por hora y, cuando lo visitó la sonda Voyager 2, encontró una mancha de azul más oscuro, similar a la gran mancha roja de Júpiter y formada también por una colosal tormenta. En Neptuno, esas manchas azul oscuro aparecen y desaparecen cada pocos años.

Neptuno también tiene otras dos características que lo distinguen. Primero, como los otros gigantes de nuestro Sistema Solar, está rodeado por anillos, nueve de ellos y muy tenues. El más exterior muestra tres agrupamientos de material que destacan, y que se han llamado Libertad, Igualdad y Fraternidad, como homenaje a la revolución francesa. En segundo lugar, el campo magnético de Neptuno está inclinado a 47 grados del eje de su rotación, cuando en los demás planetas, salvo en Urano, el campo magnético está mucho más cerca del eje de giro.

Neptuno tiene 13 lunas conocidas hasta la fecha, algunas que tienen sus órbitas dentro de los propios anillos del planeta.

Descubrimiento y estudio

El 27 y 28 de diciembre de 1612, Galileo Galilei fue el primer ser humano que vio al planeta que hoy conocemos como Neptuno. Pero debido a su órbita, en ese momento parecía estar en un mismo lugar en los cielos, como las estrellas, cerca de Júpiter, y el genio florentino así lo consignó en sus notas. Precisamente lo que distinguía a los planetas desde la antigüedad era que se movían respecto del fondo de estrellas que parecían inmóviles. “Planeta” significa, precisamente, vagabundo, y cuando Galileo se encontró con Neptuno, no parecía vagabundear.

En 1821, el astrónomo francés Alexis Bouvard notó que las observaciones astronómicas de Urano se desviaban de los cálculos que había hecho sobre la órbita de ese planeta. Sus matemáticas eran sólidas, pues en 1808 había publicado tablas muy precisas sobre las órbitas de Saturno y Júpiter. El que sus cálculos fallaran con Urano le indicaban que “algo” estaba ejerciendo una atracción gravitatoria sobre el planeta, desviándolo de la órbita que debería seguir, y ese “algo”, claro, no podía ser sino otro planeta aún no descubierto, un octavo miembro de nuestro sistema solar.

Con la publicación del razonamiento de Bouvard se inició una pequeña carrera por encontrar al octavo planeta del sistema solar. Los antiguos conocían 6, y desde que se inició la observación astronómica sólo se había encontrado uno más, precisamente Urano, descubierto por el astrónomo William Herschel en 1781.

Sin embargo, tuvio que pasar un cuarto de siglo para que el planeta cuya masa causaba estas varicaciones. El problema era saber hacia dónde había que mirar. Otro astrónomo francés, Urbain Le Verrier, utilizó las posiciones observadas de Urano y un complejo desarrollo matemático calculando las pequeñas discrepancias de Urano, utilizando las leyes de la gravitación de Newton. El 31 de agosto de 1846, Le Verrier informó a la Academia Francesa dónde señalaban sus cálculos que debería estar el nuevo planeta (el logro es compartido por el británico John Couch Adams, quien dos días después envió por correo a la Royal Society sus propios cálculos, igualmente precisos). El 18 de septiembre, le envió sus datos a su colega, el astrónomo alemán Johann Gottfried Galle, quien los recibió el 23. Esa misma noche, Galle orientó el telescopio del Observatorio de Berlín hacia el punto previsto por Le Verrier y encontró a Neptuno.

Desde entonces, lo que hemos aprendido de Neptuno ha sido fundamentalmente por medio de diversos telescopios y gracias a la única sonda que ha visitado al gigante azul. En 1989 el Voyager 2, el mismo que un año después tomaría la fotografía del “punto azul pálido”, pasó a menos de 5.000 kilómetros de la capa superior de nubes de Neptuno, enviándonos una serie de fotografías del planeta y de su luna, Tritón.

Cualquier misión planeada para estudiar a Neptuno tardaría 12 años en llegar a su destino. Ése es uno de los motivos por los cuales en este momento ni la NASA ni la ESA tienen previsto ningún intento por enviar una sonda a estudiar más a fondo al planeta límite de nuestro sistema solar.

Tritón

La más grande luna de Neptuno es también la mayor de su pequeña constelación de satélites: Tritón. Es una de las sólo tres lunas del sistema solar que posee su propia atmósfera, pese a tener solamente dos tercios del tamaño de nuestra propia luna. Pese a las bajísimas temperaturas que privan en Tritón, cuenta con géiseres activos que lanzan el nitrógeno gaseoso que compone su atmósfera y crea vientos que dejan marcas en su gélida superficie.

Antivacunas: un desastre que está ocurriendo

La desinformación científica y el miedo están protagonizando cada vez más brotes de enfermedades que se creían erradicadas en occidente.

Estatua conmemorativa de la campaña mundial de vacunación
contra la viruela que erradicó esta enfermedad en 1980.
(Foto CC de Thorkild Tylleskar, vía Wikimedia Commons)
La vacunación es probablemente la más exitosa intervención médica de la historia humana.

Enfermedades que eran comunes e inevitables se han vuelto prevenibles, una de las enfermedades que más vidas humanas se cobraba año tras año, la viruela, fue totalmente erradicada en 1980. Y se investiga para prevenir y curar con vacunas enfermedades como la malaria o el VIH/SIDA.

Sin embargo, desde que Edward Jenner introdujo las vacunas en el siglo XVIII, ha habido oposición a ellas por diversos motivos, desde los religiosos hasta la ignorancia y la desinformación maliciosa.

Resulta asombroso que, pese a los beneficios probados y comprobados de las vacunas, y a la seguridad una y otra vez confirmada de su aplicación, en el siglo XXI sigue habiendo una propaganda antivacunas que está provocando el resurgimiento de algunas enfermedades.

