Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento

¿Cómo suena una guitarra eléctrica?

Ana Popovic y Buddy Guy, dos generaciones y dos continentes de blues eléctrico.
(Foto CC Angrylambie vía Wikimedia Commons)
Pocos instrumentos musicales han marcado a una época y a una forma musical como la guitarra eléctrica a la del rock, que se inicia en algún momento de la década de 1950 y sigue hasta hoy. Pero cuando escuchamos una guitarra eléctrica, estamos realmente escuchando un sonido que no existiría de otro modo. No proviene de un micrófono adosado a una guitarra tradicional, sino que depende totalmente de fenómenos electromagnéticos.

Quizá el único instrumento con una influencia cultural tan profunda fue el piano (en realidad “pianoforte”, porque podía tocar a un volumen bajo o alto, algo de lo cual no eran capaces los teclados que le antecedieron, como el clavecín), inventado en 1711 por el italiano Bartolomeo Cristofori. Durante los siguientes 200 años, aparecieron pocos instrumentos realmente nuevos, entre ellos la armónica, que desarrollaron varios artesanos en la década de 1830 y el saxofón, inventado por el belga Adolphe Sax en 1842.

Pero la enorme influencia de la guitarra eléctrica no ha dado a conocer los nombres de sus creadores, el músico George Beauchamp y el ingeniero eléctrico Adolph Rickenbacker. Y quizás sea igual de asombroso que la mayoría del público de un concierto de rock con alguno de los virtuosos de la guitarra eléctrica (digamos Eric Clapton, Stevie Ray Vaughan, Carolyn Wonderland o Danielle Haim) no sepan cómo ocurre que el movimiento de las cuerdas de la guitarra se convierta en el sonido que les fascina.

La idea de amplificar el sonido de la guitarra se volvió imporante para los guitarristas desde fines del siglo XIX, cuando el sonido de las bandas estaba dominado por los metales y las percusiones, que podían literalmente borrar de la escena a la guitarra y poner en riesgo el arte –y el empleo– de sus intérpretes. Varios intentos por poner micrófonos dentro de las guitarras (como los micrófonos de de carbón que usaban los teléfonos antiguos) resultaron fallidos hasta que entró en escena Rickenbacker, que soñaba con electrificar y amplificar todo tipo de instrumentos (un concierto moderno habría sido su fascinación) y que junto con Beauchamp desarrolló la idea de la “pastilla” electromagnética, que instalaron en una guitarra en 1931 obteniendo un sonido aceptable. Las guitarras eléctricas empezaron a venderse en 1932 y el rest, como suele decirse, es historia.

La pastilla

El primer secreto para entender la guitarra eléctrica es que no es posible tener uno de estos instrumentos con cuerdas de nylon como las que se utilizan en la guitarra española. Las guitarras acústicas producen su sonido al vibrar en el aire. La energía de su vibración se ve amplificada y modificada por el cuerpo hueco de la guitarra, que al resonar con ella aumenta el volumen del sonido. El diseño del cuerpo de la guitarra, el espesor de sus partes, especialmente la tapa, y los elementos de madera o “varillas” de su interior (que pueden variar enormemente según cada artesano o fábrica) son los responsables del sonido del instrumento, su volumen y su calidad.

En el caso de la guitarra eléctrica, el sonido que producen las cuerdas es irrelevante. De hecho, si alguna vez escuchamos las cuerdas de una guitarra eléctrica desconectada, percibiremos un sonido metálico, un tanto “nasal” y deslucido, totalmente distinto del sonido que sale de un amplificador.

Lo notable es que las cuerdas de la guitarra eléctrica son precisamente metálicas, hechas de acero y las tres más graves están además entorchadas o envueltas de una espiral de acero niquelado o níquel. Pero en todos los casos, lo importante es el acero.

Uno de los grandes descubrimientos del siglo XIX fue que la electricidad y el magnetismo son en realidad dos expresiones de una misma fuerza. En 1831, el inglés Michael Faraday descubrió el fenómeno llamado “inducción electromagnética”, que básicamente significa que un campo magnético en movimiento produce una corriente eléctrica y, a la inversa, una corriente eléctrica en movimiento produce variaciones en un campo magnético. Es este principio el que permite que funcione un motor eléctrico.

La guitarra eléctrica depende de la inducción electromagnética para funcionar. La “pastilla” de la guitarra eléctrica está formada por uno o seis imanes alrededor de cada uno de las cuales se enrolla un alambre finísimo dándole varios miles de vueltas. Los imanes atraen, mediante magnetismo simple, a las cuerdas de acero de la guitarra. Cuando una cuerda vibra, actúa como un conductor que se mueve en el campo magnético del imán y por inducción, ese movimiento se convierte en una señal eléctrica que sale del alambre enrollado alrededor del imán. Estas débiles señales eléctricas sólo se producen mientras esté vibrando la cuerda, y pueden ser modificadas en la propia guitarra mediante selectores de tono y volumen antes de transmitirse por el cable (o un sistema inalámbrico, en las versiones más modernas) a un amplificador. El amplificador a su vez aumenta (amplifica) y puede modificar la señal (distorsionándola, dándole reverberación o eco, y de muchas formas posibles) antes de convertirla, en el movimiento de uno o más altavoces, que son los que finalmente producen el sonido que escuchamos. Hasta ese momento, todo el proceso es electromagnético.

Las guitarras eléctricas pueden llevar varias pastillas situadas en distintos puntos bajo las cuerdas, de modo que puedan recoger la vibración de distintas formas, que se traducen en sonidos de diversa calidad. Como el cuerpo de la guitarra no tiene ninguna importancia en la forma en que se produce el sonido, una guitarra eléctrica puede hacerse con casi cualquier diseño y materiales. Lo único que importa son los circuitos internos. De hecho, la primera guitarra de Beauchamp y Rickenbacker estaba hecha de aluminio. Si se sigue usando madera y cuatro o cinco diseños básicos, es solamente por cuestiones de estética visual y de comodidad para el guitarrista.

El acompañante indispensable de una guitarra eléctrica es, por supuesto, el bajo eléctrico, que convirtió al estorboso contrabajo en un instrumento elegante y manejable. Su inventor fue Paul Turmac, que presentó el primer bajo eléctrico en 1935.

(Publicado en El Correo el 23 de enero de 2016.)

Hacer sonar las cuerdas

Hay muchas formas de hacer que vibren las cuerdas. Muchos guitarristas favorecen el uso de una púa o plectro de diversos materiales (nylon, metal, madera, piedra o goma, entre otras) y distintos grados de flexibilidad para obtener el sonido que desean. Algunos utilizan monedas y otros prefieren usar los dedos, para pulsar las cuerdas ya sea con las uñas o con las yemas, o ayudándose de uñas postizas. Cada una de estas técnicas (y las mezclas de las mismas) produce sonidos de calidad diferente y puede determinar la “personalidad” del guitarrista, todo mediante minúsculas variaciones de una corriente eléctrica.

Reparar rostros

McIndoe y su "Club de los conejillos de Indias" en un bar.
Somos, inevitablemente, nuestro rostro, por ello sus deformidades provocan reacciones intensas que ya preocupaban a los egipcios 1.600 años antes de la Era Común, cuando para evitar que las narices rotas quedaran deformes, las taponaban con torundas de lino empapado en grasa. 800 años después nacía la cirugía reconstructiva, cuando el indostano Sushruta desarrolló un procedimiento para recortar de la frente de los pacientes que habían perdido la nariz un colgajo que giraba y usaba para formar una nueva.

Reconstruir narices se volvió urgente en Europa a partir del siglo XVI, con la diseminación de la sífilis, que entre otras consecuencias puede provocar la pérdida de la nariz. Las narices podían hacerse de diversos metales (como la del astrónomo Tycho Brahe, que perdió la propia en un duelo), o con el sistema del cirujano italiano Gaspare Tagliacozzi. Implicaba crear un colgajo de piel del antebrazo del paciente en la forma aproximada de la nariz y coserlo a la piel del rostro, dejándolo conectado en un extremo para que se alimentara e inmovilizando el brazo un par de semanas con la mano sostenida sobre la cabeza hasta que el injerto se fijaba. Entonces lo cortaba del brazo y le daba forma. En sus propias palabras: “Restauramos, reconstruimos y reintegramos aquellas partes que la naturaleza ha dado, pero que la fortuna ha arrebatado. No tanto que pueda deleitar al ojo, pero que sí pueda levantar el ánimo y ayudar a la mente del afligido”.

Que es lo que hace la cirugía reconstructiva hasta hoy, aunque cada día con más capacidad de deleitar a la vista y recuperar la función.

Como la cirugía sin anestesia era tremendamente brutal, no fue sino hasta que hubo anestésicos eficaces que se pudieron plantear intervenciones más complejas. La oportunidad, por desgracia, la dio la Primera Guerra Mundial, un conflicto bélico de brutalidad sin precedentes. La guerra de trincheras dejó como secuela a miles de soldados desfigurados, con heridas de lo más diversas en rostros, cuello y brazos. Del lado británico, la cirugía reconstructiva de estas bajas de guerra estuvo a cargo de un médico originario de Nueva Zelanda egresado de la facultad de Medicina de Cambridge.