Quienes nunca sufrieron esas enfermedades, protegidos por las vacunas, las consideran “leves” o “tolerables”, como el sarampión o la tos ferina, aunque no sólo hacen sufrir a quienes las padecen, principalmente niños, sino que tienen el potencial de causar la muerte y daños de por vida en algunos casos. Sólo en 2013, el sarampión mató todav´ía a más de 158.000 niños en el mundo, una cifra escalofriante.

El moderno movimiento antivacunas empezó en 1998, cuando el médico británico Andrew Wakefield publicó un estudio que relacionaba la vacuna triple vírica (sarampión, rubéola y paperas) con el autismo.

El riesgo que denunciaba era grave, y otros investigadores de inmediato intentaron confirmar los resultados. Sin embargo, nadie lo consiguió. Empezaron a sumarse decenas de estudios que no hallaban la correlación y sugerían que Wakefield había cometido un simple error. Pero, en 2004, ante la creciente evidencia de prácticas inadecuadas, diez de los investigadores que habían firmado el estudio se retractaron de él, y una investigación periodística descubrió que Wakefield no sólo había recibido dinero de abogados de familias que estaban demandando a empresas productoras de vacunas, sino que él mismo había solicitado una patente para un supuesto sustituto de la vacuna.

Wakefield no había cometido un error. Se comprobó que había falsificado los datos del estudio. En 2007, el Consejo Médico General del Reino Unido le retiró la licencia para practicar la medicina y, en 2010, la revista médica “The Lancet”, que había publicado el estudio original, decidió retractarlo.

Sin embargo, en la percepción popular, animada por la militancia de personas que a su sinceridad sumaban una enorme ignorancia sobre las vacunas y los estudios que sustentan su valor para salvar vidas.

Y el resultado ha sido que en muchos países están resurgiendo enfermedades prevenibles, con el sufrimiento que implican y con números crecientes de víctimas mortales o que sufren secuelas de por vida, como los daños cerebrales permanentes que puede ocasionar el sarampión.

Incluso políticos y personajes que deberían preocuparse por expresar opiniones bien informadas y basadas en estudios científicos sólidos han contribuido al miedo contra distintas vacunas, poniendo en riesgo a quienes podrían beneficiarse de ellas pese a que no hay estudios que indiquen que representan ningún riesgo especial o preocupante.

Los movimientos antivacunas ponen en riesgo avances innegables como la muy reciente declaración de erradicación de la poliomielitis de la India, donde había sido tradicionalmente endémica.

El resultado: cada vez más brotes de sarampión, tosferina o paperas en los últimos años, con la constante de que algunos afectados no habían sido vacunados por la mal aconsejada decisión de sus padres. En España en 2013 los casos de paperas fueron más del doble de 2012, en 2011 se denunció un repunte en los casos de tos ferina y a fines de 2013 se supo de brotes de varicela, principalmente en Madrid. La situación es más grave en países como Gran Bretaña y Estados Unidos.

La inmunidad de grupo

En la década de 1970, cuando se empezó a vacunar a niños contra las bacterias causantes de la neumonía y de meningitis (pneumococos y Haemophillus), se hicieron estudios con grandes cantidades de personas para determinar los efectos de las campañas. Y se descubrió que, conforme más niños eran vacunados, iban disminuyendo también las infecciones en adultos a los que ya no se podía vacunar con eficacia y en otras personas susceptibles a estas afecciones.

¿Qué ocurría? Que las personas no inmunizadas tenían menos probabilidades de encontrarse con una persona infectada que le pudiera contagiar la enfermedad, de modo que quedaban protegidos indirectamente por las campañas de vacunación.

A esto se le llama “inmunidad de grupo”.

La vacunación no es, pese a todo, una Hay niños que tienen deficiencias en el sistema inmune y no pueden ser vacunados. Lo mismo pasa con una pequeña cantidad de niños que son alérgicos a alguno de los componentes de las vacunas. Y además las vacunas sólo son eficaces en un 80-90% de los casos. Es decir, entre uno y dos de cada 10 niños vacunados no quedarán inmunizados ante la enfermedad y, si se les expone a cualquier persona en etapa contagiosa, enfermarán.

Pero si la mayoría de la gente a su alrededor está vacunada, es muy poco probable que se contagien. La gente inmunizada a su alrededor sirve como escudo que lo protege de los agentes infecciosos.

La inmunidad de grupo, además, se hace más relevante hoy en día, cuando la gente tiene una movilidad mayor que nunca en la historia, de país en país, de continente en continente. No es difícil que alguien infectado con sarampión o, mucho más grave, poliomielitis, viaje de países donde aún es común la enfermedad a países donde ya se considera erradicada. Por ejemplo, en España no ha habido casos de polio desde 1989. Pero tampoco los había habido en Siria desde 1999, y a fines de 2013 se habían confirmado diez casos de polio en el país, sumido en una terrible guerra donde es posible que algunos combatientes extranjeros trajeran la polio desde países como Afganistán o Pakistán, donde sigue siendo un problema. No es impensable que se trajera la enfermedad desde Siria, y entonces sólo la inmunidad de grupo impediría que se extendiera entre quienes no están inmunizados.

Por eso se dice que vacunar a un niño es también vacunar a los demás.

En la mira: la malaria y otros males

Estudios publicados en 2103 indican que una vacuna contra la malaria, un antiguo sueño de los inmunólogos, consiguió reducir a la mitad los casos en niños en Sudáfrica. De confirmarse los resultados, la esperada vacuna contra el mayor asesino de niños del mundo podría llegar a las farmacias en 2015.