Harold Gillies
Harold Gillies, nacido en 1882, se enroló en el Cuerpo Médico del ejército británico al declararse la guerra. Después de ver las heridas de los soldados en el frente y los primeros injertos de piel, pudo ver en acción, de permiso en París, al cirujano Hippolyte Morestin, considerado uno de los fundadores de la cirugía cosmética y llamado el “Padre de las bocas” por su trabajo en cirugía maxilofacial. A su regreso, Gillies convenció al ejército de abrir una rama especializada en lesiones faciales y comenzó a luchar por reparar los daños causados por bombas, esquirlas y disparos en la cara. Trató en total a más de 2.000 víctimas, realizando injertos sin precedentes de hueso, músculos, cartílagos y piel. Su objetivo, como el de otros cirujano se la naciente especialidad en distintos países implicados en el conflicto, era restaurar lo más posible el aspecto de los jóvenes combatientes para que pudieran volver a su sociedad, algo que muchos consiguieron, pero no, por desgracia, todos.

El teniente William Spreckley, herido en 1917, dado de alta por Gillies en 1920.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, sólo había tres cirujanos plásticos en la Gran Bretaña, Gillies con sus alumnos neozelandese Rainsford Mowlem y su primo Archibald McIndoe. Gillies formó con ellos tres equipos multidisciplinarios. El de McIndoe se dedicó a lesiones por quemaduras, empezando con los pilotos británicos quemados durante la Batalla de Inglaterra de 1940, cuando los tanques de combustible de sus aviones estallaban por los proyectiles alemanes.

Como pionero de muchas técnicas para reparar los destrozos del fuego, McIndoe estableció el llamado “Club de los conejillos de indias”, formado por sus pacientes de quemaduras, que además de ser sujetos experimentales de las innovaciones del cirujano se daban sostén moral entre ellos, formando el que fue probablemente el primer grupo de apoyo de la historia, pues los procesos de reconstrucción de entonces podían durar incluso varios años, con sucesivas cirugías.

Aunque la cirugía plástica sigue cargando con el estigma de ser ante todo un procedimiento electivo para satisfacer la vanidad de personas que desean un mejor aspecto, con algunos resultados aterradores y desafortunados, es en la reconstrucción del aspecto y la función de distintas partes del cuerpo donde realmente muestra su capacidad. Desde la corrección del paladar hendido, un defecto congénito que afecta a entre 1 y 2 niños de cada mil que nacen en el mundo desarrollado, y que hoy en día suelen ser operados tempranamente, evitando problemas tanto funcionales como sociales por su aspecto, hasta el tratamiento de lesiones, quemaduras y otros problemas, las funciones de esta especialidad tienen un valor incalculable para sus beneficiarios.

Por lo mismo, los cirujanos plásticos esperan mucho de las opciones que se abren hoy a toda la medicina. El cultivo de tejidos, que ha permitido tener piel cultivada para tratar casos de quemaduras graves, podría dar un salto con el uso de células madre para “cultivar” en el laboratorio orejas, labios, narices, rostros enteros que se trasplantarían posteriormente. Los materiales biocompatibles como el titanio, empleado en prótesis diversas, también son sus herramientas en la reconstrucción de cráneos y mandíbulas.

En esta rama de la medicina, hay que señalar, la prevención es también el elemento fundamental. Los vidrios laminados para los autos, por ejemplo, fueron una iniciativa de los colegios de cirujanos plásticos de Estados Unidos y redujeron notablemente las lesiones faciales por cortaduras en accidentes. Las reglamentaciones sobre materiales ignífugos, cada vez más estrictas, los cinturones de seguridad, los airbags y los autos sin conductor que podrían estar presentes pronto en las carreteras son todos prevención no sólo de la salud, sino de la integridad del rostro con el que salimos al mundo.

De la reconstrucción a la reasignación de sexo

Entre 1946 y 1949, Harold Gillies utilizó los conocimientos que había adquirido reconstruyendo los penes de soldados heridos para realizar la primera cirugía de reasignación que se conoce. Su paciente, nacida Laura Maud Dillon, se había sometido a una mastectomía y al primer tratamiento hormonal con testosterona. Entre 1946 y 1949, mientras la paciente, que había cambiado su hombre a Laurence Michael Dillon, estudiaba medicina en el Trinity College, Gillies le practicó 13 intervenciones quirúrgicas para darle un pene, lo que hoy se conoce como faloplastia. Dillon escribió uno de los primeros libros dedicados a la transexualidad. En 1951, Gillies realizó una segunda reasignación, de hombre a mujer.
(Publicado el 10 de diciembre de 2016.)